La madrugada del domingo va a ser difícil para muchos seriéfilos del mundo. Breaking Bad cierra su quinta y última temporada en el canal estadounidense AMC con el episodio “Felina”, sucesor de un penúltimo capítulo de baja intensidad que decepcionó a los que se olvidaron del viejo truco de la calma y la tormenta. “Granite State” logró el pico de rating de la serie, nueve millones y medio de espectadores (un millón menos que lo que medía Lost hacia su final) más las millones de descargas ilegales que ubican a la serie entre las más bajadas del año.
Breaking Bad generó una inusual confluencia entre el público y la crítica: va a formar parte de la edición 2014 del Libro Guinness de los récords por ser la serie actual más valorada positivamente, con 99% de aceptación en el portal Metacritic (que recopila y cuantifica reseñas de prensa de series, música y cine). Por si quedan dudas sobre el criterio de la web, en el ranking está cerca The Wire, Lost, The Sopranos, Twin Peaks y la versión británica de The Office, o sea, obras que cambiaron la manera de mirar tele, explotaron el formato hacia lugares nuevos y atrajeron la atención de la academia hacia un medio que había sido descuidado por “popular”.
A fuego lento
Para los escasos desconocedores, el argumento: Walter White (Bryan Cranston, el padre de familia en Malcolm in The Middle) es un químico de Nuevo México que hizo la gran Evan Henshaw-Plath (el cofundador de Twitter que vendió sus acciones por dos pesos antes de que la red social se disparara) con una empresa farmacéutica que pronto se volvería exitosa para enseñar química en un liceo público. Tiene una esposa desinteresada y embarazada, un hijo adolescente con parálisis cerebral y un trabajo horrible, y todo empeora cuando el médico le diagnostica cáncer de pulmón con pocas posibilidades de sobrevivir el año.
Junto a su concuñado, un policía de Narcóticos, presencia un allanamiento a un grupo de narcotraficantes y como ve que las ganancias son muchas decide ponerse a cocinar metanfetamina para poder dejarle algo de plata a su familia. Walter adopta el seudónimo Heisemberg (el físico padre del principio de incertidumbre, pilar de la física cuántica) y adopta como compañero de laboratorio a su ex alumno Jesse Pinkman (Aaron Paul), uno de esos jóvenes anglosajones blancos estilo Eminem que dicen bitch cada dos palabras y un adicto con escaso sentido común pero con bastante potencial.
El centro de la serie es la transformación de Walter, que pasa de ser un padre de una familia disfuncional (¿cuándo una serie exitosa se basó en una familia funcional?) a integrarse al submundo de los narcotraficantes, los cárteles mexicanos, el lavado de dólares y una evidente doble vida ante su familia. Más allá de las actuaciones brillantes (el show ha ganado una veintena de premios entre los Emmy, los del Gremio de Guionistas de América y los de la Asociación de Críticos de Televisión), el camino descendente del protagonista es uno de sus atractivos: a medida que avanzan las temporadas queda claro que Walter no es un antihéroe sino directamente un villano y que es capaz de hacer lo que sea para lograr sus objetivos, en principio tan nobles como velar por el futuro de su familia pero luego menos altruístas, desde la simple codicia (porque el negocio lo vuelve millonario, pero nunca es suficiente) al puro capricho ególatra de salirse con la suya. Todo eso, claro, es mérito de Vince Gilligan, creador, productor y principal guionista de la serie.
El bardo del torrent
Con evidente exageración pero algo de puntería para captar el reconocimiento absoluto del que goza el padre del show, la frase “Gilligan es el nuevo Shakespeare” (en parte por la comparación evidente entre la tragedia de Walter y la de Macbeth) se extendió por las redes sociales, y queda claro que si una lectura “adulta” del cine tiene que comprender el concepto de obra asociada a la figura del director, la era actual que atraviesan las series exige atención al productor ejecutivo (en los mejores casos, también el creador), y es muy limitado estudiar a Lost o Fringe sin tener en cuenta a JJ Abrams, o a The Wire y Treme dejando de lado a David Simon, o a Buffy, la cazavampiros, Angel, Dollhouse y Firefly omitiendo en el análisis el estilo de Joss Whedon.
En principio consultor de la enorme Los archivos X asesorando a Chris Carter (también creador de la tímida Millennium y de las fracasadas Harsh Realm y Los pistoleros solitarios), fue escalando temporada a temporada hasta convertirse en coproductor y guionista de algunos de los mejores capítulos, entre ellos “Drive”, en el que Bryan Cranston interpreta a un redneck antisemita y que fue el primer contacto entre quienes son hoy la cabeza principal y el protagonista de Breaking Bad.
La construcción de los personajes, incluso los secundarios, es un trabajo a largo plazo y efectivo, como en The Wire: cuesta unos cuantos capítulos sacarle la ficha a la mayoría y en momentos cruciales suelen actuar de maneras totalmente impredecibles. Gilligan huye de las personalidades estereotipadas y explora en lo que puede lograr la presión en las personas: pequeños gestos de humanidad en los tipos más canallas o muestras de crueldad extrema en seres que creíamos correctos o incluso entrañables. De ese trabajo surge Skyler White (la esposa de Walter que interpreta Anna Gunn) que pasa de ser un ama de casa frígida a una cómplice activa de los manejos de su esposo, el extraño Gus Fring (Giancarlo Espósito), un mafioso latino -a pesar del pésimo español del actor- que lava plata en la emblemática casa de comida rápida Los Pollos Hermanos, o el sicario bienintencionado Mike, que entre un golpe y otro pasa a visitar a su adorada nieta. El que pegó más de todos fue Saul Goodman, un abogado de la mafia con pocos escrúpulos y mucha labia, que trabaja de defender a gente indefendible y que el año que viene tendrá su propia serie, la precuela Better Call Saul (“mejor llamá a Saul”, el eslogan del abogado en sus avisos televisivos).
Tejedor delicado de tramas y subtramas, Gilligan hace un uso de los flashbacks y flashforwards que es muy cuidadoso y también muy pos-Lost: mientras que en la serie de la isla ambos eran recursos obligatorios (cada capítulo tiene al menos un salto temporal o, en la última temporada, dimensional), en Breaking Bad son pequeños guiños que echan a rodar la trama: la quinta temporada (la más intensa, sangrienta y vertiginosa, que en su segunda mitad pasa de ser “Walter derrota a la mafia” a “Walter prófugo”) mostró escenas ubicadas en los primeros capítulos de la serie y hubo incluso alguna pista del final; en la segunda temporada van apareciendo fragmentos incomprensibles de lo que en la tercera se revela como la explosión de un avión que es indirectamente culpa de Walter y Jesse.
No quedan muchas dudas de que el capítulo del domingo va a ponerle fin a un fenómeno que supo procesar como pocos su tiempo (la crisis estadounidense siempre está de fondo), con calidad técnica y actoral y la consolidación de un estilo que va a dejar a muchos esperando la próxima serie de Gilligan. Después de apagar la computadora y superar el shock, va a ser difícil caminar por Montevideo y tomar en serio los muros de Acción Poética que invitan a apagar la tele y prender la cabeza.