“¿Se pueden hacer obras que no sean de arte?”. Incluso Wikipedia la cita: es la célebre pregunta que Marcel Duchamp escribió en 1913 y cuya inquietud, a ella intrínseca, condicionaba en aquel momento su producción, ya bastante alejada de telas, bastidores y caballetes. Porque si por un lado estaba por empezar el luego famosísimo Gran vidrio que lo ocupó durante siete años, por el otro estaba a punto de “hacer obras” que soliviantarían el arte del entero siglo XX (y más) sin, en principio, realmente “hacerlas”.
A propósito de los readymades
Aunque posteriormente, en 1921, la hermana Suzanne comprará otro, ahora parte de una colección privada; parece el primigenio chiste de quienes entran en un museo o galería hoy y se confunden -o simulan confundirse- entre obras y objetos prácticos alojados en la institución. Curiosamente, así como el más célebre y escandaloso de los readymades, el urinal Fuente de 1917 -no admitido por el comité de la Société des Artistes Indépendants de Nueva York, de la que Duchamp formaba parte y que, supuestamente, no podía por estatuto rechazar obras- nunca se vio públicamente en su versión original. Los que circularon después fueron fotos y tardías copias autorizadas por Duchamp.
El gran quiebre del arte contemporáneo pasó a través de piezas que nunca se expusieron físicamente, pero que hacían de su presencia física el nudo central de su sentido. Una de muchas paradojas de este tipo de producción que desató una suerte de terremoto cultural: ya en los años 30 la poética del objet trouvé (básicamente el readymade que admite modificaciones) era tan densa conceptualmente como tupida en ejemplos. Volviendo al Colador de botellas, o Botellero, resulta clarificador repasar la idea que Duchamp tuvo al escogerlo (y al escoger a los demás): “Es muy difícil elegir un objeto debido a que, al cabo de 15 días, uno acaba apreciándolo o detestándolo. Se debe llegar a una especie de indiferencia tal que uno no posea emoción estética. La elección de los readymades está siempre basada en la indiferencia así como en una carencia total de buen o mal gusto”.
Ahora bien, la rotura con la tradición estética, tanto artística como literaria, la habían empezado los futuristas cuando notoriamente, en 1909, declararon el auto más hermoso que la Niké de Samotracia, idea que por supuesto tuvo infinitas declinaciones (menester recordar cómo, aquí, el siniestro Adolfo Agorio remataba, en francés, saludando la venida a Uruguay de Marinetti en 1926, con un “hay más belleza / en el ruido / de una motocicleta / que hace tratach… tratach… / que en todas las fugas / de Bach”). Empero el golpe duchampiano fue definitivamente más duro porque no sólo legitimaba como artístico algo salido de una plebeya fábrica y no de las manos del artista inspirado, sino también porque borraba del mapa su secular “coartada ideológica”, lo bello.
Por supuesto, la indiferencia que declaraba Duchamp, la “completa anestesia”, como la llama en un escrito tardío, a la hora de decidir qué iba a bautizar, de lo “ya hecho”, como obra es falsamente ingenua: por ejemplo, abundan los ecos sexuales con todas sus surrealfreudianas implicancias. Es difícil no leer el Botellero como una especie de pirámide de penes erectos esperando las botellas húmedas; Fuente, además de su espeso gramaje escatológico, sobre todo en la foto sacada por Alfred Stieglitz y publicada en la revista dadaísta The Blind Man, alardea formas femeninas y agujeros con olor a castración, mientras símbolos fálicos son hallables sin esfuerzo tanto en la pala de En anticipación del brazo roto (1915) como en la percha de Trampa (1917). Los readymades, además, significaron también un corte con cierta idea de artista -en aquel entonces todavía idolatrado por un sector de la sociedad, como si fuese un ser superior, y maltratado por el otro, como un inútil indolente-, sustituyendo a sus habilidades manuales (en acérrima competencia con modos de producción a menudo más satisfactorios, la industria y la fotografía) sus capacidades intelectuales. De ahí a que esta “revancha” conceptual estalle en todo su potencial pasará más o menos medio siglo, lo cual, según la perspectiva, puede ser mucho o poco.
El mismo Colador de botellas contiene tal vez, a nivel lingüístico -un nivel absolutamente esencial para Duchamp, reputado también por sus calembours-, la clave de esta erradicación de la personalidad social del artista, el título original es Égouttoir: el goteo hasta acabamiento de dos palabras (y sus sentidos), en él contenidas: el goût (gusto) y el ego. Si el autor sale por lo menos herido, bien sacudidas también resultan el aura de la obra y el efecto mágico que la admiración y el recogimiento frente a una alta creación humana deberían suscitar, en términos clásicos. Así sentenció el mismo Duchamp sobre su Botellero -de paso vulnerando también los roles de original y copia-: “La idea de contemplación desaparece completamente. Tomen sencillamente nota de que era un colador de botellas y ha cambiado de destino”. Al presentar un objeto común, masivo e incluso banal como el fruto del ingenio del artista, Duchamp desafió los valores, tanto de uso como de cambio, tradicionalmente ligados a las obras, creando un instrumento que, como resume Hal Foster, “más que todos los demás sirvió para articular la tensión entre arte y mercadería”.
Tal vez el hecho de que el mismo nombre de ese “género” vacile continuamente en su morfología -se puede ver escrito, indistintamente, ready made, readymade, ready-made- habla de la ambigüedad e inestabilidad que yace en la centro de las cosas: el simple deslizamiento de un objeto de un contexto a otro abre un abismo que, diez décadas después, no ha sido totalmente colmado. No sólo cierto público sigue reacio a la lógica del readymade (que, forzando un poco la cuestión, se podría hacer coincidir con la lógica de buena parte del arte contemporáneo “de punta”), sino que también ciertos críticos, históricos del arte y especialistas lo miran todavía con sospecha. Sin embargo, se trata de un proceso histórico comprensible y que ha dado vida a obras de enorme valor: es testigo de un cambio paradigmático en el que la presión capitalista y el empuje de la técnica -entre otros factores- dan vuelta el rol del arte.
Boris Groy explica rotundamente ese mojón, sosteniendo que, y aquí simplifico necesariamente, con las vanguardias, no es más el público que mira y juzga las obras, sino que son las obras que miran y juzgan al público. Ese centenario botellero, y sus hermanos, parecen ser el primer momento consciente de esa larga mirada que se sostendrá todavía para rato.