“Hay algunos rayos de luz, aun en la creciente oscuridad de la temporada. Está la Redención de Tolstoi, por ejemplo -aunque ‘rayo de luz’ no es un término feliz para él. No es lo que uno podría llamar soleado. Fui al Plymouth Theatre como una mujer relativamente joven, y salí de allí tambaleándome, 20 años más vieja, demacrada y quebrada de dolor”. Dorothy Parker combina, en esta reseña publicada en diciembre de 1918 en Vanity Fair, varios elementos de su práctica periodística: la mirada cáustica al panorama en su conjunto, el juego de palabras y, en especial, el uso de una primera persona que se instala en el texto para registrar, de vez en vez, exaltación o desilusión, erigiendo en un relato explícitamente subjetivo los efectos de cada espectáculo sobre su propio cuerpo. Una preeminencia del yo que ya aparecía en la práctica de los cronistas del siglo XIX (es sintomática la recopilación de crónicas de nuestro brillante compatriota Samuel Blixen, Desde mi butaca, 1894) y que, convertida en otra cosa, aparecerá sistematizada en los 60 y 70 con el New Journalism (con la antología y manifiesto homónimo de Tom Wolfe, de 1973), para extenderse al siglo XXI con fuerza neurálgica, cubriendo hoy buena parte de lo escribible. “La crónica reivindica una explosión estetizante y estilizada de subjetividad contra el magma estallado, fragmentario y ruidoso que circula en la red”, dicen Gorodischer y Sinay en un artículo sobre la nueva crónica argentina, en el número 511 de Ñ. Revista de Cultura (13/07/13). Parker cumpliría en 2013, si viviera, 120 años. Su aniversario, como cualquier otro, es a la vez pulcra oportunidad de recordar al festejado y excusa descarada para escribir sobre otras cosas.
Se dice que esta narradora, poeta y crítica, nacida como Dorothy Rothschild en New Jersey en agosto de 1893 y fallecida en 1967, se casó por primera vez en 1917 sólo para cambiar su apellido por el más pegadizo y nada judío Parker (dice Marion Meade, una de sus biógrafas) y así lo declaraba siempre que tenía la ocasión. Trabajó para el editor Condé Nast y sus revistas más importantes, Vanity Fair y Vogue, y participó en el consejo editorial de The New Yorker cuando se fundó, en 1925. El ingenio de sus escritos y comentarios hizo que se volviera una voz reconocible del ambiente agitado de los años 20, e incrementó su visibilidad la participación en el prestigioso grupo neoyorquino la Algonquin Round Table, también autodefinida como “Círculo vicioso”, donde escritores, críticos y actores se divertían combinando palabras y chistes ingeniosos que luego diseminaban en las columnas de la prensa. Su acidez y su simpatía, siempre sospechosa por los 30, con la ideología “de izquierda”, le garantizaron un lugar en la holly woodiana lista negra (en Hollywood había participado como guionista), pero los problemas que le causó su escritura se hicieron evidentes cuando en 1920, luego de tres años como crítica teatral para Vanity Fair, fue destituida del cargo por haber ofendido, con demasiada frecuencia, dice la crónica, a importantes productores del medio. Y aunque su carrera siguió olímpica, y continuó escribiendo y publicando prosa, poesía, teatro, guiones y columnas, este homenaje hace el corte en sus mordaces críticas teatrales (un botón: respecto de un espectáculo aconsejó a los espectadores que debían ir si querían “terminar grandes cantidades de tejido de punto”).
El teatro para Dotty
“No hay mucho que decir de la vida del crítico [teatral]. En primer lugar, es enteramente irregular. Hay largos, serenos intervalos en los que no tiene nada que hacer con sus noches, y luego hay arrebatos repentinos de tal violenta actividad que casi sucumbe de apoplejía. Si sólo los productores pudieran repartir las cosas un poquitín más, tanto sufrimiento innecesario sería evitado. Pero no -los productores no son así”. Este párrafo, aunque parezca, no es parte de la autobiografía de la escritora. Es, simplemente, el comienzo de la reseña de Querido Bruto, de JM Barrie, que ella publicó en Vanity Fair en febrero de 1919 y que captura, de nuevo con fraseo clínico y doliente, su relación ambigua con el sistema teatral. Pero también hay de lo otro. Por ejemplo, su descripción maravillada de la actuación de Alla Nazimova en Hedda Gabler (“Sé que era extraña, macabra, exagerada, neurasténica, llena de poses, y todas esas cosas que le achacan, pero para mí era como ella tenía que ser”) filtrada, por supuesto, por fuertes dosis de sátira, en este caso, dirigida al vicio del autor de “matar” a sus protagonistas femeninas y el efecto de eso en la mirada (“Invariablemente pierdo la mayoría de los parlamentos en el último acto de una pieza de Ibsen; me tapo siempre los oídos con los dedos, esperando el ruidoso informe [es decir, el disparo] que anuncia que la heroína acaba de fallecer”). Aunque se haya señalado, hasta el abatimiento, que en muchas de sus reseñas teatrales en Vanity Fair (1918-1920) y, más tarde, en The New Yorker (1931) hablaba más de sí misma que del espectáculo, recorriéndolas emerge una voz que delinea complicadas dinámicas entre los textos, los montajes y la recepción; que vigila el uso exacto de los términos y sus posibilidades de juego; que instaura, llamativamente, una suerte de diálogo entre lo que se comenta “por ahí” de la pieza, la voz de “la crítica” y su propia mirada, y, quizá su marca de fábrica, prescinde de grillas predeterminadas (tratando, en ese orden, por ejemplo, el texto, la puesta y los rubros) para identificar, según cada texto espectacular, el punto más saliente, doliente o placentero a desarrollar.
Aunque no sea necesario reivindicar la relevancia de la escritura de Parker entre los escritores estadounidenses de su época -buen testigo de lo que digo es su prestigiosa antología The Portable Dorothy Parker, de la colección de Penguin Books, seleccionada por ella y publicada en 1944, y editada con ampliaciones luego-, su festejo como crítica teatral quizá cubra otros vacíos. Su voz (por los medios en los que escribió y por lo escrito) le valió el lugar en uno de los pocos monumentos a la crítica teatral femenina que existen en el ámbito norteamericano, la concisa publicación Críticas de teatro norteamericanas (2010), por Alma J Bennet, que de 1753 a 1919 identificó, como preeminentes, entre los cientos o miles de contrapartes masculinos, a 12 periodistas. Y aunque Bennet no comente con particular vehemencia la escasez de mujeres en el business, cruzando rápidamente el océano, la crítica teatral de The Guardian, Lin Gardner, definía hace unos años, con particular ingenio, la crítica inglesa como un ambiente masculino, pálido y viejo (para no traicionarla demasiado, aquí va la fórmula original: “male, pale and stale”). Habría que indagar cómo se ha desarrollado la cuestión en el ámbito latinoamericano, o por lo menos en el uruguayo. Pero, por ahora, me limito a celebrar a Parker y a su salaz visión del teatro siempre filtrada por un autobiografismo que nunca es vacuo narcisismo, sino tentativo de entender divirtiendo. Hay que leerla para creer.