-Volvés a dirigir después de 15 años...

-El regreso es todo un viaje, porque es reencontrarme con un Uruguay que yo dejé atrás hace 15 años, y es muy interesante, porque se ve que en estos años han pasado muchas cosas. Para mí, el teatro, como cualquier arte, revela más desde el dominio de lo sensible que desde lo racional. Trabajar en el Solís es una maravilla, sobre todo con este proyecto. Le debo mucho a Cacho Bagnasco por albergarme en el teatro con esta producción de Complot en conjunto con el Solís.

-Empezaste como alumno y asistente de dirección de personalidades como Atahualpa del Cioppo, Taco Larreta y Nelly Goitiño.

-Ellos fueron mis grandes maestros. Empecé de una forma autodidacta, cuando a los 18 años decidí dirigir Ricardo III en el Castillo del Parque Rodó, con un grupo de personas que estábamos empezando, como Roberto Suárez y Roxana Blanco. Después me acerqué a distintas personas y maestros, y me pregunté por qué no elegir a mis propios maestros. Empecé con Aderbal Freire-Filho, siendo asistente en su puesta de Las fenicias, espectáculo de Molière que dirigió aquí. Con Nelly Goitiño trabajé como asistente de cátedra en la Escuela Municipal de Arte Dramático [EMAD], y con Atahualpa del Cioppo tuvimos un encuentro muy bello durante su último año de vida en 1993, año en el que yo estaba ensayando La gaviota y él me propuso hacer la asistencia. Ésta era una forma que me permitía encontrarme cada dos o tres tardes con Atahualpa. Él decía que era mi asistente, pero en verdad fue un aprendizaje muy grande para mí, no sólo de Chéjov, Stanislavski y del teatro ruso, sino también de lo que es el acontecer teatral. Quizá mi experiencia más intensa fue con Atahualpa, porque ya era mayor y estaba cerrando su vida; cuando lo acompañé a tomarse su vuelo rumbo a La Habana, falleció una semana después. Él sabía que estaba enfermo, creo que le gustó encontrar a alguien de 19 años, con toda su fuerza y que recién empezaba. Quizás lo más lindo de esos encuentros era lo periférico al teatro. Tengo el recuerdo de largas charlas en las que a veces no hablábamos de teatro, sino de lo que era la vida para alguien que estaba empezando a vivirla, frente a alguien que sabía que la estaba terminando.

-¿Cómo fue llegar a París con sólo 21 años?

-De chico quise vivir en un país donde se hablara francés. El vínculo con Francia era el vínculo con la lengua. Aprendí francés desde muy chico, y desde ese momento supe que yo iba a vivir en esa lengua. Cuando me llegó el Florencio Revelación, que en ese momento daba una beca de estudios a París, fue algo muy esperado y ansiado por mí. Stendhal decía algo precioso: “Mi patria es mi lengua”. Y si bien le huyo a todo sentimiento patriótico y nacionalista, me gusta que mi patria sea el francés. Entré por la puerta grande, tuve la suerte de hacer la escuela de la Comedia Francesa, y para mí fue muy impresionante pasar de Montevideo a esta especie de institución, con todos sus estatutos. Y al mismo tiempo eran años de descubrir París, los museos, la movida nocturna y cultural, la Sorbonne, estar al lado de los grandes maestros de la escena francesa, como Peter Brook y Pina Bausch, ver los espectáculos de [Ariane] Mnouchkine y las presentaciones que hacía [Patrice] Chéreau.

-¿Creés que Europa está más sensible a lo que se produce en continentes como África o América Latina?

-El problema de Europa es que tiene un vínculo muy conflictivo con todo lo que se aparta de sus fronteras. Desde el Imperio Romano y lo minuciosos que eran ellos con el tema de las fronteras y de definir los límites. Eso ha tenido un impacto muy grande no sólo en el imaginario colectivo de todo Occidente. Se vive muy mal ese tema. En los últimos tiempos, sólo han vivido bien los extranjeros que se someten a un sistema de colonización, por ejemplo política -como ha sido en Francia el caso de Magreb-, o cuando Europa genera un sistema de colonización cultural, esa especie de etnocentrismo que considera que todo lo que ellos crean está bien, y todo lo demás les interesa si es folclórico. Les resultan interesantes los discursos africanos o latinoamericanos si corresponden a los arquetipos que ellos tienen de folclore. Por eso confunden mucho a Argentina y a Uruguay. Al europeo le cuesta mucho entender qué es el Río de la Plata. Ellos pueden entender lo que es México, porque corresponde al imaginario colectivo del folclore, lo que es el Alto Perú, Bolivia, Ecuador, Brasil. Pero lo que es el Río de la Plata, que no se corresponde con el folclore que ellos imaginan de las Américas, genera en ellos un gran desconcierto. Me gusta mucho mi condición de rioplatense en Europa, precisamente porque es algo que los desconcierta. Por otro lado, Europa tiene un vínculo terrible -por unas cosas admirables y por otras execrables- [con lo extranjero]. Cuando está en crisis, parece mostrar lo peor. Europa está atravesando una crisis económica, institucional y cultural muy grande. Tiene una tendencia a estigmatizar y buscar los culpables y chivos expiatorios afuera. Esto siempre ha definido la historia europea, sobre todo la moderna, que mira al extranjero cuando está en crisis. Esto lo acompaña la paranoia contra los inmigrantes, el miedo al africano y al asiático, miedos no fundamentados, que apelan a lo peor de las personas, con sentimientos como el racismo, la xenofobia y el antisemitismo. Ahora se está viviendo una especie de islamofobia terrible, que estigmatiza a la comunidad musulmana con el terrorismo o los integrismos islámicos. Es interesante indagar en Europa el tema de lo extranjero y lo clandestino, que es uno de los temas actuales más sensibles de la región.

-¿Padeciste el ser extranjero?

-No fue fácil ser extranjero en París, y siempre me sentí como tal. Aunque siempre me atrajo lo extranjero, lo que viene de afuera, lo que es distinto. Siempre me gustó el mecanismo de ser extranjero: es algo extraño que llega y desacomoda. Siempre me atrajo lo extranjero porque no es propio de un lugar preciso, es confuso. Quizás por eso siempre me sentí muy atraído por el mundo de los travestis, lo que no es una cosa ni la otra, como Kassandra.

-Varias de tus obras han sido reconocidas mundialmente con representaciones en España, Grecia, Cuba, Argentina y varios países más. Mientras que Barbarie habla de la imposibilidad de regresar de donde venimos, el clásico de Kassandra habla de historias presentes en un inglés inmigrante, y Kiev parte de El jardín de los cerezos. Pareciera que tus inquietudes entrecruzan la relectura de los clásicos y los vaivenes del sujeto contemporáneo.

-Ése es uno de los temas que más me interesan, y lo dijiste de una linda forma: “los vaivenes del sujeto contemporáneo”. Yo diría que esto es exactamente la raíz de mi teatro, de qué manera muchas veces voy a buscar textos -vos lo dijiste con El jardín de los cerezos, el mito de Kassandra, ahora el mito de Edipo Rey, los textos de Shakespeare en Calibre 45-, pero siempre el tema es ése. Lo que me interesa como dramaturgo es hablar utilizando las referencias del allá, del afuera y del ahora, de la contemporaneidad. Esto a veces lleva a un teatro extremadamente violento, más que con una voluntad, con una fidelidad a lo que es lo contemporáneo. Y creo que no se puede ser contemporáneo sin ser violento: el presente siempre es doloroso.

-¿Cómo ves el teatro uruguayo?

-Si bien hacía 15 años que no dirigía en Uruguay, lo he hecho mucho en Argentina y los países periféricos, además de venir regularmente a ver mis estrenos, a dictar seminarios de dramaturgias, a Agadu, a buscar premios, entre otras cosas. De modo que mantuve un vínculo estrecho con la actividad. Me parece un teatro notable, con una buena oferta cultural y una inquietud constante. Creo que Montevideo es una ciudad agradablemente generosa. Aunque el mejor jurado es el espectador, el teatro puede existir sin críticos, directores, productores o incluso actores. En Tokio se están experimentando actuaciones con androides, por ejemplo. Precisamente en febrero me voy a trabajar a Tokio sobre la dirección de androides. Por eso siempre afirmo que los espectadores son los que definen la cuestión, como una suerte de gigantes de la montaña.