Stanley Kubrick es sin duda una de las figuras centrales del cine del siglo XX; sin embargo -y a pesar de ser un tótem estilístico y técnico para la mayoría de sus colegas-, no cuenta con la unanimidad crítica favorable que suele suponerse. Por ejemplo (en un ejercicio iconoclasta bastante tonto e irrespetuoso hacia sus admiradores), la conocida revista argentina de crítica cinematográfica El Amante Cine publicó, luego de la muerte del director, en 1999, un número especial en el que la mayoría de los críticos de la revista dedicaban largas parrafadas a explicar cómo el director de La naranja mecánica (1971) era en realidad un artista sobrevalorado y superficial. De hecho, a la hora de criticar a Kubrick o relativizar sus méritos (y ante la imposibilidad de despreciarlo en aspectos técnicos), lo que más suele señalarse es que por muy lujosos y deslumbrantes para el ojo que sean sus films, rara vez contienen lecturas más profundas que sus rutilantes superficies, y que en ellos no hay gran cosa de humanidad, salvo una profunda (e innegable) misantropía.

Ésta no parece ser la tesis de seis fans del director -para ser más específicos, de su película El resplandor (1980)- reunidos por Rodney Ascher en Room 237, un documental que se ha convertido en un gran éxito en los festivales en los que se presentó, ganándose además el elogio de la casi totalidad de la crítica. ¿De qué se trata Room 237? Justamente, de un grupo de espectadores que no consideran a Kubrick un cineasta superficial, sino que, al contrario, lo creen un genio hermético capaz de encriptar informaciones de todo tipo en sus obras, incluyendo datos valiosos sobre algunas conocidas teorías conspirativas.

Entre los entrevistados para Room 237 (número del cuarto en el que ocurrían los hechos más siniestros en El resplandor) hay un fan que cree que toda la película es una metáfora sobre el genocidio de los judíos europeos; otro, en cambio, apoya esa teoría pero sosteniendo que el genocidio referenciado es el de los indios norteamericanos. Otra sostiene que toda la película es una meditación psicosexual sobre el mito griego de Teseo en el laberinto del Minotauro. Para otro es una complejísima confesión de un abuso sexual. La más llamativa de estas teorías es la de que Kubrick estaría reconociendo en esta película que fue él quien filmó el simulacro de la llegada del hombre a la luna, una de las teorías conspirativas más populares.

La explicación de estas visiones y supuestos, relatada por sus ideólogos y ejemplificada con imágenes de la película (yuxtapuestas con algunas de otros films de Kubrick, más algunas escenas del Fausto de Murnau y otras guiñadas cinéfilas), se constituye en una suerte de comedia involuntaria cuando se cotejan las “pruebas” que estos exégetas voluntarios encuentran luego de incontables repasos del film, que incluso es visto y exhibido en forma invertida (desde el final hacia el comienzo) y superpuesto con la proyección normal para encontrar coincidencias significativas. El trabajo de examen digno de un cabalista que realizan estos fans es admirable: reconstruyen en planos el trayecto del niño Danny en su triciclo, detienen planos en sus copias de blu-ray para aumentar imágenes de pósters apenas visibles, revisan cada marca de cada producto de la despensa del hotel... Para ellos no hay nada casual o funcional en El resplandor: si un fundido encadenado superpone un plano exterior del hotel donde se desarrollan los acontecimientos con la figura de un barrendero en su interior, eso inevitablemente significa algo ominoso; si un objeto irrelevante del fondo de un plano desaparece en otra escena con el mismo fondo, ese objeto se vuelve importantísimo. Inevitablemente, el asunto cae en el ridículo con frecuencia; por ejemplo, Geoffrey Cocks, un profesor de historia de Michigan que sostiene que toda la película es un relato en clave del Holocausto, afirma muy convencido que la presencia de maletas en las tomas iniciales (no precisamente un objeto muy extraño en una película sobre un hotel) y el hecho de que el personaje de Jack Nicholson escriba en una máquina de escribir alemana son, definitivamente, referencias a los campos de concentración. Es muy difícil no soltar una carcajada cuando Cocks asegura enfáticamente que “si ponés el número 42 (recurrente en un par de escenas de El resplandor) y una máquina de escribir alemana juntos, el resultado es el Holocausto”. Y Cocks es uno de los declarantes mejor fundamentados que prestan su testimonio; otro se dedica -luego de explicar el (real) interés de Kubrick por la fotografía subliminal- a describir, deteniendo la toma fotograma por fotograma, cómo en los créditos iniciales se puede ver el rostro de Kubrick sobreimpreso en las nubes. Pero el resto de los mortales lo que vemos en las nubes no son nada más que nubes.

Sin embargo, el director Rodney Ascher trata con sumo respeto a sus entrevistados; no sólo no rebate ninguna de las tesis, sino que con una elipsis muy deliberada el director deja que las voces obsesivas de los exégetas expliquen sus más o menos delirantes teorías, pero evita poner sus rostros en la pantalla. De esta forma despersonaliza sus discursos y hace imposible para el espectador el prejuzgamiento a partir de simpatías o hipótesis basadas en las caras de estos personajes o su procedencia étnica o sociocultural. Room 237 puede ser alternativamente graciosa o rídicula, pero no se percibe una voluntad del director de ridiculizar sus entrevistas sino más bien, con un gran respeto, abrir la puerta al mar de posibilidades interpretativas de una obra maestra.

Otra vuelta de tuerca

¿Por qué esta obsesión tan pronunciada, de individuos con títulos universitarios y de cultura superior a la media, en diseccionar El resplandor en busca de claves? No es algo gratuito ni que pudiera suceder en un futuro con cualquier otro director: es el propio Kubrick, o su figura pública, lo que motiva estas interpretaciones.

Conocido por su detallismo y su método de trabajo obsesivo y meticuloso, Kubrick se forjó la imagen de que absolutamente nada en sus películas era casual, y que cada elemento presente en uno de sus planos tenía un significado específico. Por un lado, está confirmado que el director estaba particularmente obsesionado tanto con el genocidio judío como con el de los indios norteamericanos, también es cierto que estaba muy interesado en las filmaciones subliminales; por otra parte, El resplandor -ya de por sí una película con varios misterios y cabos sueltos- abunda en elementos cuya selección bien puede ser considerada algún tipo de clave. ¿Por qué la recurrencia del número 42? ¿Por qué algunos cambios aparentemente caprichosos en relación a la novela de Stephen King en la que está basada? ¿Por qué el niño Danny tiene un buzo con el cohete del Apollo 11, justo el de la misión a la luna en cuestión? Claro, siempre hay -mediante la navaja de Occam- una explicación más simple que aquélla a la que arribaron estos espectadores paranoicos; el número 42 puede ser simplemente un subrayado cinéfilo a la película Verano del 42 (Robert Mulligan, 1971), que, además, los personajes están viendo en televisión en una escena; la referencia a la misión más famosa de la NASA puede ser un mero agradecimiento por los lentes ultraespecializados que la agencia estadounidense le prestó para la filmación de Barry Lyndon (1975), etcétera. Todo tiene una explicación más fácil y que en cierta forma redimensiona a Kubrick como un artista genial, pero no como alguien ajeno a la imperfección de lo humano.

El meticuloso escudriñamiento cuadro a cuadro al que estos espectadores obsesivos han sometido a la película revela algunos errores de continuidad, que para sus teorías conspirativas son señales dejadas por Kubrick -a quien consideran un übermensch con capacidades próximas a las de una deidad- para indicar las otras lecturas posibles del film. En realidad, lo que revelan estos pequeños pifies es que ni siquiera el más detallista de los cineastas es infalible y que incluso el director de 2001: Odisea del espacio era capaz de dejar pasar incoherencias visuales.

Si el documental presenta una amplia -aunque extravagante- variedad de lecturas de El resplandor, también propone una amplísima gama de lecturas de sí mismo. Se puede ver Room 237, como decíamos antes, como una comedia involuntaria, pero también se puede tomar alguna de esas teorías en serio y admirar el poder deductivo de quien la realiza. Pero más interesante que cualquiera de estas dos opciones es apreciar Room 237 como una demostración práctica de los límites de la teoría de la recepción de Hans Robert Jauss, o incluso de la “decodificación aberrante” de Umberto Eco. De estar viva, Susan Sontag -la autora del recordado ensayo Contra la interpretación- daría vueltas en el aire de la alegría luego de ver este documental. Porque sin explicitar ningún discurso teórico, todo el documental juega con las distintas formas de relacionarse con una película a la que se ama hasta la obsesión, y con cómo una obra de arte compleja permite ver en ella casi cualquier cosa que se quiera ver. El gran chiste de Room 237 es que ninguno de sus teóricos parece darse cuenta de que efectivamente la película tiene otras lecturas más allá del simple horror sobrenatural que pretende inspirar, pero que son mucho más evidentes: El resplandor es, ante todo, una película sobre la disolución de la familia a causa de la frustración laboral y la violencia que ésta engendra, algo que es evidente sin que haga falta verla más de una vez.

Pero ahí entra otro placer de Room 237: al obligarnos a ver en sumo detalle, para supuestamente comprobar una teoría, escenas a menudo intrascendentes de El resplandor, nos obliga a detenernos en la belleza cromática de un cuadro, en la correspondencia del diseño de una moquette y un laberinto visto desde el cielo, en el poder de una toma aérea. Al invitarnos a compartir miradas extravagantes sobre un gran film, nos invita también a volver a ver ese gran film. Es decir, hay mucho para extraer y disfrutar de El resplandor. Al mostrarnos cómo hacerlo, Room 237 también se convierte en una puerta hacia el abanico de posibilidades que presenta una relación profunda con algo que realmente valga la pena.