Es complicada la historia editorial de Mario Levrero, quizá -al menos en parte- porque también lo fue su relación con los editores. Se puede constatar, en cualquier caso, que hasta la edición en la revista El Péndulo de la novela El lugar (1982) Levrero (con apenas dos novelas -una de ellas firmada por Jorge Varlotta-, una compilación de relatos y un manual de parapsicología a cuestas) fue muy poco leído -al menos en cuanto a cantidad de lectores- a ambos lados del Río de la Plata; también hay que decir, por supuesto, que quienes ya lo conocían por esas fechas -Gandolfo, Fogwill, Marcial Souto, Pablo Capanna- se hicieron oír y pronto Levrero se convirtió en un autor de culto, una figura casi mítica capaz de nuclear un importante y variado grupo de seguidores.
En los 80, entonces, las cosas empezaron a ir un poco mejor para la bibliografía levreriana, y vieron la luz libros como Todo el tiempo (1982, Banda Oriental), Aguas salobres (1982, Minotauro), Caza de conejos (1986, Ediciones de la Plaza), Ya que estamos (1986, revista Sinergia), Los muertos (1986, Ediciones de Uno), Espacios libres (1987, Puntosur), Fauna/Desplazamientos (1987, Ediciones de la Flor) y El sótano (1988, Puntosur), además de las historietas (firmadas como Jorge Varlotta) Santo varón (1986, Ediciones de la Flor) y Los profesionales (1988, Puntosur).
De todas formas, el panorama en la década siguiente sería bastante más parco (cuatro libros: El portero y el otro, de 1992, Dejen todo en mis manos, de 1994, El alma de Gardel, de 1996, y El discurso vacío, del mismo año, sin mencionar algunas reediciones a cargo de la editorial Arca), pero tras la muerte del autor en 2004 y con la aparición de la monumental La novela luminosa (Alfaguara, 2006), la suerte de estos libros cambió rotundamente. La reedición a cargo de la editorial Debolsillo de la Trilogía luminosa dio paso a la reaparición de libros tan centrales al catálogo levreriano como Fauna/Desplazamientos, El discurso vacío, Nick Carter se divierte… y La banda del ciempiés (por primera vez en formato libro y en su extensión completa); a la vez, las editoriales locales Hum e Irrupciones propusieron sus ediciones de compilados de cuentos como Todo el tiempo, Los muertos/Aguas salobres y el fundacional La máquina de pensar en Gladys; el año pasado, además, apareció Nuestro iglú en el Ártico, un excelente compilado -a cargo del escritor argentino Ricardo Strafacce- publicado por Criatura editora.
A esta especie de crecimiento exponencial del número de títulos levrerianos disponibles en librerías cabía oponer la casi total ausencia de libros que se ocupasen de leer la obra de Levrero; sin embargo, en lo que va del año, la “fiebre levreriana” se ha abierto camino también hacia la crítica y han sido publicados tres libros que examinan y celebran la obra y las palabras del autor de Desplazamientos. Esta verdadera explosión (iba a decir “supernova”, pero en rigor una supernova es la muerte de una estrella y acá lo que tenemos es todo lo contrario), que confirma el lugar de Levrero no sólo entre los tres o cuatro narradores más importantes del siglo XX en Uruguay (es fácil enumerar: Quiroga, Onetti, Felisberto, Levrero) sino también en el contexto más amplio de la narrativa en lengua castellana, además, nos acaba de aportar un texto hasta el momento inédito y llamado a convertirse en un referente inexorable de los estudios levrerianos.
Me refiero a Burdeos, 1972, nouvelle escrita en 2003 y publicada este año por Random House Mondadori junto al clásico “Diario de un canalla”, relato que ha sido propuesto por algunos críticos como una suerte de punto de inflexión en la obra de Levrero, en tanto da comienzo a la que cabría llamar la etapa “autorreferencial” de su obra, marcada por la autoficción y la vocación testimonial o autobiográfica. Hasta la fecha podía encontrárselo únicamente en el compilado El portero y el otro (Arca, 1992), aunque su lugar natural está junto a El discurso vacío (también recientemente reeditado) y la póstuma La novela luminosa (de hecho, en algún momento Levrero señaló que los tres textos debían publicarse de manera conjunta, lo que, lamentablemente, todavía no ha sucedido). La forma de diario, evidentemente, lo acerca a la primera gran sección de la novela póstuma (el “Diario de la beca”), así como la vocación de registro de lo cotidiano, esa gran marca del último Levrero, lo vincula muy de cerca a El discurso vacío. Se trata, en cualquier caso, de un texto fundamental, ineludible, de la obra levreriana.
Habría que leer a Burdeos, 1972, junto a La novela luminosa y Los carros de fuego (y también junto a las Irrupciones, bastante ninguneadas por la crítica) para construir una imagen más adecuada de la obra tardía de Levrero. En principio se trata de una evocación de la temporada pasada por el autor (el autor “real”, digamos, Jorge Mario Varlotta Levrero) en Francia, allá por 1972, junto a su pareja de entonces, pero, a la vez, si prestamos atención a las fechas (y horas) que encabezan cada una de las secciones del relato (varios días de setiembre de 2003), está claro que el texto habla también de esos últimos días de Levrero/Varlotta. Esa inflexión pasado/presente, de hecho, parece alargarse hasta territorios proustianos (y felisbertianos) a medida que Levrero nos habla de la memoria voluntaria y la involuntaria, de las imágenes en el recuerdo y de la reconstrucción del pasado. Además, en un año especialmente fértil para la literatura uruguaya (Cielo ½, de Amir Hamed, Ur, de Leandro Delgado, Lava, de Daniel Mella), Burdeos, 1972 parece restaurar (si es que era necesario) a Levrero como un contemporáneo que demanda el diálogo, como el verdadero núcleo de la literatura uruguaya reciente.
Esta nouvelle, entonces, se instala cómodamente entre lo mejor de su autor, y sorprende que haya sido necesario esperar diez años para verla publicada. Una aproximación más satisfactoria demandaría muchas más páginas que las disponibles aquí, pero digamos por ahora que cada sección del relato fascina con verdaderas maravillas: la historia del terror y el cangrejo negro (p. 102) es un buen ejemplo, pero quizá el punto más alto del texto esté en el momento en que el autor/narrador recuerda su experiencia de abrirse camino -por decirlo de alguna manera: la experiencia evocada y construida es mucho más siniestra- en la lengua francesa: “Estaba leyendo, pues, Le Monde […], cuando de pronto mi mente se abrió al idioma francés de un modo maravilloso y, sin darme cuenta, empecé a leer de corrido, sin necesidad de traducir mentalmente al español. Es más; parece que me desprendí completamente del español, que encajé totalmente en el francés, y que mi mente, al abrirse al idioma, se abrió a alguna cosita más, porque de pronto tuve una imperiosa y desesperada necesidad de tirarme por una ventana hacia la calle” (p. 105).
Palabras tangenciales
La relación de Levrero con la crítica literaria también fue complicada. “Lo que recibo de la crítica es, en general, una sensación de tangencialidad”, dijo en una entrevista, y “aborrezco los catálogos, las enumeraciones, los análisis, las interpretaciones; por otra parte, siento que el punto de vista crítico me aleja de la obra de arte, en lugar de acercarme”, escribió en la célebre “Entrevista imaginaria”. La máquina de pensar en Mario: ensayos sobre la obra de Levrero, compilado hace unos meses por Ezequiel de Rosso y publicado en Buenos Aires por la editorial Eterna Cadencia, ofrece, con la primera cita como acápite, una interesantísima muestra de exégesis levreriana, desde la primera reseña escrita sobre uno de sus textos (acerca de Gelatina y firmada por Gandolfo) hasta reflexiones recientes sobre la obra completa, pasando por clásicos como el ensayo “Levrero: el relato asimétrico”, de Pablo Fuentes (que sirvió de apéndice al compilado de cuentos Espacios libres) y testimonios de la relación entre Levrero y la crítica, como el firmado por Pablo Rocca.
Los enfoques y las intenciones son diversas; hay ensayos estrictamente académicos y los hay también de corte, digamos, más personal, más de construcción sentida de una lectura posible y una relación afectiva con el autor en cuestión. Por ello -y por algunas razones más- sería imposible afirmar que se encuentran todos al mismo nivel de interés, de lucidez crítica o de fertilidad de las lecturas ofrecidas. En cualquier caso, entre los mejores está el excelente “Escribir para después: Mario Levrero”, de Adriana Astutti, sin lugar a dudas una de las lecturas más fascinantes de la obra levreriana en general y de la última época en particular, donde se nos ofrece la imagen de un Levrero escribiendo desde el derrumbe, desde los pedazos, y componiendo -en La novela luminosa- “una prueba de amor, una carta, que unas veces es una réplica, una demostración, y otras un endulzado chantaje y también una traición” (p. 222). También hay que destacar especialmente los aportes de Oscar Steimberg, que examina la producción historietística de Levrero, de Luciana Martínez, que reflexiona sobre el lugar (o el síntoma, o la picazón) de la ciencia-ficción en la escritura levreriana, y del compilador De Rosso, que lee los desplazamientos de las ficciones levrerianas hacia y desde la literatura policial.
Es sumamente interesante la propuesta de De Rosso de pensar un conjunto o serie de trilogías como mapeo de la obra levreriana; así, junto a la ya conocida “trilogía involuntaria” -compuesta por La ciudad, El lugar y París-, cabría ver una “trilogía experimental” -Desplazamientos, Ya que estamos y Caza de conejos-, una “trilogía luminosa” -“Diario de un canalla”, El discurso vacío y La novela luminosa- y también una “trilogía policial”, en la que sería posible incluir las novelas Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo, La banda del ciempiés y Dejen todo en mis manos, con la opción de entender Fauna como una suerte de escritura-puente entre esta zona policial y otras áreas de la escritura de Levrero. Vale la pena comparar y poner en diálogo este mapeo de De Rosso con el de Martín Cristal, en su “Molécula Levrero” (disponible en su blog, El Pez Volador).
La novela luminosa (o, mejor, la Trilogía luminosa) es la que más atrae reflexiones críticas en la zona más contemporánea del volumen. Tanto la ya mencionada Adriana Astutti como Sergio Chejfec y Reinaldo Laddaga ofrecen sus lecturas de la gran novela póstuma y aportan reflexiones de interés. En la zona más “clásica” o “histórica”, además de esa reseña fundacional a cargo de Gandolfo, encontramos un artículo de José Pedro Díaz fechado en 1983 y dedicado mayoritariamente a El lugar, más un ensayo de Hugo Verani publicado originalmente en 1995 y que esté probablemente entre lo mejor de este volumen. También vale la pena leer el aporte de Pablo Rocca, quien incorpora -además de un texto publicado en 1992 y 2004- un jugoso testimonio de su relación -o falta de- con Levrero: sirve de ejemplo de ese cortocircuito entre Levrero y los críticos, cabría añadir.
Lo más flojo de La máquina de pensar en Mario es sin lugar a dudas el artículo de Roberto Echavarren, que apenas se esfuerza por aportar una lectura más o menos interesante y se diluye en lugares comunes. En cualquier caso, no empaña en lo más mínimo al libro, que se convierte en imprescindible para cualquier interesado en pensar la obra de Levrero y en abrirse camino por sus complejos territorios.
Otro gran aporte a la exégesis levreriana es Mario Levrero para armar: Jorge Varlotta y el libertinaje imaginativo, del académico gallego Jesús Montoya Juárez (quien además de la obra de Levrero ha trabajado con lucidez y empeño la narrativa uruguaya más reciente). Partiendo de una desafortunada fórmula de Ángel Rama (que nos permite pensar en lo mínimamente que debió entender a Levrero el autor de Rubén Darío y el modernismo, lo cual, sumado a lo poco que sus colegas de generación supieron ver de la obra de Felisberto Hernández, otro gigante de la literatura uruguaya, vuelve fácil poner en evidencia las fallas críticas de esa presunta -precisamente- generación crítica), Montoya desarrolla la noción de “libertinaje imaginativo” depurándola de las connotaciones negativas insufladas por Rama y extendiéndola hasta territorios fascinantes, como por ejemplo la geometría fractal, en el capítulo dedicado a París. La analogía con los fractales (objetos geométricos cuya estructura básica se repite a varias escalas o grados de zoom) abarca tanto los procedimientos narrativos (en particular el intercalado y borrado de límites entre relatos de la vigilia y relatos del sueño) como ciertas descripciones icónicas en la obra de Levrero, en particular la de las baldosas de una estación del métro parisino. Esta lectura es extraordinariamente fértil: el gesto autocontenido y metarreferencial permite entender la obra de Levrero desde códigos que unifiquen literatura, lógica y matemática, volviendo posible un enfoque de la escritura levreriana compatible con el clásico análisis de Bach, Escher y Gödel a cargo de Douglas Hofstadter.
El trabajo sobre las baldosas del métro vincula la reflexión sobre los fractales con una de las tesis centrales de Montoya, que presta especial atención al papel de las imágenes en la escritura levreriana tomando como punto de partida la écfrasis (figura retórica que consiste en la descripción textual de una obra de arte visual). Este procedimiento hermenéutico permite arrojar luz sobre uno de los textos más fascinantes y arduos de Levrero, la nouvelle Los muertos, reeditada hace un par de años por Hum junto a los relatos del compilado homónimo y a los incluidos en el libro Aguas salobres.
En otro de los momentos de notoria lucidez del libro es trabajada la novela la novela Nick Carter..., y es muy atendible el hecho de que la lectura de Montoya complementa perfectamente a la de Ezequiel de Rosso, en una línea que parece reclamar desarrollos ulteriores.
También es de especial interés en Mario Levrero para armar el capítulo biográfico, propuesto como una suerte de plano o proyecto de una biografía más ambiciosa y extensa todavía por venir. Pero la brevedad no desmerece el alcance de la escritura de Montoya, que aporta datos de sumo interés, entre ellos la participación de Levrero en la marcha hacia Punta del Este entre el 17 y el 23 de enero de 1962 y su breve período de militancia en la Unión de Juventudes Comunistas. Cabe detenerse, además, en la reconstrucción de la etapa porteña de Levrero, enfocada particularmente desde la relación del escritor con dibujantes e historietistas como Lizán, quien aportaría sus lápices a la clásica tira Santo varón.
Mario Levrero para armar es el primer libro dedicado enteramente a Levrero publicado en Uruguay y -ya trascendiendo fronteras- el primer trabajo de exégesis levreriana con extensión de libro y firmado por un único autor (dejando de lado el excelente Conversaciones con Mario Levrero, de Pablo Silva Olazábal por tratarse, por supuesto, de una extensa entrevista).
Pedazos dispersos
El libro Mario Levrero: un silencio menos recopila casi la totalidad de las entrevistas brindadas por Levrero entre 1977 y 2004, incluyendo dos publicadas póstumamente. El trabajo de compilación quedó a cargo de Elvio Gandolfo, quien aportó además un prólogo y una útil cronología. Aparecen aquí entrevistas clásicas, como la que el propio Gandolfo ensambló para el número 6 de El Péndulo (en el que fue publicada además El lugar) y el autorreportaje (“Entrevista imaginaria con Mario Levrero”) que sería publicado en El portero y el otro. Algunas resultan intrascendentes o incluso un poco ridículas -como la de Helena Corbellini, que logra generar vergüenza ajena-, pero no faltan las verdaderamente fascinantes, entre ellas la de Miguel Ángel Campodónico (“Tengo ganas de dejar a Levrero de lado”) y la de Saurio (“Espacios libres”), en la que Levrero modula su proverbial rechazo a la ciencia-ficción y habla de su admiración por Philip K Dick. Merecen especial atención también las firmadas por Gustavo Escanlar y Carlos Muñoz (“Levrero o los modos del hipnotismo”), Cristina Siscar (“Las realidades ocultas”), Pablo Silva Olazábal (“El arte de hipnotizar”) y Gabriel Sosa (“El mapa de uno mismo”).
Vale la pena recorrer Mario Levrero: un silencio menos; es fácil constatar la recurrencia (en Levrero y en sus entrevistadores) de ciertos ejes de lectura (Kafka, lo fantástico, el surrealismo, la novela policial), llegando incluso a ofrecer una suerte de homogeneidad discursiva más que atendible considerando el lapso cubierto por el libro (casi 27 años), pero también pueden detectarse pequeñas modulaciones. Levrero, en cualquier caso, aparece como un autor extremadamente consciente de su perfil intelectual, siempre competente en aquellos temas que lo involucran o que han sido asociados a su figura. Dejando de lado las notorias diferencias, es más o menos el mismo efecto de lectura que genera Extreme Metaphors, un reciente libro de entrevistas a JG Ballard, escritor ineludible que, por otra parte, Levrero no menciona en ninguna parte.
Por último, un repaso de las publicaciones levrerianas en lo que va del año quedaría incompleto si no se menciona “Preguntándole a quien hizo las preguntas”, la entrevista -no recogida en Mario Levrero: un silencio menos- firmada por Alejandro Ferreiro y publicada en el número 3 de Lento. Entre los mejores momentos de este diálogo están las respuestas dedicadas a la relación de Levrero con las computadoras y a los comentarios sobre los ejercicios caligráficos de El discurso vacío, además de una buenísima anécdota de Ferreiro sobre la reacción de Levrero ante la música de Miles Davis.
Quizá lo que queda de 2013 depare todavía algunas sorpresas para los seguidores de Mario Levrero. Por lo pronto, la editorial Irrupciones ha confirmado sus planes de reeditar, más hacia fin de año, Espacios libres, quizá el mejor (o al menos el más variado, o al menos el que decididamente incluye los textos más brillantes) de los libros de relatos del autor de La ciudad y La novela luminosa.