Desde los días en los que la televisión estadounidense era reinada por el carismático Johnny Carson hasta el clásico espacio Weekend Update de Saturday Night Live, reírse de las noticias del día es un recurso casi automático que ha sido desarrollado con particular talento en el país del norte. Pero la primera década de este siglo presentó una variación en la figura de Jon Stewart, quien en The Daily Show -en un principio uno más de los shows de medianoche conducidos por humoristas al estilo del ya mencionado Carson- comenzó a desfragmentar los chistes de las eventualidades diarias para dedicarse en particular a un tema, sobre el que Stewart y su grupo de colaboradores se enfocaban hasta convertir los simples hallazgos humorísticos en una suerte de editorial. Stewart, un comediante de extracción progresista o liberal, y The Daily Show se convirtieron en la pesadilla de la administración Bush y la prensa conservadora, a la que satirizaron en forma inmisericorde. El propio programa de Stewart -emitido por el canal de comedia Comedy Central- creó su competencia cuando algunos participantes emigraron a otros programas de similar talante. El primero en buscar suerte en solitario fue Stephen Colbert, quien en The Colbert Report desarrolló el personaje que había creado junto a Stewart, que era una parodia de los columnistas de derecha del canal Fox, y se convirtió en un programa subsidiario de The Daily Show. Más radical fue John Oliver, un guionista y comediante inglés que creció desde un rol menor como corresponsal británico hasta llegar a suplantar a Stewart durante sus vacaciones como conductor. La expresividad del inglés fue notada por el canal estrella de la televisión por cable, HBO, que, siempre dispuesto a correr riesgos, le otorgó un espacio de media hora semanal bajo el nombre de Last Week Tonight with John Oliver, así como un equipo de producción periodística.
Como conductor Oliver es bastante mejor que el sobrevalorado Stephen Colbert, pero no es un comediante tan gracioso como su mentor Stewart ni como los conductores de shows nocturnos (David Letterman, Conan O’Brien), y a veces su candoroso entusiasmo, que lo hace tentarse antes de tiempo, entorpece el fluir de los chistes. Pero ese entusiasmo es el que les da una mayor fuerza cáustica a los momentos en los que se indigna. Su furia es más asordinada y bufonesca que la de, por ejemplo, el irascible comediante de stand up Lewis Black, que parece atragantarse de la indignación cuando habla de la política estadounidense actual, pero no por eso es menos creíble. Oliver parece ser incapaz de aceptar que lo que está describiendo sea posible, y si se ríe, se ríe con lo que Milan Kundera llamaba “la risa del diablo”, la risa que provoca descubrir el absurdo y la imbecilidad del mundo que nos rodea.
El programa gira alrededor de uno o dos informes centrales que duran entre 15 y 20 minutos ininterrumpidos (que con la velocidad verbal del conductor se hacen muy completos), en el que Oliver se dedica a diseccionar un problema en particular que no necesariamente tiene que ver con la agenda del día, y que tampoco suele ser muy conocido ni fácil de comprender sin estar familiarizado. Así, Oliver ha dedicado programas a la desigualdad de ganancias en Estados Unidos, a las finanzas del concurso de Miss America, al destino de los traductores militares locales utilizados por el Ejército estadounidense, a los prestamistas de bajo monto (un informe que, cambiando los nombres, vendría al dedo para ilustrar el funcionamiento casi usurero de sus equivalentes uruguayos) o a la reestructura de la deuda argentina. En estas latitudes fue muy difundido un informe en el que exponía el absurdo cuasi mafioso de la FIFA, explicándolo en términos simples para los espectadores estadounidenses con una claridad irrebatible que rara vez suele verse entre los periodistas deportivos de estas costas.
En Last Week Tonight with John Oliver hay espacios menores además del informe central. El más notorio es uno llamado “How Is This Still a Thing?”, frase de compleja traducción que podría interpretarse como “¿Y esto cómo puede existir todavía?” o “¿Cómo puede seguir importando esto?”, en el cual se describe un ítem cultural que ya debería estar completamente superado por simple sentido común pero que sigue vigente. Entre ellos se ha tratado la celebración del Día de la Raza (en Estados Unidos Colombus Day, “el día de Colón”) -que en el programa consideran tan irrelevante y equivocado como lo haría el presidente del club de fans de Eduardo Galeano- o el auge de la escritora-filósofa Ayn Rand, fetiche de algunos neoliberales conservadores y promotora del egoísmo absoluto como virtud moral.
Pero es el informe central lo que destaca y diferencia al programa de Oliver tanto de los salpicones de noticias comentadas humorísticamente como de los programas periodísticos “serios” que introducen sus cuotas de humor en espacios claramente diferenciados del resto. Los informes centrales están impecablemente investigados y expuestos, y en ellos se manejan cifras y documentos concisos mientras Oliver hace reír no con digresiones, sino con comparaciones y ejemplos a menudo obscenos pero siempre pertinentes. Oliver putea, satiriza, extrapola, abusa de su acento inglés y de su condición de tal, pero al mismo tiempo opina y marca una posición apasionada, algo que no sólo lo diferencia de su mentor Stewart o sus competidores, sino que los ha hecho obsoletos. Después de ver al inglés cargar sus baterías contra la canallada de los decomisos policiales habituales en Estados Unidos es casi imposible no salir con una posición tomada y, como si fuera poco, bien informado al respecto.
No todo son risas y furia en Last Week...; Oliver también conduce entrevistas a personajes poco previsibles y generalmente relacionados con el tema del informe central. Por ejemplo, en uno de los programas, luego de denunciar la enorme influencia que algunos predicadores evangelistas estadounidenses tuvieron en la proclamación de varias leyes homofóbicas severas en Uganda, el conductor invitó al estudio a Pepe Julian Onziema, activista trans ugandés que lucha contra esa legislación (con serios riesgos para su vida), y la admiración y calidez de Oliver hacia el entrevistado irradiaban una sinceridad que es rara de ver en televisión.
En todo caso, tan sólo un año le ha alcanzado a Oliver para convertirse en uno de los comunicadores más influyentes de la televisión estadounidense y a la vez uno de los más entretenidos, presentando algo viejo y nuevo a la vez que tal vez no merezca el denostado término de infotainment y que en sus momentos más enérgicos parece, más que un programa, un acto de justicia.