-Otra entrevista...
-Las entrevistas pasan a ser un ritual que se reproduce: preguntas y respuestas absolutamente reiteradas. A veces me ha pasado, frente a la inevitabilidad razonable de escuchar muchas veces las mismas preguntas, aunque el periodista no lo sepa, que yo sé que he contestado esa pregunta 1.000 veces y busco formas diferentes por mí mismo, no al punto de mentir, pero sí de que haya algo distinto.
-Algo que se repite son las preguntas sobre Racing.
-Sí, sí; es una de esas pasiones... Entre las muchas banderas que tiene la hinchada de Racing, una de ellas tiene el texto “Racing una pasión inexplicable”. Yo no sé si es inexplicable, pero sí tengo claras las razones por las que en el contexto argentino yo fui hincha de Racing, y no de los clubes más populares como Boca y River. Mi punto de partida, antes de saber de quién sería hincha, fue “ni de Boca ni de River”.
-Tal vez por ser de una colonia agrícola de Entre Ríos.
-También, claro. Las cosas terminan retrayéndose al origen.
-¿Cómo es su vínculo con Uruguay? Su primera película, La tregua, de 1974, se convirtió en la primera nominación al Óscar de una película en español.
-Me da un poco de vergüenza hablar de mi vinculación con este país porque suena a intento de seducción o halago, pero es absolutamente sincera y profundísima. Vengo de una casa donde el valor máximo era el conocimiento, por lo que los países productores de arte y de cultura, quizá más que de ciencia, son los que siempre me atrajeron. Uruguay ha producido notable, en la cantidad de personalidades que producían en el arte y en el pensamiento, sobre todo teniendo en cuenta su tamaño y población. Para mí la palabra Uruguay está asociada a fútbol y cultura. Y fuera de lo primero, Torres García -más que Figari- me gusta mucho, después Onetti, que a mi juicio es el escritor uruguayo más importante y uno de los más grandes de la época que le tocó vivir. Luego llego a Benedetti, al que le debo de alguna manera cambiar mi vida, porque si bien era un actor y director de teatro exitoso cuando hice La tregua, lo que produjo esta película en la sociedad argentina fue algo que me cambió la vida y la relación con la sociedad. Era una película con muy pocas posibilidades comerciales y con un elenco -si bien mucha gente lo respetaba- que no era considerado estelar, a tal punto que las cadenas distribuidoras de cine más importantes no la quisieron. Y la verdad que cuando se produjo la nominación para el Oscar a la primera película hablada en español -y no a una película argentina, como se dice-, me cambió la vida. Y ésta es una deuda que tengo con Benedetti, con quien no tuve una muy buena relación al comienzo, pero al que le debo un agradecimiento eterno. Incluso después filmé una película basada en Gracias por el fuego, que sí era una novela cuya lectura me había impactado mucho en la adolescencia. Lo que sucede con los libros y las películas es cuánto tenemos que ver con eso que se está contando. Yo creo que ésa es la clave. Eso funciona en distintos planos y no necesariamente desde lo anecdótico. No implica que sea una transcripción en la pantalla de una historia personal, sino de los conflictos y las esencias que definen la condición humana cuando están bien contados; eso es lo que te mueve el piso. Pero en el caso de Gracias por el fuego había una relación, una demanda paterna a hacer algo, a ser importante, que yo la tuve siempre aunque sin los matices de crueldad que tiene el padre de la novela. Ahora prácticamente no leo la crítica, pero cuando empecé a dirigir y a actuar me importaba muchísimo más que ahora. Y la crítica y la aprobación que más me importaba y deseaba era la de un crítico uruguayo, Homero Alsina Thevenet. Incluso cuando filmé quería que le gustara a él. Su aprobación fue mi mayor satisfacción crítica. Había dos figuras paradigmáticas de la crítica; uno era Homero Alsina Thevenet y otro era [Emir] Rodríguez Monegal, yo los admiraba muchísimo. Y después también alguna novia uruguaya, todo esto hablando del Uruguay en mi vida...
-Estamos hablando de una estética que marcó mucho a Uruguay.
-También te puedo agregar nombres de otra índole, William Martínez, Matías González, [Schubert] Gambetta [tres defensas del mundial del 50] y Obdulio Varela. Eso no lo esperabas...
-La verdad que no...
-Yo era un chico que tocaba el violín y no tenía nada que ver con el fútbol. Mi manera de rebelarme era aprenderme la formación de todos los equipos...
-Cambiando -bastante- de tema, ¿cómo recibió la propuesta del Solís?
-Con mucho placer. Con todos los datos que te he dado, es un país que quiero muchísimo. Incluso desde hace 20 años tengo una casa en Punta del Este, que me gusta más que la de Buenos Aires en la que vivo. Mi plan es pasar cada vez más tiempo ahí. Trato de estar todo lo posible, y como proyecto a futuro tengo el deseo de vivir seis meses en el año.
-Son muy recordadas sus puestas de Las criadas, de Genet (1970), Drácula, de Bram Stoker (1980), Madame Butterfly, de Puccini, Ha llegado un inspector, de Priestley (1998), Un enemigo del pueblo, de Ibsen (2007), y tantas más. Ahora está con Incendios y la herencia de una guerra, un fenómeno para nada ajeno al Río de la Plata.
-Sí, ahora estoy con Incendios. Una de sus singularidades -porque creo que tiene varias- es la combinación de realismo y naturalismo, sólo referido a la índole de algunas escenas en una estructura que incluye, como es importante, un enigma a resolver, y un desenlace, te diría, casi de género policial. Lo primero que sugiere la lectura es la relación con la tragedia griega. Ahí el personaje protagónico tiene una capacidad de amor de una dimensión sobrehumana, que lo convierte, a mi juicio, en un personaje de la tragedia griega. No por el lado de la desmesura sentimental, emotiva, sino por el lado de la profundidad del sentimiento amoroso que no tiene límite, que a pesar de vivir las pruebas más terribles que una mujer pueda llegar a vivir, lo preserva, lo mantiene. Es algo que a mí me impacta mucho, como también me impacta mucho el personaje del torturador, cuya dimensión tampoco es la de un mero torturador humano, es otro nivel, es el mal casi metafísico. Para un director la historia es, por un lado, tremendamente incentivante y por otro, tremendamente difícil. Lo que sucede es que mi relación con el cine y con la ópera me viene bien para esto porque hay un aspecto condicionante, que es la enorme cantidad de escenas que ocurren, que en principio impiden la posibilidad de escenografías convencionales; algunos de los caminos que se ha seguido fue el del ascetismo absoluto, y a mí no me termina de convencer. En esta puesta combino cine, proyecciones, he hecho componer una música especialmente, es una producción compleja, dificilísima, no solamente desde lo que llamamos creativo, sino desde lo organizativo (cómo cuento esto, cómo paso de esta escena a otra, de qué manera, etcétera). Me ha costado mucho pero se está pareciendo.
-De la tetralogía de Mouawad se dice que Incendios es la más trágica, ¿está de acuerdo?
-A mí me encantó, hay gente a la que le resulta insoportable. Más allá de los arreglos y la versión y todo eso, me parece un material enormemente excitante. A veces digo algo, y trato de aclarar que no tienen ningún mensaje autoelogioso tangencial, es totalmente objetivo, y es que yo nunca vi un espectáculo como el que estoy preparando, obviamente no quiero decir algo “tan bueno”, puede ser “tan espantoso”. Me refiero a la estética.
-En octubre dirigirá la Comedia Nacional, ¿cómo ve al público uruguayo?
-No lo sé demasiado, yo hice Mi pequeño mentiroso hace cinco años, y no me pareció distinto. He visto muchos espectáculos de teatro y de ópera en el Solís. El de teatro no me parece diferente al argentino, en cambio el de ópera me parece más bondadoso.