“Notas para lamentar la muerte de Remedios Varo” hubiera podido ser el título de este artículo, pero para evitar una fatal mezcla de dilación y sentimentalismo, por supuesto no lo es: sí funcionó a la perfección, a fines de 1963, en la Revista de la Universidad de México, para la necrología que el tajante Max Aub escribió llorando el precoz fallecimiento, a los 55 años, de la pintora española. “Injusticia”, su súbita desaparición, estando Varo en aquel momento “en posesión de sus mejores medios” y siendo, sin duda, “uno de los pintores más sorprendentes de nuestro tiempo, y de los tiempos, porque su primera virtud fue la intemporalidad”, afirmaba Aub.

El buscado efecto de carencia de cronos, para cualquiera que haya visto un cuadro de Varo, es innegable e incluso medular de la poética dWe la artista, aunque tal vez sea mejor hablar, más que de una borradura, de una suspensión del tiempo (así como sus personajes están a menudo suspendidos en el aire): tal vez implícita negación, entre otras cosas, de los turbulentos tiempos históricos que le tocó vivir. Sin caer en biografismos fáciles y falaces, es imposible no mencionar que el periplo espacial (el espacio es también en sus cuadros siempre un locus rarefacto e indeterminado) que la llevó de Europa a América Latina fue causado por colosales traumas históricos. Nacida cerca de Girona en 1908, con una formación religiosa humosa (de la que se liberó pronto) y otra artística sólida (alumna de la Academia de Bellas Artes de Madrid, de donde habían salido Picasso y Dalí), como joven pintora de vanguardia casada con un militante de izquierda tuvo que huir a Francia por los trágicos sucesos de la Guerra Civil Española y más tarde, una vez establecida en París, fugarse del país galo a causa de la ocupación nazi, hacia el “nuevo continente”.

Aunque se la considere una pintora esencialmente mexicana -en México, en efecto, realizó el 85% de su obra catalogada-, las raíces surrealistas que llevó a América brotaron primero en España (donde su interés por el movimiento bretoniano se nutrió primero de muestras y revistas y luego del contacto con Marcel Jean) y más tarde en París, meca de la nueva corriente (donde se fue a vivir con su pareja de muchos años, uno de los ases del surrealismo literario, Benjamin Péret). La fase barcelonesa es sumamente interesante y se desarrolla entre figuras casi exclusivamente masculinas: casada con el pintor vasco Gerardo Lizárraga, tuvo un affaire con Esteban Francés, un artista catalán, y jugó con resultados redondos al cadavre exquis “figurado” con él y con otro actor protagónico del surrealismo hispanohablante, Óscar Domínguez. Fotos de diarios de moda, siluetas art nouveau, corps morcelé de libros anatómicos: los malabarismos montajísticos que el trío armó en 1935 fueron de los collages más entretenidos y energéticos de la época. Con Francés participó también en una exposición de un grupo local, los Lógicofobistas, todos devotos de arcanos e inconsciente, pero según algunas cartas de Varo a Jean, no lo suficientemente surrealistas. Su anhelo de formar parte de la corriente francesa es patente y una tela como Doble agente, de 1936, ya tiene todas las cualidades pictóricas y temáticas (referencias sexuales, alteración visionaria, onirismo exasperado) para entrar en la elite bretoniana. Cuando Varo y Péret -en Cataluña como soldado de las tropas antifranquistas- se enamoran, parece que el deseo de la pintora se pudiera realizar plenamente: en 1937 los dos se van a París para quedarse (y Varo nunca volverá a su tierra natal).

Sin embargo, el idilio surrealista no es completo: aunque abiertos a presencias femeninas, los surrealistas, cuyo núcleo teórico es decididamente masculino, a la vez nutren e involuntariamente impiden el pleno desarrollo de su pintura. Varias obras de la época, aunque de alta calidad, resienten de demasiados préstamos (por ejemplo de Dalí o Brauner, con quien estuvo fugazmente ligada sentimentalmente) y tal vez revela algo el hecho de que a menudo las protagonistas de sus cuadros son mujeres víctimas de alguna violencia o distorsión. No obstante, varios elementos de la Varo “madura” ya se vislumbran: sobre todo, la tendencia a la verticalidad (aflato místico, de derivación neogótica) y a lo filiforme (delicadeza y evanescencia como agentes morales). Aunque nunca fue considerada un miembro oficial del grupo surrealista, Varo participó en todas sus más destacadas revistas y muestras de los años 30, experimentando también con distintas técnicas y materiales (véase, por ejemplo, el uso de la cera en una tela como Muñecos vegetales, de 1938) y la estadía en la “capital del siglo XIX” (y luego en Marsella, en una especie de comuna de artistas disidentes, en la espera de emigrar) se revela un prodigioso laboratorio intelectual y práctico para la Varo “mágica” (el adjetivo que más se ha usado para describir su producción).

Realidades americanas

Cuando a fines de 1941, ella y Péret llegan a Ciudad de México, que había abierto sus puertas a los fugitivos europeos, Varo ha sedimentado las experiencias necesarias para empezar con soltura la fase más productiva y ferviente de su trayectoria. México, entonces: su país de adopción siempre la quiso e invariablemente, a intervalos regulares, su obra se ha mostrado con generosidad, a veces indagando aspectos complejos y fructíferos del período que vivió ahí; por ejemplo, en 2011 tuvo lugar una interesante exposición, en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México, de Remedios Varo y sus contemporáneas, que arrojaba luz sobre un ingente grupo de mujeres emigradas -todas relacionadas de forma más o menos directa con el surrealismo- que construyeron allí una compacta red artística. Sobresalían Leonora Carrington, la mejor amiga “mexicana” de Varo (nacida en Inglaterra, con una terrible historia de internación en instituciones mentales, y poderosa pintora de punzantes escenas oníricas y mordaces, además de ser la última surrealista histórica en morir, hace sólo un par de años) y Alice Rahon (figura menos conocida de origen francés, pero igualmente descomunal constructora de rêverie, indigenismo e inquietudes materiales).

Ahora, en el mismo museo, no podía faltar una gran retrospectiva para recordarla, a medio siglo de su desaparición, con una muestra que abrirá a mediados de agosto: su producción mexicana será protagonista absoluta porque, como decía, ahí florecieron sus frutos pictóricos más pulposos. Desde hace un tiempo se está tratando de desurrealizar a Varo, y en cierta (modesta) medida la operación tiene fundamento, porque en su obra se dan cita otras vertientes y vibran no sólo ecos de superrealidad (por ejemplo, no se requiere ser un gran experto para darse cuenta de que el Quattrocento italiano invade las arquitecturas y la perspectiva de sus fondos y los flamencos pueblan los detalles de sus pinturas más airosas). Pero al fin, su pincel siempre estuvo clavado en aquel terreno suprarreal, dejando, en definitiva, poco espacio para otras solicitaciones. Lo que sí aparece es cierta lejanía de lo autóctono mexicano (algo que tal vez alimentó ciertas sospechas de la pareja Kahlo-Rivera hacia el grupo emigrante mencionado, pese a la amistad común con Breton), pero en Varo la lejanía de cualquier mundo concreto es la razón misma de su producción: únicas referencias a la contemporaneidad, el ocasional empleo de personas cercanas a ella en sus delirios compositivos (por ejemplo, Los días de la calle Gabino Berreda, de 1944, donde Carrington, Francés, Péret y la misma Varo mutan en seres quiméricos).

Sus piezas latinoamericanas, incluido un breve período venezolano, y sobre todo aquellas creadas con cierta tranquilidad económica adquirida mediante el matrimonio con Walter Gruen (prófugo austríaco que había abierto una exitosa tienda de discos en el DF), se hacen cada vez más sofisticadas en la trama, tanto de contenido como de colores y texturas -impecables sus velatures-, alardeando un repertorio que parece asumirse, siempre con tonos jocosos, toda la carga que el surrealismo visual había diseminado a lo largo de dos décadas.

En Varo cada elemento se amplifica: el máximo grado de enigma, metamorfosis, erotismo sanguíneo, hermetismo, desenfrenada caricatura, máquinas fantásticas (entre Leonardo y Picabia), levitación, se adensan en un pot-pourri de gatos sonrientes, brujas, ojos indagadores, caras semiescondidas, mantos voladores, líquidos desparramados, animales y vegetaciones mutantes, que renuevan, con gracia, un prontuario ya abusado e incluso, a aquella altura, fatalmente “popularizado” (cuya versión degradada es la última producción de Dalí, por ejemplo) que difícilmente, a partir de los 50, lograba asombrar (y el asombro era, conviene recordarlo, uno de los fines precipuos del movimiento). Empero, las delicadas figuras de Varo parecen chupar con una pajilla -como sus Vampiros vegetarianos, de 1962- los esoterismos del maestro Eckhart, de Jung, de George Gurdjieff, de Helena Blavatsky y de todo lo mejor que sus “compañeros de viaje” y al arte off en general (por ejemplo, sus amados Bosch y Goya) habían cocinado hasta la fecha, regurgitando obras maestras en cuanto a esbeltez y humorismo (que la salva siempre de la caída en el ocultismo liso y llano). Aun más de su archinotorio Mujer saliendo del psicoanalista, de 1960 (especie de carrusel socarrón del freudismo), es uno de sus últimos cuadros que convulsiona y sacude, con un golpe de prestidigitación, luego de cuatro siglos, un entero género y revela la “misión” última de Varo: su Naturaleza muerta resucitando (1963), con frutas y platos girando en un torbellino de energía secreta, revive una vez más, y por última vez en la historia, el Lázaro en que el fosilizado surrealismo se había convertido, a partir de los 50.