Mientras sube una escalera recuerda que Juan Carlos Onetti le dedicó Los adioses a la misma poeta. “A Onetti lo leí con intensidad cuando estaba en la universidad, como parte de las lecturas del boom. Además estaba el personaje de Jeremías Petrus. Es genial encontrar un tocayo en la literatura... Siento que él ha sido una presencia en mi libro de cuentos, Punto de fuga, que parte de una premisa muy similar a Contarlo todo, pero que es más oscuro y pesimista. Creo que el cuento, en general, es un género pesimista y escéptico. [Raymond] Carver, [Richard] Ford, [Anton] Chéjov, [Edgar Allan] Poe... No es un género de la luz. La novela es otra cosa. Creo que para sostener una narración de 500 o 600 páginas ya eres un poco más inocente, tienes un poquito más de fe, por lo menos en la posibilidad de enunciar, si no, no aguantarías tanto”, sentencia.
-Considerás que Manuel Puig es maravilloso y que se aleja del escritor que escribe sobre escritores. Vos, como lector, ¿dónde ubicarías a Jeremías Gamboa?
-Imagino que entre Puig y [Mario] Vargas Llosa. Por lo menos en mi novela descubrí que tengo cierta sostenibilidad en el tono de la narrativa. He podido narrar una novela larga, y sin embargo, las paredes de ese edificio son de sentimentalidad. Ahí soy más cercano a Puig, Jorge Amado y los escritores sentimentales. En cambio, los del boom son más racionales. También soy más próximo a lo femenino. De mi país, un poco a lo Bryce Echenique. Buena parte de lo que ha funcionado en Gabriel [Lisboa, protagonista y narrador de Contarlo todo] es que los lectores se sienten tocados, tienen compasión por él. Incluso un lector brasileño me dijo que de pronto sentía que estaba en un partido de fútbol y que torcía por Gabriel. Son emociones que no necesariamente trabajó la literatura más seria del boom. Me ubico allí, supongo, porque es una especie de rigor sentimental.
-Recomendaste La ley de la ferocidad (2007), de Pablo Ramos.
-Es un libro que he leído con enorme placer. Ramos llegó a la última Feria del libro de Lima, ahí lo conocí. Él además había leído Punto de fuga y tuvimos un intercambio muy interesante. A veces sólo te das cuenta si un escritor es bueno cuando lo escuchas hablar y contarte historias. Él es del mismo modo que escribe.
-¿Tal vez te marcó por la relación del protagonista -Gabriel Reyes- con su padre? Porque vos ahora estás escribiendo la historia de un personaje que se parece mucho al tuyo.
-Entre otras cosas, compartimos el Gabriel. Es interesante leer un escritor como Ramos porque me hace ver las cosas que tengo que se acercan a él y aquellas que son sólo mías. Él es de los escritores como [Alberto] Fuguet, Vargas Llosa o [Franz] Kafka, que escriben desde el furor contra el padre. Escriben con una energía que no diría destructiva, pero sí que encara al padre. Mi energía, en cambio, es la de construirlo. Y ésa es la que se aproxima más a [Hanif] Kureishi o [Orhan] Pamuk. En Pamuk existe un deseo de edificar una imagen del padre más que contrastarla.
-Lisboa no le tiene rencor, ni siquiera lo piensa.
-No me servía que tuviera padre. Hay decisiones netamente literarias que uno toma en función de la novela. Lo que probablemente incluya mi próximo trabajo es un ingreso muy profundo de una figura que se asoma en Contarlo todo y que muchos lectores me han reclamado por qué no la exploré más: el tío Emilio. Es un personaje que genera una comunión con el lector, y después uno se pregunta por qué no continúa. Es que en algún momento me di cuenta de que el tío Emilio convocaba unos materiales que más bien pertenecían a otro libro, que es en el que estoy trabajando ahora. Por eso no me convenía que el padre apareciera en la novela, porque me di cuenta de que el centro de lo que estaba escribiendo -una novela que llegó a tener 900 y tantas páginas- era más el asunto de la amistad, el amor y, sobre todo, la orfandad. Lo que caracterizaba a Gabriel era una especie de lucha -solo, a la intemperie, sin padre- por encontrar un lugar, como el Lazarillo de Tormes. Sentía que mi Gabriel era un Lazarillo del siglo XXI, y por eso no me convenía una figura paterna. Lo bueno, paternal, que lo acompaña, lo deposité en el tío. Me sirvió mucho pensar en El camino [1957], de [Jack] Kerouac: Sal Paradise no tiene padre y ni siquiera nos importa. Hay un huérfano ahí; creo que Gabriel Lisboa recupera en intensidad la relación que él mantiene con Dean Moriarty y con sus amigos. Ésta es la relación de los hijos sin padres, que de pronto hacen de sus amigos una familia.
-Por eso ese temor constante a perder los lazos que lo unen con sus amigos y, por ende, con la sociedad.
-Sí, claro. Por eso sabía que se estaba acabando la narración de la novela cuando el amigo se iba y el conciliábulo se detenía. La novela aborda el fin de una época. Había comenzado a crearla de manera muy ciega. Lo primero que escribí fueron las páginas iniciales, una en la que dos chicos se encuentran en una universidad con ganas de acostarse -escena que después protagonizan Gabriel y Fernanda-, y otra en la que un amigo deja a otros amigos, que es cuando se va Ramírez Zavala. Este momento los lanza a la adultez. Uno los ve crecer, y cuando ya son adultos la historia se acaba, porque la adultez es otra novela. Me di cuenta de que en esas primeras tres apariciones ya tenía los temas de la novela.
-¿Tus padres nacieron en el campo?
-Sí, en la zona norte de Ayacucho, pueblo famoso porque ahí surgió Sendero Luminoso. En una época fue un lugar muy atrasado. Los dos fueron niños campesinos, pero se conocieron en Lima en los años 60, a donde emigraron por temas económicos. Vivían en un barrio de clase media baja, y ahí nacimos mis hermanas y yo. Éste es un conjunto de asuntos que siento que recién voy a poder abordar.
-Has contado que tu padre fue a buscar su partida de nacimiento, que nunca encontró...
-Parece real maravilloso, pero es más bien una realidad triste. A raíz de un viaje reciente fui descubriendo el nivel de materialidad que tiene nuestro oficio.
-Al igual que Lisboa, ¿vos también percibís el mundo mediante la literatura?
-Fue un suplemento y un complemento. La literatura me llegó cuando ya me encontraba en la universidad, y no desde la biblioteca. Me emocionó mucho cuando en La ley de la ferocidad leí que el personaje de Ramos descubrió los libros en la cárcel. Las novelas que podía comprar -por ser más baratas- eran las del siglo XIX; en ellas descubrí personajes con los cuales me identificaba y que en algún sentido me resultaron mucho más cercanos que los que conocía en donde estudiaba. Eran tipos llenos de ideas, que se sentían zafados de la sociedad en la que estaban. Yo contaba con historias orales sobre la infancia de mis padres que había recibido toda la vida, y comencé a pensar qué sucedería si escribía una novela sobre eso. A partir de ahí comencé a imaginarme un futuro como escritor. Creo que no podría encarar esos temas si no hubiese hecho primero una novela en la que soy capaz de trabajar con experiencias más cercanas. Voy a tratar de ir ampliándolo y, por supuesto, cometiendo errores, fracasando en público. Eso está bien.
-La ley de la ferocidad es la aventura del lenguaje, y pareciera que Contarlo todo es la aventura de la escritura.
-Sí, yo noto en Ramos una superficie mucho más acentuada del lenguaje. Yo, en cambio, soy un escritor en el que el lenguaje más bien tiende a volverse invisible. Tengo la impresión de que lo más interesante que puedo dar ocurre justamente cuando tú no sientes que estás leyendo el libro, sino que estás dentro. Algunos lectores me han dicho que por momentos han dejado de ir a algún lugar porque no querían soltar el libro, aunque a la vez se olvidaban de que estaban leyéndolo. A mí nada me parece más estimulante y emocionante que saber que al lector le sucede eso. Amigos escritores me han dicho: “Me dieron ganas de escribir”. Creo que no hay piropo mayor para un escritor que a otro autor le provoque ganas de escribir el hecho de leerte.
-En la novela no abordás los grandes temas de la literatura peruana, sino que te centrás en alguien que encontró su voz literaria luego de diez años de intento...
-He sido atacado por no hablar de los grandes temas de la literatura peruana, cuando yo más bien creo que deberían ser los grandes temas del periodismo peruano, como Sendero y [Alberto] Fujimori.
-¿Por qué creés que existe el reclamo de una novela social?
-Es interesante que tú me lo preguntes, porque eso sólo ha ocurrido en Perú, México y Bolivia. Ésos son los únicos países que me lo han reclamado. No lo han hecho en España, Uruguay, Argentina o Chile. Son lugares donde se ha mantenido la idea de que la literatura debe intervenir sobre las sociedades desde un sentido moralizante y de denuncia. Creo que son países que han tenido enormes procesos de inequidad y en los que la literatura ha estado muy asociada a la denuncia. Supongo que es un lastre de la manera como se entiende la literatura, y creo que ésta debe dar la batalla. Ahora que toco el tema campesino, seguramente me van a crucificar, pero hay que dar la batalla con los libros.
-Sin embargo, el tema de la novela es la movilidad social de alguien que aspira a ser escritor pero el contexto no se lo posibilita, aunque después la novela sea escrita ahí mismo.
-Totalmente. Además, es una visión dura de la realidad peruana, no es complaciente. A mí me ha sorprendido leer algunos críticos a los que respeto diciendo que más bien es una visión a favor de cómo está la sociedad, cuando en verdad es una visión crítica que ingresa en el tema del racismo, que casi no se ha tratado en la literatura peruana o se ha trabajado de una manera muy exterior, como gente que maltrata a otros, blancos que maltratan indígenas. En mi novela el conflicto racial se encuentra en el interior del personaje, que está escindido de él mismo. Eso no creo haberlo leído en una novela peruana antes.
-¿Cómo se da ese diálogo entre el mestizaje y la escritura en la actualidad?
-Es tremendo y complejo. Hay gente que ha escrito cosas sobre mi libro en las que se perciben cuestiones más bien de ellos. Tenía claro que, además de las otras inclusiones, ésta era la historia de un mestizo que se canta y que se arroga el derecho de nombrar cosas que otros no habían hecho antes. Bryce Echenique tiene a Martín de Romaña, que escribe sobre su vida sentimental, y yo tengo a Gabriel Lisboa, que escribe sobre la suya. ¿Por qué no?
-¿Lo que cuenta es fallar?
-Sí, creo en eso. Comencé a escribir cuando asumí el error, cuando asumí que podía fallar. Los mejores avances en el arte en general provienen de errores y de sus lecturas. El conocimiento artístico y su avance se ha dado a partir de la lectura inteligente del error. El arte abstracto nació así, y la perspectiva también contó con esos elementos. La poesía y la narrativa son el resultado de una cadena de errores bien leídos. Escribir es leer bien tus errores y conducirlos a un lugar donde las cosas funcionen. Una vez escuché una declaración de Dustin Hoffman en Inside the Actors Studio que me encantó. Le preguntan qué es una escena y él responde: “Es el mejor lugar para fracasar”. ¿Por qué no puede serlo también la novela? Creo que no hay temor al error en Ramos, en Kerouac, en Fuguet o en [Roberto] Arlt, ni en ningún escritor que sea respetable.
-¿Cómo ingresa Roberto Arlt en esa dualidad entre literatura y periodismo que define Lisboa?
-A Arlt lo leí tarde, y escribí Punto de fuga sin conocerlo, ya que recién lo descubrí cuando hice la maestría. Leí Los siete locos [1929] y Los lanzallamas [1931] de un tirón. Un profesor me había dicho que yo era un poco arltiano, y cuando lo conocí me encantó. Descubrí una literatura “mal escrita” pero extremadamente reveladora, y creo que esto influyó mucho en la literatura de Contarlo todo, en el que hay una liberación completa. Un escritor tiene un repertorio de lecturas que van de Thomas Mann a Stephen King, y cuando yo tenía que acercarme al conciliábulo de mostros y formar esa logia, Arlt era la fórmula.
-Además, como ya se ha dicho, hay dos claras referencias: una es Conversación en la catedral (Mario Vargas Llosa, 1969), a partir de la sala de redacción, y otra es Roberto Bolaño, a partir del taller de poesía y, por ahí, también a los amigos en los bares.
-Uno escribe muchos planos a la vez, y también escribe viendo qué lugar ocupa la novela frente a otras. Cuando Gabriel Lisboa, al inicio de la novela, está entre el taller de poesía y la redacción de Proceso, está entre vivir Conversación en la catedral o Los detectives salvajes [Roberto Bolaño, 1998]. Me gustaba que esos libros aparecieran, como también me gustó que sobre el final no haya referencias tan claras. Son dos libros tremendos, y sí que estaban presentes.
-Has dicho que no hay escritor peruano que no se haya organizado frente a Vargas Llosa, ya sea en contra o con él. ¿Eso se volvió un modo de diálogo con la tradición literaria nacional?
-Supongo. Pero sobre todo por lo que él reúne, ya que es un escritor que además ha hecho periodismo, tiene posiciones políticas fuertes, ha ganado el premio Nobel. Hay gente que dice escribir sin pensar en él, pero creo que incluso cuando escribes algo muy diferente tomas una posición frente a él. Es una presencia muy potente, porque no tenemos tantos narradores. En poesía, en cambio, es diferente. Tenemos tantos buenos poetas que uno está más rodeado. Pero en narrativa la figura de Vargas Llosa es muy fuerte; para mí ha sido central, le debo mi vocación. Las grandes decisiones que tomé se las debo a El pez en el agua [1993].
-Hace poco dijiste que en Perú siempre han sido separadores, y que tu generación se dividió entre los librescos y los vitalistas. Pero lo cierto es que Contarlo todo es un híbrido de ambas.
-Sí, ha habido eso, es verdad. Esa hibridez es lo que yo quería. Que por un lado sea muy vital, y que por otro sea sobre alguien que se propone escribir. Lo que ocurre en la literatura peruana es que hay mucha resistencia a una visión conciliatoria. Por ejemplo, algunos críticos señalaron que Lisboa tenía un carácter arguediano, que era una especie de chico andino, y eso a mí me encantó. [José María] Arguedas será una referencia más fuerte en lo que escribo ahora. La cuestión es que Perú es un país dividido. Arguedas o Vargas Llosa. ¿Por qué no lo dos? Creo que mi generación está cambiando un poco esto, estamos siendo menos excluyentes.
-En Perú te preguntaron si seguirías desmenuzando tu propia historia o por fin te centrarías en proyectos literarios de “ficción más pura”.
-Creo que ya decepcioné a un grupo claro de lectores, porque escribo desde otro lugar. Lo que sí voy a hacer es salir un poco de mi experiencia y hacer algo distinto. Es interesante lo que pasó en la mesa [se refiere al panel Cinefilia del Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires], porque allí me di cuenta de cosas. Fui al cine por primera vez de niño a ver a Cantinflas, y luego volví recién a los 14 años porque no había plata para eso. Sin embargo, he visto un montón de cine mexicano en la televisión toda mi infancia. Sospecho que allí nació la idea de buscar conmover, y supongo que esos primeros años son los centrales.
-Cuando decías “mi generación”, ¿a quiénes te referías?
-Hay un grupo de escritores muy solventes, pero todos hacemos cosas muy diferentes. Está Daniel Alarcón, que escribe en inglés cuestiones muy políticas; Carlos Yushimito, que es uno de los grandes lectores de Felisberto Hernández, y de hecho él es el Felisberto contemporáneo. En Uruguay deberían leerlo. Sobre todo porque es Felisberto cruzado con [Rubem] Fonseca, un encuentro muy interesante, y de hecho comenzó escribiendo un libro que ocurre en las favelas brasileñas. Otra es Gabriela Wiener, que escribe una suerte de no ficción personal descarnada, en la que cuenta su sexualidad. También tenemos a un escritor bestseller como es Santiago Roncagliolo. Hay una diversidad muy grande. Pero de esto está hecha la literatura, y esto mismo vuelve atractivo a Perú.
-Si detrás de todos tus relatos siempre hay una película, ¿cuál sería la de Contarlo todo?
-Había escrito un párrafo, que después quité, en el que el narrador pedía que lo llamaran Barton Fink, pero no lo utilicé porque estaba bien que fuera la música la que apareciera. Y es “Beginning to See the Light”, de [Lou] Reed, la que desencadena todo. Este libro nace, entre otras cosas, de una inmensa decepción con El pez en el agua, ya que en el libro no se narra cómo Vargas Llosa se hizo escritor ni cuando escribió La ciudad y los perros [1963]. Claro, uno también escribe libros para reescribir libros que lo han marcado, y El pez en el agua me había dejado ese sinsabor. París no se acaba nunca, de [Enrique] Vila-Matas [2003], no lo aborda porque no es ése el objetivo. Y no he encontrado ninguna novela en la que se narre eso. Parecería ser lo indecible. Pero en Contarlo todo tú estás viviendo el instante cero en el que se comienza a escribir. He hecho lo inverso: donde en general acaban las novelas, yo he comenzado la mía.