El 26 de mayo murió en su casa de Oakland Hills (California) el escritor estadounidense Jack Vance. La noticia no llamó demasiado la atención entre sus fans porque Vance contaba ya con 96 años, pero tampoco fue una gran noticia mundial, porque se trataba de un escritor considerado menor por la crítica, ya que había dedicado su carrera exclusivamente a la escritura de género -principalmente la ciencia-ficción, pero también la fantasía pura y las novelas de misterio a lo Ellery Queen (de hecho publicó tres novelas bajo este seudónimo colectivo)-, y nunca había considerado siquiera trascender cierto prestigio de segunda categoría. Incluso dentro del particular ámbito de su género literario, era más apreciado que respetado, y a pesar de su extensa bibliografía de más de 60 libros, sólo ganó tres premios Hugo y un Nébula (los principales galardones de la ciencia-ficción), mientras que autores de su generación, como Isaac Asimov y Robert A Heinlein, acumularon cerca de una decena de dichos premios. Vance era visto en la ciencia-ficción como alguien que hace todo bien y es muy entretenido, pero que no va más allá de eso. Para los heraldos de la verosimilitud estricta en la ciencia-ficción, o los defensores de la ciencia-ficción “dura”, corriente que predominó en el género hasta principios de los 70, Vance era un tipo imaginativo pero poco riguroso, que lanzaba sus naves al espacio sin preocuparse en armar una explicación seudocientífica que hiciera creíbles los viajes a velocidades supralumínicas, y por esto era clasificado esencialmente como un escritor de space opera, un subgénero más aventurero, al que suele subestimarse como adolescente y primario, y en el que suele incluirse a escritores hoy en día algo olvidados, como Jack Williamson y EE Doc Smith. A Vance no pareció molestarle ese etiquetado paternalista, e incluso terminó escribiendo una novela llamada, justamente, Space Opera (1965), en la que, tomando literalmente el calificativo, describía las andanzas de una compañía de ópera por el espacio.

Pero en los últimos años, algunos críticos y colegas más jóvenes y prestigiosos habían conseguido implantar la discusión de que tal vez Vance fuera algo más que un narrador divertido, y que en realidad se tratara de uno de los secretos mejor guardados de la literatura estadounidense.

En 2009 el escritor y profesor académico Carlo Rotella publicó una extensa nota sobre Vance en The New York Times, titulada “El artista de género”, en la que lo reivindicaba como “una de las voces más distintivas y subvaloradas de la literatura estadounidense”. En la nota, entrevistaba al huraño autor y recababa opiniones de algunos escritores actuales que lograron traspasar el gueto de la ciencia-ficción, cuyas voces eran unánimes al coincidir en que Vance era mucho mejor escritor de lo que se le solía conceder.

El genial Michael Chabon, autor de Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, le confesaba con amargura a Rotella que “Jack Vance es el caso más doloroso entre todos los escritores que amo y que siento que no reciben el crédito que se merecen. Si El último castillo u Hombres y dragones tuvieran estampados el nombre de Italo Calvino, o simplemente un nombre extranjero, serían recibidos como una profunda meditación, pero como él es Jack Vance y publicó en ‘Asombrosos cualquiera’, existe esta barrera infranqueable”. En el mismo artículo, el no menos brillante Dan Simmons, conocido sobre todo por la saga de Hyperion, comparaba a Vance no con Isaac Asimov o Arthur C Clarke, sino con Henry James y Marcel Proust, llegando a afirmar que “de haber nacido al sur de la frontera habría sido candidato a un Premio Nobel”.

George RR Martin, posiblemente el escritor de fantasía más popular de la actualidad, declaró al enterarse de su fallecimiento que “durante los pasados 50 años ha estado siempre entre mis escritores favoritos. Cada vez que salía un libro de Jack Vance, yo dejaba de hacer lo que estuviera haciendo y lo leía. A veces no tenía esa intención, pero una vez que abrías la tapa de un libro de Vance, estabas perdido”. Incluso la maravillosa Ursula K LeGuin le había enviado cartas de admiración, que Vance guardaba con orgullo.

De ser un narrador de aventuras espaciales adolescentes que escribía para revistas baratas (pulp fiction) a ser comparado con Italo Calvino hay un gran trecho, sobre todo para alguien que no varió esencialmente su estilo.

Factótum

John Holbrook Vance (más tarde “Jack Vance”) había crecido en un hogar acaudalado de California, donde, gracias a la biblioteca de su abuelo, desarrolló una gran voracidad lectora. Pero su familia se empobreció drásticamente luego del crack financiero de 1929, lo que lo llevó a abandonar sus estudios y comenzar a trabajar siendo aún adolescente. Más tarde consiguió ingresar a la Universidad de Berkeley, donde cursó estudios en carreras tan diversas como minería, física y literatura. En una de las clases de esta última carrera, escribió un relato de ciencia-ficción, lo que causó la burla de su profesor, que igualmente orientó al arisco Vance hacia el género. Sin embargo, sus primeros textos publicados fueron reseñas de jazz; Vance era un melómano fanático del jazz dixieland, así como un competente intérprete de banjo, armónica, ukelele y kazoo, un conocimiento que emanaría en muchos de sus relatos y que sin dudas está relacionado con su exquisito oído para el sonido de las palabras. A mediados de los 40 comenzó a publicar sus relatos en las menospreciadas revistas de género, con lo que consiguió una entrada monetaria extra a sus numerosos trabajos. En el ambiente de las revistas se hizo amigo de colegas de la ficción especulativa (término políticamente correcto, y en cierta forma más amplio, con el que ahora se quiere denominar a la ciencia-ficción), como Frank Herbert (Dune) -con quien compartirían la costumbre de encabezar los capítulos de sus libros con citas de libros futuros e inexistentes- y Poul Anderson (Tau Zero), Vance estaba bastante distante del mundo literario, incluso del de su género, y aunque comenzó tempranamente a publicar algunas de sus sagas más notorias, demoró casi 20 años en hacerse un lugar en este ámbito subestimado pero competitivo. Pero una vez que empezó, fue imposible ignorarlo, y a su vejez -cuando ya estaba ciego pero seguía escribiendo- era uno de los autores del género más traducidos en el mundo entero, incluyendo al español, idioma al que se han traducido casi todas sus obras principales en ediciones de Bruguera, Martínez Roca y Ultramar (estas últimas traducidas espléndidamente por Domingo Santos).

Cugel, el último de los astutos

Mientras deambulaba por el mundo al servicio de la Marina estadounidense, en la década de los 40, Vance comenzó a escribir una serie de historias fantásticas a las que sólo marginalmente se les puede considerar de ciencia-ficción. Eran más bien relatos mágicos situados en una Tierra futura, dentro de cientos de miles de años, en la que un Sol agotado parpadea a punto de apagarse y la ciencia ha sido sustituida por toda clase de magia. Un planeta habitado tanto por criaturas mitológicas como por humanos que, convencidos de que el fin se encuentra cerca, se mueven motivados por sus deseos más inmediatos, formando civilizaciones decadentes en las que los personajes se expresan en un inglés arcaico y rebuscado, mediante el que la elegancia refinada de los tratos verbales suele esconder apenas los más terribles insultos y amenazas.

La tierra moribunda (1950) era una colección de historias situadas en este mundo, y si bien tuvo cierto éxito, se trata de relatos bastante primarios en relación al refinamiento que alcanzaría el escritor más tarde. Pero ante todo, presentaba una de las características más destacadas de la escritura de Vance: un sentido del humor algo misántropo y elegante, más propio de los relatos del británico Saki que de sus coetáneos de las revistas de género. Un buen ejemplo de este estilo se encuentra ya en el primer relato; cuando el aventurero Guyal se aproxima a un adivino y le pregunta el precio de sus augurios, éste le contesta: “Por treinta terces expreso la respuesta en un lenguaje claro y conciso; por diez, utilizo un lenguaje sesgado, que ocasionalmente admite la ambigüedad; por cinco, narro una parábola que podrás interpretar como desees; y por un terce, balbuceo en una lengua desconocida”.

Vance demoró más de 15 años en publicar un nuevo volumen de historias situadas en esta Tierra terminal, pero Los ojos del sobremundo (1966) daba un salto adelante al presentar al más memorable de sus personajes: Cugel el Astuto. Descrito siempre como un personaje de nariz inquisitiva y ojos punzantes, Cugel es un pícaro, un pillo que podría haber emanado de las páginas del Lazarillo de Tormes o de Huckleberry Finn, con un cierto toque cortesano y victoriano a lo Oscar Wilde en los diálogos, sumamente ornamentados y llenos de términos arcaicos o rebuscados. Cugel es un bribón; un mentiroso, cobarde, charlatán y deshonesto buscavidas, que se enorgullece de la cualidad que le ha merecido su apodo (“No por nada me llaman Cugel el Astuto”, suele decir a la menor oportunidad), cualidad que si bien es evidente en sus aventuras, más de una vez es sobreestimada por su poseedor, que suele meterse en más problemas de lo normal justamente por confiar demasiado en ella. El libro, que en realidad era un fix-up (un encadenamiento en forma de novela) de varias historias cortas ya publicadas, seguía las peripecias de Cugel luego de que un hechicero malicioso -Iucounu, “el mago risueño”- lo obliga a cruzar medio mundo para hurtar unas valiosas joyas mágicas. En su trayectoria, Cugel despierta monstruos dormidos, destruye civilizaciones y escapa de mil peligros inconcebibles, movido sólo por su codicia, su añoranza del hogar y su deseo de vengarse de aquel mago tan divertido que lo había metido en ese brete. Una buena muestra de la personalidad de Cugel es su declaración al ser acusado de una de sus tropelías: “Yo declaro categóricamente en primer lugar mi absoluta inocencia, segundo mi falta de intención criminal, y tercero mis efusivas disculpas”.

Pasarían casi 20 años más para que Vance volviera a visitar este mundo y este personaje, pero su regreso, la novela La saga de Cugel (1983), es la mejor de toda la serie, y posiblemente su obra cumbre. Menos abigarrada de hechos que su predecesora (Los ojos del sobremundo contiene, en menos de 250 páginas, personajes, criaturas y reinos como para llenar una bibliografía fantástica íntegra), La saga de Cugel es el apogeo de la escritura “picaresca” de Vance y tal vez el ápice de su carrera como novelista; una vez más, Cugel tiene que atravesar medio mundo para vengarse del infame Iucounu, pero las aventuras del bribón en este libro son un poco más terrenas, mejor elaboradas y por momentos realmente descacharrantes.

Apenas un año después, Vance regresó a este universo para presentar una serie de historias sobre otro antihéroe, con características muy distintas. Rhialto el prodigioso (1984) giraba alrededor del mago que le daba nombre, un hechicero poderosísimo y, a diferencia de Cugel, una figura ética, pero al mismo tiempo arrogante, vanidoso, misántropo y manipulador. El personaje es casi tan fascinante como el pícaro de las novelas anteriores, y la escritura es igual de entretenida e imaginativa, aunque algunas exageraciones (excesivas hasta para un exagerado profesional como Vance) lo vuelven un libro apenas inferior a los anteriores.

No es casualidad que éstas sean las obras favoritas de algunos de sus admiradores, como Neil Gaiman o Martin. Según el autor de Juego de tronos, “la Tierra Moribunda de Vance está al nivel de la Era Hiboria de Howard y de la Tierra Media de Tolkien como uno de los mayores escenarios fantásticos de todos los tiempos, y Cugel el Astuto es el mayor bribón del género, un personaje tan memorable como Conan o Frodo (a quienes Cugel probablemente les birlaría hasta su ropa interior, si se hubieran encontrado alguna vez)”. La admiración de Martin lo llevaría a organizar, junto al escritor Gardner Dozois, un libro homenaje -Songs of the Dying Earth 
(2009)- para el que varios de los principales escritores de fantasía de la actualidad (incluyendo nombres como Robert Silverberg, Simmons, Lucius Shepard, Jeff VanderMeer y el propio Martin) confeccionaron relatos originales situados en este planeta de los últimos días, imitando con mayor o menor fortuna los característicos diálogos de Vance.

El sociólogo imposible

Si bien los géneros en los que más se destacó fueron los de la ciencia-ficción y la fantasía especulativa, su condición de escritor comercial todoterreno lo llevó a incursionar también en los relatos de misterio, que solía vender a los mismos editores que le publicaban las otras narraciones. Estos relatos son entretenidos, pero Vance brilla más cuando entrelaza sus misterios policiales con civilizaciones alienígenas, cuyos usos y costumbres hacen mucho más complicada la tarea del investigador. Un buen ejemplo de esto es la serie de cinco libros Los príncipes demonio (1964-1981), en la cual el joven Kirth Gersen debe vengarse de los “príncipes demonio” que dieron muerte a su familia, pero sin saber a qué raza pertenecen ni cuál es su verdadero aspecto, estructurándose las novelas en las artimañas de Gersen para hacer que los príncipes se revelen a sí mismos. En “La polilla lunar” (1961), tal vez su cuento más extraordinario, se imagina a un cónsul terráqueo que es enviado al planeta Sirene, en el que existe una sociedad que considera la exhibición del rostro desnudo una indecencia y un factor de desequilibrio social, por lo que cada habitante utiliza todo el tiempo una máscara que indica no sólo su jerarquía y posición social, sino también su personalidad y temperamento. El relato gira alrededor de un crimen que se comete en el planeta y las dificultades del cónsul para solucionarlo (y no ofender a los muy susceptibles nativos) en un entorno en el que todo el mundo está enmascarado; más allá del misterio en sí, “La polilla lunar” introduce una de sus pasiones: describir sociedades extraterrestres hipotéticas con la naturalidad con la que un antropólogo describe las costumbres de indígenas exóticos, y siempre teniendo en cuenta las variables que puede producir la presencia de un extranjero.

Otro ejemplo es la serie El planeta de la aventura, en la que el explorador Adam Reith tiene que enfrentarse con un planeta habitado por cuatro razas alienígenas, los Chasch, los Pnume, los Dirdir y los Wannek (originalmente los “Wankh”, que cambiaron su nombre en ediciones tardías, al descubrir Vance, al fin y al cabo un estadounidense, que en la jerga callejera de los ingleses, el término wank es una forma más bien grosera de referirse a la masturbación). Las cuatro razas tienen costumbres radicalmente distintas en relación a sus características biológicas, pero lo que más le divierte a Vance es describir cómo esas características afectan a los sirvientes humanos de cada una, que estructuran sus sociedades en relación a éstas.

En muchas de sus mejores historias, Vance ni siquiera se molesta en describir las peculariaridades de una de estas sociedadas imaginarias, sino que simplemente se limita a zambullir al lector en ellas para que él mismo haga su trabajo de investigación respecto de su funcionamiento. Lo cual, si no fuera por la cristalinidad de la prosa del autor y lo meticuloso de sus estructuras, sería un auténtico laberinto: las sociedades de Vance parecen haberse generado de la nada, sin modelos históricos con los que uno las relacione.

Un laburante

Aunque se lo recuerda como alguien orgulloso de su escritura y ocasionalmente mordaz con respecto a sus colegas de género, Vance no tenía pretensiones artísticas en relación a su obra, y solía decir que simplemente escribía “por dinero”. En la obra de Vance puede notarse casi una resistencia voluntaria a cualquier tipo de trascendencia; no es raro que sus personajes se embarquen en diatribas filosóficas de corte más bien profundo y reflexiones para nada superficiales, pero éstas parecen siempre supeditadas a tramas en las que lo esencial es la solución de algún misterio eventual. Es imposible encontrar en sus libros parábolas humanistas a lo Ray Bradbury o los subtextos políticos y religiosos de Ursula K LeGuin (por no hablar siquiera de escritores como J G Ballard o Kurt Vonnegut Jr, quienes casi desde el principio desbordaron las fronteras genéricas hacia una clase de literatura más “elevada”). Tampoco se puede hablar de elaboradas construcciones psicológicas; incluso sus personajes más notables, como Cugel o Kirth Gersen, no son más que figuras unidimensionales, más allá de su atractivo. El ya mencionado artículo de Rotella lo presenta como un escritor apenas preocupado por la efectividad formal de una frase o lo adecuado de una palabra, sin jamás discurrir acerca de cometidos expresivos más relevantes o intencionalidades más ambiciosas de sus textos.

Como decíamos antes, Vance veía a su escritura como una profesión, una más de las numerosas que había practicado durante su extensa vida, y a sí mismo como un trabajador obsesionado por realizar bien su tarea, pero sin darle mayor importancia existencial que la de pagar las cuentas. Esto puede notarse en su último libro, This is Me, Jack Vance! (2009), que, tal como lo indica el título, es una autobiografía con la que decidió dar por conclusa su obra literaria, que le mereció el tercero de sus escasos premios Hugo (en la categoría “libro relacionado”). Este libro es fascinante sobre todo por el poco espacio e importancia que le dedica a su carrera como escritor, expuesta apenas como el trabajo que le resultó más redituable, y revelando algunos datos que pueden escandalizar a sus fans, como que El último castillo, una de sus narraciones más veneradas, fuera escrita de apuro exclusivamente para cumplir con un compromiso editorial (aunque reconoce que terminó siendo “una historia bastante buena”). Pero el libro también ofrece la clave de esta modestia, así como de su escepticismo y su desconfianza casi misántropa en los valores de la alta cultura. Jack Vance era un hijo de la depresión económica producida por la crisis de 1929, y había crecido en un ámbito en el que cada persona valía lo que podía llevar a su casa. Había sido marinero, ceramista, tasador y mecánico, y recién en los 70 -cuando ya había pasado los 60 años de edad- pudo vivir, sin mayores lujos, de su escritura; ¿por qué iba a distinguir más a una de sus tantas profesiones, particularmente a una que le demostró poco respeto en vida?

Si algún comentario social puede extraerse de su prosa, es un permanente desdén hacia la pomposidad, al concepto de autoimportancia artística y hacia las clases sociales que viven envueltas en las nubes bizantinas de los problemas de quienes nunca tuvieron al hambre o la inseguridad laboral como problema. Seguramente Vance se reiría al escuchar una interpretación marxista de El último castillo, pero es imposible no hacer una lectura de este tipo al leer sobre esos castillos poblados por aristócratas indolentes que van siendo tomados uno a uno por la raza insectoide a la que han importado como esclavos (llamados, muy significativamente, “los Meks”).

Pero no son estas escasas observaciones sociopolíticas las que tal vez le merezcan a Vance el lugar de uno de los mayores escritores fantásticos del siglo XX, sino el deslumbramiento exótico de su prosa, que funciona simultáneamente como una fascinación por la otredad y lo distinto, pero que es también hogareña, ansiosa del retorno al hogar y lo conocido, una constante en sus novelas que le permite bajar las defensas de su mordacidad (un poco) y escribir fragmentos tan hermosos como esta falsa cita que encabeza uno de los capítulos de Los príncipes demonio y que describe lo que sería la sensación de un hombre nacido en el espacio al llegar a nuestro planeta madre: “Erdenfreude. sust. f. Misteriosa e íntima emoción que dilata los vasos sanguíneos, electriza los nervios subcutáneos y provoca vahídos de temor, es uno de los típicos síntomas que afectan a los hombres del espacio cuando se aproximan a la Tierra. Sólo son inmunes los insensibles o los indiferentes. Se han producido casos de palpitaciones casi fatales. El origen de la Erdenfreude está al día de hoy en medio de un enconado y polémico debate. Los neurólogos describen el cuadro como un ajuste anticipado del organismo a la absoluta normalidad del conjunto sensitivo: reconocimiento de los colores, percepción sónica, fuerza de coriolis y equilibrio gravitacional. Para los psicólogos, por el contrario, la Erdenfreude es el flujo de un millar de memorias raciales que pugnan por hacerse conscientes. Los geneticistas hablan del ARN; los metafísicos se refieren al alma; los parapsicólogos plantean la poco plausible observación de que las casas encantadas sólo existen en la Vieja Tierra”.

Según su hijo, Jack Vance murió de “complicaciones de su avanzada edad”, es decir, que se murió de viejo. Definió a su padre como a blue-collar boy, lo que se podría traducir libremente como “un chico laburante”. Fiel a ese concepto, Vance no solía asistir a las convenciones de ciencia-ficción a las que los escritores suelen ir para ser halagados. En una de sus escasas presencias en este tipo de eventos, Vance subió a un estrado con un ukelele, advirtiendo que sólo contestaría una pregunta. Lo interrogaron acerca de cuánto había de su vida personal en sus novelas, a lo que contestó enfáticamente: “No soy un egotista”. Luego, procedió a tocar su ukelele.

Tal vez lo más parecido a una declaración de principios literarios sea un parlamento que puso en los labios de Lord Pirmence, uno de los personajes de la Trilogía de Lyonesse: “He trascendido esa fase en mi crecimiento intelectual donde descubría el humor en la simple extravagancia. Lo que existe es real; en consecuencia es trágico, ya que todo lo que vive debe morir. Sólo la fantasía, los vapores que se elevan del puro sinsentido, puede ahora provocar mi risa”.