Élfico, atractivo, elegante y definitivamente cool, Assange es la primera superestrella emergente del mundo disidente de los hackers y el primero que ha tenido una incidencia real en la política internacional. Su difusión a lo largo de 2009 y 2010 de una enorme cantidad de documentos clasificados de la diplomacia estadounidense mediante el sitio WikiLeaks lo convirtió en una de las figuras más elogiadas (y simultáneamente detestadas) de lo que va del presente siglo, y planteó toda una serie de nuevas relaciones sobre el acceso a la información en la era de la informática. El resultado casi inmediato fue la encarcelación del soldado Bradley Manning -que suministró el grueso de los documentos filtrados por WikiLeaks- y la reclusión en carácter de asilado político de Assange en la Embajada de Ecuador en Londres.

Aunque el caso todavía dista de haber llegado a su fin, Alex Gibney decidió que era un buen material para dedicarle un documental que, aparentemente, comenzó a ser realizado con una óptica muy positiva hacia lo hecho por Assange y los suyos. Pero Assange, que hasta hace poco tiempo no tenía problemas en ser entrevistado incluso por la ultraderechista cadena Fox, se negó a colaborar con Gibney y a ser entrevistado por él. Según el director, le exigió una cuantiosa suma monetaria (un millón de dólares) para cubrir sus gastos judiciales, a lo que Gibney se negó -algo que los portavoces de WikiLeaks no han desmentido-, hecho que puede haber influido en cierta animosidad hacia el hacker australiano perceptible en el documental.

En una entrevista concedida a la revista Salon, previa al estreno de la película, Gibney sostenía que Assange había terminado convirtiéndose en lo que supuestamente combatía y que sufría de lo que llamaba “corrupción de la causa noble”, que afectaría a los que, al estar al servicio de una causa justa, se consideran más allá del bien y del mal. Por su parte, los voceros de WikiLeaks, el colectivo Anonymous y otras figuras de la izquierda mediática arremetieron contra Gibney, afirmando que el director -caracterizado por una obra muy crítica y combativa en relación al capitalismo occidental (ver nota contigua)- se había vendido a la administración Obama, sumando su talento y prestigio a una campaña de difamación a Assange y WikiLeaks. ¿Qué había de verdad y mentira en este cruce de acusaciones que recuerda antiguas luchas intestinas de la izquierda mundial? Es bastante difícil de saberlo, pero hay una interesante serie de elementos, a favor y en contra de cada postura, para evaluar el caso.

Ataque

Apenas estrenado el documental, Chris Hedge, corresponsal de guerra y autor de varios libros sobre la Guerra del Terror (además de ser una de las principales voces de la izquierda estadounidense) abandonó momentáneamente el periodismo político para escribir una reseña cinematográfica de We Steal Secrets en la página Common Dreams. En ésta acusó a Gibney de ser sumiso al gobierno de Barack Obama y calificó a la película como pieza de propaganda estatal. En su iracunda lectura del documental, Hedge hacía algunas preguntas válidas, como por qué Gibney dedicaba una buena parte del rodaje a estudiar la vida sexual de Bradley Manning -abiertamente homosexual-, y amplificaba las denuncias de violación surgidas en Suecia contra Assange por parte de dos mujeres, que originaron el pedido de extradición, ante el que el australiano optó por refugiarse en la Embajada de Ecuador, argumentando que éstas eran sólo una excusa para extraditarlo posteriormente a Estados Unidos. En realidad el espacio dedicado en el documental a esto, como reconocía también el crítico Andrew O’Hewir -quién mantiene una óptica afin a la de Gibney-, parece algo excesivo y, sobre todo, parece divergir el punto central del problema, que es el evidente hostigamiento que WikiLeaks y sus responsables sufrieron luego de las filtraciones de 2010, que incluye no sólo la amenaza de deportación sino también el congelamiento de las cuentas de colaboración con el sitio y otras medidas de dudosa legalidad.

El cine de Gibney se ha caracterizado justamente por esquivar los detalles individuales a los que suele aferrarse la prensa, e intentar ofrecer visiones más globales de los problemas; en parte, este documental parece hacer lo contrario. Hedge le recriminó también hacer un juicio moral de Assnge muy estricto, algo que no había hecho en relación a otros retratados anteriores, como Eliot Spitzer, cuando en realidad el australiano no ha sido declarado culpable de ningún delito y las acusaciones que pesan sobre él son bastante dudosas. También señaló que el documental, distribuido por una multinacional como Universal, había tenido una distribución mucho mayor que cualquier otra de sus obras, y que presenta bajo una luz comprensiva al hacker Adrian Lamo, que delató a Manning y se convirtió en el Judas de los insubordinados informáticos.

Desde un punto de vista algo conspirativo, las acusaciones tienen una cierta verosimiltud; ¿quién mejor que alguien identificado con el progresismo y la oposición al siniestro gobierno de George W Bush como Gibney para desprestigiar a Assange? Muchos adhirieron a esta visión y llamaron a boicotear el documental, lo que se hizo de varias formas e incluso redundó en una votación masiva negativa en el sitio IMDB -el banco de datos cinematográficos más consultado de la web- con el fin de bajar la calificación hecha por sus usuarios de la película, que apenas cuenta con 4,1% de aprobación, aunque las críticas han sido casi unánimemente positivas. Pero, ¿es We Steal Secrets una obra que prueba que el feroz director de Taxi to the Dark Side se pasó al lado oscuro? No es algo tan fácil de determinar viendo el documental.

Contraataque

Aunque las reacciones contrarias parecen hablar de un libelo de acusación pura y dura contra Assange, no es ésa la impresión que da el documental. Por el contrario, éste se plantea durante buena parte de su rodaje como un registro admirado de la difusión que WikiLeaks ha hecho de materiales como la filmación de una siniestra ejecución de un grupo de civiles iraquíes desde un helicóptero estadounidense. Tampoco se condena la filtración masiva de los documentos reunidos por Bradley Manning, ni tampoco se hace eco de la acusación de que Assange y los suyos habrían sido responsables de que el soldado -que el documental presenta en cierta forma como un héroe- haya sido detenido. Más bien elabora una serie de preguntas en relación a la autosuficiencia y la pretensión de pureza infalible que parece emanar de las acciones y declaraciones de WikiLeaks. Da la impresión, por momentos, de que el principal problema es la personalidad de Assange; si bien es imposible negarle al australiano una genuina intención de revelar las zonas oscuras de la diplomacia internacional, o no reconocerle una respetable cuota de valentía personal -posiblemente menor que la de los revolucionarios del siglo XX, pero sin dudas considerable-, es evidente que es una figura propensa a la arrogancia y el personalismo. Los testimonios más hostiles no provienen tanto de sus adversarios políticos sino de individuos que ocuparon lugares clave en la estructura de WikiLeaks, como el alemán Daniel Domscheit-Berg -número dos de la organización por mucho tiempo- que fueron purgados o se alejaron en situaciones, como mínimo, dudosas.

Por otra parte, parece haber una gran ignorancia de los críticos respecto del lenguaje propio de un documental y las vertientes expresivas que puede utilizar un cineasta como Gibney. Es fascinante (si se tiene mucho tiempo y paciencia) revisar un texto, posiblemente escrito por Assange, que WikiLeaks publicó, en el que se dedican a analizar escena por escena todas las falsedades que supuestamente contiene el documental. Esta extensa y agotadora pero instructiva defensa “punto por punto” de la figura de Assange ante las calumnias de Gibney demuestra, además de la obsesividad puntillosa que suele caracterizar a algunos comunicadores relacionados con la informática, que sólo pueden ver al diablo en los detalles, una alarmante falta de comprensión cinematográfica.

Dejando de lado la incapacidad de reconocimiento de algunos logros formales (We Steal Secrets es una auténtica maravilla del montaje) hay interpretaciones que sorprenden por lo literales. Para dar una idea de lo tosco del análisis, basta señalar que comienza quejándose amargamente del título (“Robamos secretos: la historia de WikiLeaks”) argumentando que confunde al público y le hace creer que se trata de una afirmación arrogante de los responsables de WikiLeaks, cuando la frase en cuestión es dicha en el documental por el ex director de la CIA Michael Hayden. Evidentemente, el título de Gibney busca confundir al público, pero hay que ser alguien más bien negado para no darse cuenta de que esa elección claramente es una defensa de WikiLeaks o, por lo menos, un ataque a la hipocresía de la CIA. Mientras que Assange y los suyos han sido etiquetados por algunos medios justamente como ladrones de secretos, Gibney parece suscribir esa visión al denominar así a su película, para luego sorprender al espectador revelando que quién asume su condición de ladrón de secretos no es Assange sino Hayden, y relativizando todo el concepto de “robo de información”. Pero el esforzado exégeta del guion no pudo percibir algo tan evidente.

Sin embargo, y aunque la mayoría son idiosincráticas, hay observaciones interesantes sobre datos vagos o directamente erróneos del documental. Datos de una inexactitud rara en los films de Gibney (todo el procesamiento de Manning se basa en textos del soldado y referencias nebulosas, lo que le ganó ácidas críticas de los periodistas que han seguido el caso) y algunas chicanas de fácil rebatimiento, como cuando Gibney ironiza acerca del hecho de que Assange se haya refugiado en la Embajada de Ecuador, un gobierno que “ha encarcelado a muchos periodistas”, a lo que WikiLeaks contesta con el dato irrefutable del Committee to Protect Journalists de que no hay periodistas encarcelados en Ecuador por su trabajo.

En todo caso es interesante revisar tanto el documental como la reacción de sus detractores para adentrarse en una historia que posiblemente no tenga -como casi todo en el mundo- figuras definibles en blanco y negro, y que aún no ha terminado de resolverse (el documental no llegó a registrar, lógicamente, el proyecto Prism -http://ladiaria.com.uy/articulo/2013/6/los-autenticos-ladrones-de-secretos/- y todas sus implicancias). Lo que sí está claro es que hay dos nuevas escuelas de aproximación a la política y la información, y que no se están entendiendo entre ellas.