Ya desde los tiempos de Johann Sebastian Bach uno puede saber que en la música, al igual que en la pintura, el cine y otras ramas del arte, el reconocimiento no siempre llega en su debido momento. En su tiempo, Bach, si bien no era desconocido, era más bien respetado por su estatuto de maestro y de ejecutante de piano, pero no así por su labor de compositor, obra sobre la cual inmediatamente después de su muerte pendió un cierto desdén, por asociarla a un estilo algo demodé y afectado. Es recién a partir de mediados del siglo XIX, cuando músicos como Mozart y Beethoven empiezan a defender su legado, que se empieza a cimentar su iconicidad dentro del mundo de la música clásica.
También músicos que hoy en día son parte de un sólido bastión de nuestra música contemporánea fueron, durante largo tiempo, perfectos desconocidos. Es suficiente citar a Nick Drake, un músico que es prácticamente una cita obligada en cualquier entrevista a alguien que se dedique al folk, y volver sobre sus pasos y encontrarse con el escasísimo impacto comercial que tuvo en su tiempo, así como el prácticamente nulo material fílmico sobre él o sus presentaciones en vivo.
Redescubiertos en el cine
En estas últimas menciones el elemento filmográfico es uno de los más valorados, esa pieza que puede extraer algo de la persona de carne y hueso, más allá de la música. Por curioso que parezca, en los últimos años lo cinematográfico ha sido, más que lo musical, lo que logró rescatar (y resignificar) a estos músicos del olvido. Se ha convertido prácticamente en un subgénero documental. Quizás la mención más reciente y más conocida sea la de Sugarman, obra del recientemente finado Malik Bendjelloul sobre Sixto Díaz Rodríguez, un músico norteamericano que habría sido una figura de renombre en Sudáfrica, pero que después terminaría por desvanecerse en el misterio. Lo efectivo y poderoso del documental es, posiblemente, el hecho de, no sólo contar la historia de esta figura esquiva en la música, sino de descubrir que aquel personaje seguía vivo, contrario a toda la mitología que había sido creada en torno a él.
En esa línea, sin ese enfoque tan marcado en el misterio de la desaparición física, sino más bien en el de la desaparición comercial, Anvil es uno de los más emotivos documentales que se haya hecho sobre una banda de rock en los últimos tiempos. El film comenzaba con un montón de altas figuras del rock y el metal (que pasaba por personajes como Lars Ulrich y Slash), todos contando el peso de aquella banda y haciéndose la misma pregunta: ¿Dónde están ahora? El film parte de un tono cómico que por momentos se parece a lo que sería Spinal Tap si la historia hubiese sido real, pero poco a poco va adquiriendo cotas emotivas que culminan en un concierto en Japón, una especie de épica agridulce que a más de un músico ha logrado arrancarle un lagrimón.
En estos últimos puntos, lo que rige es poder volver a dar voz a artistas que habían sido ninguneados o habían desaparecido del mapa, pero lo realmente interesante surge cuando es sobre bandas que ya no pueden reunirse por la desaparición física de alguno de sus integrantes. Como el descubrimiento de una banda como Death, a partir de un disco de demos fechado en 1974 que comenzó a circular por E-Bay hasta que la compañía Drag City decidió reeditarlo, por momentos parecería reescribir la historia del punk. Uno escucha a Death, con esa particular velocidad y ferocidad, y no sólo ve en ellos un germen del punk, sino del hardcore. Es casi el equivalente a Pere Ubu, que fueron, en algún sentido, pospunk antes del punk.
La belleza de Death, recientemente llevada a pantalla por el documental A Band Called Death, es la de haber sido una banda que no llegó a existir stricto sensu, una banda que sólo llegó a grabar el demo y siguió componiendo canciones en la intimidad de su casa, pero nunca se despegó para tocar en vivo. El documental permitía, de alguna manera, resucitar a la banda, con los hijos y sobrinos de los antiguos integrantes tocando covers de la formación original.
Aun así, en la línea de músicos desconocidos, posiblemente el documental más intrigante de todos -y sobre uno de los músicos más intrigantes que hayan existido jamás- es Jandek on Corwood. El primer disco de Jandek (aunque bajo el primer nombre de The Units) data de 1978, una obra tenebrosa, con una voz que parecía deambular, o más bien flotar espectralmente sobre una guitarra acústica hiperdesafinada, con letras que por momentos parecían más propias de un experimento de asociación libre que de una composición poética o comúnmente musical. Lo interesante del músico no es sólo su obra, sino su persistencia, con una coherencia estética que lo ha mantenido desde aquel primer disco hasta la fecha produciendo más de 70 discos (casi en una dinámica infatigable de dos, a veces tres, por año). Sin embargo, lo que realmente lo vuelve único es no haber establecido contacto con nadie que pudiera decir quién es, cómo vive y a qué se dedica. Jandek on Corwood hace referencia a Corwood Industries, la dirección de correo que figura en el reverso de los álbumes del músico, el único medio de contacto con ese reclusivo músico, que sólo llegó a conceder una entrevista vía telefónica con la revista Spin. Lo glorioso de Jandek on Corwood es poder construir un documental sobre un misterio, como si la figura del músico fuese una mancha de Rorschach en la que todos sus devotos fans, o críticos musicales, proyectan sus dudas y sus interpretaciones, sin jamás poder tener una imagen completa. Son particularmente interesantes las narraciones de varios de los entrevistados, en las que a menudo tratan de lanzarse en una labor detectivesca, intentando descubrir algún detalle del paradero del músico en las fotos que suelen ilustrar las portadas, o anticiparse a una despedida definitiva del músico -que nunca llega, porque seis meses después, fiel como el invierno y el verano, un nuevo álbum aparece- en el tema de cierre de un disco. Tanto misterio se vio parcialmente desgarrado cuando, en un evento sin precedentes, Jandek realizó un concierto en vivo en Glasgow, lo que desconcertó a sus fans y generó una procesión masiva de melómanos de Estados Unidos a Escocia. Más allá de esto, el misterio de Jandek va más allá de su presencia física, y poco es lo que se sabe de él, con músicos colaboradores que también se negaron a brindar información sobre el tema.
La lista de músicos redescubiertos por documentales puede extenderse aun más. Entre ellos podemos sugerir a GG Allin, que si bien tuvo cierta relevancia en una pequeña escena punk, no habría sido convertido en el ícono violento y under que es ahora si no fuera por el documental Hated: GG Allin and the Murder Junkies, de Todd Phillips (una obra que parece medio desencajada de comedias como The Hangover, Starsky & Hutch y Old School, por la que es más conocido), o a Daniel Johnston, que si bien tenía su seguimiento de culto un poco impulsado por la famosa remera con la que lo reivindicaba Kurt Cobain, no fue hasta el documental The Devil and Daniel Johnston que su nombre se hizo morbosamente famoso por los extraños vericuetos de la locura en la construcción de una obra y una figura musical.
En esta línea, uno no tan conocido, pero no por ello menos interesante, es Gary Wilson, que a fines de los 70 compuso el disco You Think You Really Know Me, una obra oscura, cargada de sexualidad, algo que por momentos hace que el romanticismo se convierta en algo más cercano al audiodiario íntimo de un asesino serial. El documental You Think You Really Know Me. The Gary Wilson Story fue el responsable de haber traído desde las oscuridades al músico que hasta ese tiempo había dejado sus composiciones originales para trabajar como músico de bar y al mismo tiempo trabajar detrás del mostrador en una tienda de adultos: algo demasiado perfecto para poder creerlo. El film logró relanzar la carrera del músico y desde ahí compuso cuatro discos, que parecerían retomar lo dejado en stand by después de You Think You Really Know Me, con una asombrosa naturalidad.
Quizás la noticia que verdaderamente motivó a quien escribe este artículo es el descubrimiento de la persona real detrás de Lewis, quien compuso el disco L’Amour en 1983. L’Amour es un disco fascinante, con una capa de sintetizadores que envuelven una voz aterciopelada -el adjetivo es un tanto terraja, pero es difícil explicarla de otra manera- que por momentos parece perderse y cantar tan bajo que se pierde en la mezcla, pero que alterna entre el country y el romanticismo ochentoso de una manera difícil de comparar con cualquier músico de su época. El autor de esta nota fue parte de un núcleo de fanáticos que durante años especuló acerca de qué podría haber pasado con el autor del disco -nunca se supo nada más de él y muchas líneas apuntaban a que estaba muerto- y el interés terminó dando sus frutos: recibimos hace unos meses la noticia de que Lewis no sólo está vivo, sino que siguió componiendo música. Fascinante fue descubrir que a L’Amour le siguió otro álbum prácticamente inconseguible llamado Romantic Times -donde la voz de Lewis es más errática, en la misma medida en que los sintes ocupan un lugar de aun mayor protagonismo- y Love Ain’t no Mystery, un álbum reciente, en donde vemos lo que el músico hace en la actualidad: algo completamente distinto en lo sonoro -un folk sumamente despojado, en el que sólo se escuchan la voz y la guitarra, y los dedos se escuchan pasar por las cuerdas- pero que en la idea de repetición de versos en distintos tonos puede rastrearse la seña personal del artista. Lo verdaderamente curioso es que Lewis parece no conceder entrevistas y no quiere que se le den las regalías por las ventas de sus discos reeditados por Light in the Attic. En alguna medida, el misterio sigue presente.
Horadar el misterio
Todas estas búsquedas tienen un componente ligeramente amargo. En algún sentido, dar con la persona física lima un poco el misterio que lo empujó a uno a hacer toda esa investigación. El asunto va más allá, con un universo digitalizado en donde cada vez es más difícil dar con algo que realmente salga del mapa de bytes que parece llegar hasta los espacios más recónditos. Estas búsquedas a base de fans -comparables a una labor de inteligencia militar- cada vez parecen más efectivas, pero al mismo tiempo uno teme que se pierda algo en ello. A la vez, el hipsterismo parece haber torcido un poco el espíritu original, cambiando el placer de la búsqueda -el sentido de comunidad que puede generar aquello mismo, como los fans de Jandek, o los recientemente satisfechos investigadores de Lewis- por una pose sabelotodo, esa de “yo lo conocía antes de que fuera mainstream”. Justamente, el sentido de comunidad original iba por el lado de gente que se sentía en la misión de que el mundo conociera a ese artista, y no el camino inverso que pretende mantener el secreto como una seña de cultura, o una marca artificial de capital simbólico.
Quizás en esa búsqueda de recomponer el misterio en un mundo en donde los músicos y su obra perdieron opacidad, cabe mencionar la última movida comercial de Wu-Tang Clan. El famoso colectivo rapero decidió para su disco de reunión sacar una sola copia y subastarla al mejor postor, casi como si fuese una pintura redescubierta, a criterio de quien la comprara. Más que una mera movida de mercado, la decisión parece hablar de algo que está pasando en el arte y algo que, en tiempos de máxima digitalización, pretende restituirlo. Walter Benjamin sonríe desde los cielos.