El jueves se dieron a conocer los nominados de una nueva edición de los premios Oscar, y con ellos, pencas y diferentes labores augúricas, dentro y fuera del espectáculo.

De los Oscar suelen decirse muchas cosas, pero teniendo en cuenta sus complejísimos mecanismos de votación, es difícil acusarlos específicamente de arreglos o gestos políticos flagrantes, como han sabido darse en otras premiaciones como la de Cannes (recordar la exageradísima Palma de Oro que se le otorgó a Fahrenheit 9/11). Sin embargo, es justamente por esos mecanismos de votación que los resultados suelen apostar a una curiosa medianía crítica, desplegándose un llamativo paralelismo con las famosas listas del sitio IMDB, donde no se acostumbra incluir en los lugares más altos a los films más innovadores o respetados por las altas esferas cinematográficas, sino a algunos dramas medianos, no necesariamente malos (como el caso de Shawhank Redemption), pero que rara vez marcan a fuego a la cinematografía, a diferencia de otras películas que quedan por fuera de las categorías. A pesar de esto, es interesante cómo justamente, al estar los premios de la Academia lejos de los actos políticos mencionados más arriba, logran de una forma más disipada, pero a la vez bastante certera, hacer visibles algunos de los temas que han marcado agenda en el cine y en la realidad estadounidense, en una especie de extraña apertura al inconsciente de la industria.

Si en 2011 los premios de la Academia dejaban al descubierto como nudo sintomático el desesperado y nostálgico intento de rescate de “la magia del cine” en uno de sus momentos de mayor crisis financiera y estructural (recordar a Hugo o a El artista), 2012 fue el año en que la industria sirvió como prótesis de un proyecto de reconstrucción nacional, saldando cuentas del pasado (el estilo exploitation revanchista de Quentin Tarantino en Django), reasignando el sitial de próceres (Lin-
coln) o creando, con Zero Dark Thirty, una -polémica- versión oficial del presente, una manera de organizar lo que queda en foreground y en background ante los hechos ocurridos durante la búsqueda y el asesinato de Osama bin Laden. Viendo la lista de películas nominadas (e incluso permitiéndose incluir algunas que quedaron fuera de varias de las categorías) se puede percibir que 2013 fue un año de revisionismo moral con respecto a los pecados que desencadenaron la crisis financiera. El lobo de Wall Street, American Hustle, El gran Gatsby, Blue Jasmine, e incluso The Bling Ring y Springbreakers, todos tratan con el exceso, con el modo en que una obscena ambición de más y más termina canibalizándose a sí misma. Es casi como si en esta serie de películas extremas en cuanto a la ostentación se intentara encontrar el punto en el que saltó un tapón, cuándo el auto se fue por la banquina.

Más allá de esto, toda presentación de nominaciones viene aparejada con recuentos de películas que “deberían” haber figurado pero brillaron por su ausencia en la lista. Aun entre las que compiten en varias categorías hay injusticias y sorpresas varias, como por ejemplo la no nominación a la actuación de Joaquin Phoenix en Her, la extraña indiferencia hacia Inside Llewyn Davis (dejándola incluso fuera de la categoría de mejor canción, en la que está uno de sus puntos más fuertes) o la no inclusión de 12 Years Slave en la categoría de Mejor Cinematografía (algo que la hubiera dejado con la misma cantidad de menciones que American Hustle y Gravity (que son, con diez cada una, las más nominadas del certamen).

Tomando en cuenta estas injusticias casi orgánicas en cualquier premiación, vale la pena mencionar algunas buenas -y en ciertos casos, grandes- películas que quedaron fuera de las nominaciones.

Revisiones

En primera instancia, y retomando el tema de Mejor Cinematografía mencionado más arriba, uno no puede evitar notar que, salvo contadas excepciones, dichos galardones suelen ser entregados utilizando criterios de imponentismo, usualmente favoreciendo a películas con poderosos efectos visuales y olvidando lo propiamente fotográfico. Es justamente en este punto donde uno suele percibir que en la selección de esa categoría hay un encare más técnico que autoral, que muchas veces deja afuera a figuras que han logrado una marca identitaria insustituible. Como ejemplo de esto podría citarse Only God Forgives, película algo fallida de Nicolas Winding Refn (a diferencia de la maravillosa Drive) que, sin embargo, posee una exuberancia en colores, encuadres y movimientos de cámara que convierten a su cinematografía en algo realmente distinto de todo lo que hay por la vuelta. Un ejemplo más sobrio es el de Frances Ha, que en su blanco y negro parece, por momentos, una Manhattan del siglo XXI, lo que debería estar haciendo Woody Allen en la actualidad si no se hubiese convertido en un empleado de los ministerios de Turismo de los países que retrata. También hay otros films notoriamente más interesantes en cuanto a fotografía que, al menos, Nebraska o Prisoners (no nos metemos con Gravity y The Grandmaster, que tienen bien ganadas sus nominaciones), como podría ser la edulcorada pero visualmente impactante La vida de Walter Mitty, o Upstream Color, pero nada se compara con la arrolladora experiencia visual que es Leviathan. Este film experimental, que quedó por fuera de la categoría de Mejor Documental, sigue el acontecer de un barco pesquero, pero se aparta del registro de su actividad específica y se enfoca más en las extrañas dimensiones del mar, los peces y la maquinaria del barco. Filmado con cámaras móviles a prueba de agua, lo que registra Leviathan no se parece a nada que se haya filmado hasta la fecha, una experiencia de imagen/sonido que puede ser vivida de una manera aterradora, sin que sea posible precisar exactamente por qué. En medio de la oscuridad, por momentos el cielo parece estar abajo y el agua arriba, las gaviotas chillan desesperadas, los peces se vienen hacia el espectador como si fueran monstruos, los hombres lucen como robots, apéndices del barco. Es curioso, pero uno percibe a Leviathan como un documental en el que se filma a la naturaleza como si fuera una película gore. Es casi, por así decirlo, una reversión de La sangre de las bestias, saliendo del matadero y metiéndose en el mar.

Dentro de categorías no tan usualmente asociadas a la técnica, no sorprende pero es medio desconcertante imaginarse la categoría de Mejor Actriz sin la presencia de Adèle Exarchopoulos en la brillante La vida de Adèle, ganadora de la Palma de Oro en Cannes el año pasado. En ella el director tunecino Abdellatif Kechiche logra llegar a su obra maestra en cuanto al pulido compacto y minucioso de los vínculos humanos, trazando el descubrimiento de la homosexualidad de su protagonista pero manejándose dentro de una complejísima gama de grises, de modo que el asunto nunca se centra en la aceptación o no aceptación, sino en los auténticos vaivenes de una forma de querer y sentir (en cada momento en que percibimos que la película puede derivar en una dinámica de conflicto entre la protagonista y su medio, La vida de Adèle se reposiciona, tomando elipsis, volviéndose a centrar en ella misma). Sin ningún problema podría haberse nominado a Léa Seydoux en la categoría de mejor actuación femenina de reparto, pero este film quedó como una maravilla privada de los galardones europeos.

Al menos para quien escribe, la mejor película del año no es la tan maravillosa como minuciosa 12 Years Slave, sino el documental The Act of Killing, en el que se le dio al genocida indonesio Anwar Congo material y presupuesto para documentar cinematográficamente sus “gestas”. El resultado es algo escalofriante, mucho más demencial y violento que lo que podría salir de la imaginación de cualquier fan de Tarantino, y la tétrica y explosiva sinceridad de Anwar replantea un camino alternativo, casi opuesto, a la construcción problemática del recuerdo y la imposibilidad cinematográfica del cine a la hora de recoger lo inenarrable de las crueldades históricas. Más allá de esto, en la categoría Mejor Documental (en la que está justamente nominada esta película) sorprende la extrañísima ausencia de Stories We Tell, un personalísimo documental sobre una familia y la forma de reconstruir ese recuerdo, mediante falsas filmaciones caseras. Al observar entre las nominadas a Mejor Documental, la película 20 Feet from Stardom (sobre una serie de coristas que han ocupado un lugar clave en la música del siglo XX pero que durante casi toda su carrera permanecieron invisibilizadas detrás de la presencia de las estrellas), podemos notar que 2013 fue un año de grandes documentales de rock, entre ellos A Band Called Death (sobre el grupo Death, que se anticipó al punk -e incluso al hardcore- sin haber sido notado por absolutamente nadie), Muscle Shoals (sobre un estudio de grabación de Alabama que cambió la historia del soul y el rock) y The Punk Singer (sobre la cantante y activista feminista Kathleen Hanna). Hay otras grandes películas que no aparecieron en la lista, como la épica generacional -muy a lo Sundance- que es The Place Beyond the Pines, esa extraña parábola infantil noir que es Mud (de Jeff Nichols, uno de los directores indies con crecimiento más regular y sostenido de los últimos años), la hermosa y calibradísima síntesis entre ciudad, obra de arte y drama de Museum Hours (Jem Cohen) y esa pequeña joyita de mumblecore que es Computer Chess (Andrew Bujalski), filmada con cámaras VHS tubo de los 80, un extraño producto que alterna entre comedia, falso documental y ciencia-ficción, sobre un campeonato de ajedrez entre programadores de computadoras. Mencionar todos los films que quedaron afuera sería una labor babilónica, pero esto es al menos un intento de hacer algo de justicia.