Para alguien próximo a los 40 años la experiencia de ver en su momento The Evil Dead (1981) -o Diabólico, como se la denominó en el Río de la Plata-, la versión original de Posesión infernal, fue algo casi traumático. Si bien el cine de horror de los años 70, especialmente el italiano, había alcanzado grados de violencia y gore que impactan hasta el día de hoy, nada -ni siquiera los films de George Romero o Lucio Fulci- había alcanzado el concepto de asalto sensorial sin pausa que proponía la película de Sam Raimi. La sensación para un adolescente que hubiera caído en el cine, intrigado por el cartel de esta película de bajo presupuesto -pero de gran elaboración técnica-, era algo así como la de haber sido arrollado por un tren conducido por todos los demonios que no llegaron a meterse en el cuerpo de Linda Blair en El exorcista. El impacto de The Evil Dead era tan fuerte que cuando el propio Raimi decidió rehacerla, seis años después, con mayor presupuesto y el tramposo nombre de Evil Dead 2 (lo que hacía suponer que se trataba de una secuela cuando en realidad era una remake), decidió optar por no intentar superar los aspectos horripilantes de la primera y, en lugar de ello, simplemente desarrollar su potencial cómico.
Al uruguayo Federico Álvarez se le encomendó, como su primer trabajo en Hollywood tras haber llamado la atención con su corto Ataque de pánico, una tarea imposible: superar una película perfecta -o, mejor dicho, superar dos películas perfectas- y recapturar el potencial de puro horror que se había atenuado en Evil Dead 2 y que había directamente desaparecido en la tercera película de la sagaz -Army of Darkness (1992)-, que ya era directamente una comedia de aventuras. Pero este camino fue desechado por Álvarez, quien decidió ir al corazón original de la saga, o, para ser más exacto, a sus tripas.
De qué hablamos cuando hablamos de gore
Una cosa ya es segura sobre la película de Álvarez: el director compatriota ha conseguido marcar un mojón en la historia del gore. A veces denominado “violencia explícita”, es ese recurso cinematográfico que hace visibles, con el mayor detalle posible, diversos vejámenes al cuerpo humano, con particular énfasis en la sangre y las entrañas, con el objetivo de causar horror, representar en forma fiel la violencia y/o provocar asco e incluso risas. Es estrictamente un recurso cinematográfico más, pero con el tiempo se le ha llegado a considerar un género en sí mismo, asignándole una unidad temática que puede ser muy discutible, pero que resulta atractiva de por sí para algunos espectadores.
Sin embargo, y al igual que otras palabras como “risa”, “amor” o “liberalismo”, el término gore puede representar dos intenciones diametralmente opuestas en cuanto a su aproximación al recurso. Aun cuando suele amontonarse todas las películas más o menos sangrientas debajo de su etiqueta, está claro que hay dos formas bien diferenciadas de gore. La primera de ellas es la que podríamos llamar gore realista y que intenta reproducir la destrucción del cuerpo humano en la forma más convincente posible. Si los gángsters de las películas de los años 30 se limitaban a tomarse el pecho y caer cuando eran ametrallados sin que una gota de sangre manchara sus camisas inmaculadas, la muerte de la pareja de Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967) causaría un impacto indeleble en las audiencias de su tiempo al hacer explícito el horror de sangre y cuerpos perforados que significa el ser baleado. Este énfasis en el realismo brutal ha sido utilizado sensiblemente para representar el espanto de la guerra, como en Buscando al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998) o la inhumanidad de los totalitarismos. Lamentablemente, esta clase de gore, más duro y doloroso de ver, también ha degenerado en lo que se conoce hoy en día como torture porn: esos ejercicios de sadismo visual y misoginia que tienen como principal representante a la franquicia de El juego del miedo, aunque aún hay películas talentosas capaces de adentrarse en este subgénero generalmente despreciado (recordemos la siniestra y perfecta Audición [Takashi Miike, 1999]).
Pero hay otro gore, que suele denominarse splastick (acrónimo de splatter, un sinónimo de gore inventado por George Romero y slapstick, subgénero humorístico que conocemos en español como las comedias “de golpe y porrazo”) y es más infantil y liviano. Aunque a veces puede ser un tanto nauseabundo, el splastick no apunta a horrorizar sino más bien a sorprender mediante la profanación grotesca del cuerpo, en una especie de juego transgresor del que se ha abusado, pero que sigue siendo un recurso legítimo. Ambas tendencias del gore -la realista y la grotesca- no son excluyentes entre sí, y no son raras las películas que, voluntaria o involuntariamente, presentan ambas clases de gore entrelazadas, y la versión original de The Evil Dead es tal vez uno de los mejores ejemplos de esta fusión; si bien hay una clara intención de horrorizar, la tosquedad y lo exagerado de algunos efectos especiales puede producir exactamente la reacción contraria. Ahora, tres décadas después, Álvarez retomó ese espíritu original, adaptándolo a los gustos (más extremos) de estos tiempos, y aun teniendo en cuenta algunos excesos rayanos con lo absurdo que se han visto, consiguió una película que se destaca por su delirante violencia explícita. Hay lenguas seccionadas, heridas de todo tipo, automutilaciones varias y una lluvia (literal) de sangre; pero sería un error limitar el aporte del uruguayo a sus aspectos más extremos. También hay cine.
De qué hablamos cuando hablamos de dirección
Si bien considerar la presencia de Federico Álvarez detrás de las cámaras (y del también compatriota Rodolfo Sayagués en el guion) puede considerarse algo histórico en la historia de los cineastas uruguayos, sería un exceso considerar Posesión infernal una película de alguna forma uruguaya y alimentar orgullos nacionalistas a partir de ella. No hay nada distintivamente uruguayo en este trabajo, que puede considerarse más que nada perteneciente a la internacional del género de horror, pero esto no impide sentir cierta alegría empática por lo conseguido por el director oriental. De alguna forma, ver lo logrado por Álvarez es como ver a un promisorio jugador de Defensor Sporting debutar en la NBA y marcar 30 tantos en su primer partido; lo de Álvarez es realmente un trabajo virtuoso, tanto más sorprendente si se tiene en cuenta que en realidad no tiene nada en común -más allá de ser también una obra de género- con el corto de ciencia-ficción (Ataque de pánico) que lo hizo conocido. Más allá de lo impresionante que pueda haber sido su economía de efectos especiales y el resultado conseguido, no parecía haber mucho en Ataque de pánico que pudiera hacer considerar a Álvarez un auténtico cineasta y no simplemente un buen técnico de animación digital, pero evidentemente Raimi pudo ver algo más allá a la hora de encomendarle nada menos que la reversión de su primer film, y el uruguayo no sólo cumplió en cuanto a realizar un film de horror competente, sino que también hizo un aporte estético muy personal que ha sido destacado por la crítica internacional. Sin casi recurrir a los efectos visuales digitales con los que había llamado la atención, Álvarez generó un ambiente malsano y claustrofóbico, optando por escenas de extrema oscuridad en las que los horrores son iluminados mediante cuidados claroscuros de los que emergen fragmentos de un espanto aún mayor.
Las diferencias argumentales son escasas pero significativas; en esta ocasión no se trata de un grupo de alegres jóvenes que viajan a divertirse en una remota cabaña en medio de los bosques, sino que el viaje está motivado por la adicción a la heroína de una de las chicas, y la búsqueda de un lugar tan aislado se debe a generar un ámbito tranquilo y controlable para que la joven pase lo peor de sus síndromes de abstinencia. No es un cambio menor (y se puede olfatear la mano de Diablo Cody -que colaboró con el guion- y su carisma rockero detrás), ya permite una segunda lectura al establecer en forma explícita la clásica analogía entre las adicciones y las posesiones demoníacas.
El segundo cambio es un poco más sutil. The Evil Dead se caracterizaba por ser una de las primeras películas que basaba -aunque en forma más que nada nominativa- su mitología sobrenatural en los textos de HP Lovecraft y su universo original de criaturas milenarias e indescriptibles. En esta nueva lectura se eliminan las referencias a Lovecraft y el demonio que es invocado en la cabaña del bosque es el viejo conocido de la tradición judeocristiana, es decir, el diablo tal y como suele ser presentado en todas las películas de posesiones, haciendo más patente la conexión con la magnífica El exorcista (William Friedkin, 1972).
Otra diferencia importante e insalvable entre la trilogía de Raimi y el relanzamiento a cargo de Álvarez es la ausencia (salvo un pequeño cameo testimonial luego de los créditos) del colosal actor Bruce Campbell, protagonista de los tres films anteriores, un personaje tan importante como los veloces travellings utilizando steadycam o los planos angulares que caracterizaban aquellos films de Raimi. Ninguno de los personajes de esta nueva versión es remotamente tan atractivo o central (aunque Lou Taylor Pucci se roba la película desde un papel lateral), pero ninguno pasa vergüenza.
En realidad es injusto comparar ambas películas, ya que los mayores distintivos de Posesión infernal ya estaban presentes en su versión original y esta nueva estaba pautada por la fidelidad a aquéllos. Pero no deja de ser un excelente ejercicio de género de un director que lo conoce y respeta, cuya excelencia técnica permite prever un futuro más que interesante en el que pueda moverse con mayor libertad. Por lo pronto, hay una inquietante escena inaugural, previa a los títulos, en la que se ve a un padre eliminar a su hija, poseída por el porfiado demonio que luego acosará a los protagonistas. La escena se vuelve aun más inquietante por el hecho de estar rodeada de unos personajes grotescos, como salidos de Freaks (1932), de Tod Browing, que no vuelven a aparecer en el film. Este aparente cabo suelto, este espacio de libertad da señales de que posiblemente Álvarez pueda ser capaz de superar el conformismo que suele ser uno de los deméritos del género. En todo caso, ya hay un lugar ganado.