Ya lo hemos dicho: pocas cosas son tan tristes como la muerte de un comediante, especialmente la de uno tan bueno y alegre como Eduardo D’Angelo, una figura que para los que tenemos entre 30 y 60 años era tan familiar como uno de esos tíos graciosos que te salvan las fiestas de Navidad.
D’Angelo fue un niño prodigio que comenzó su carrera haciendo una imitación juvenil del argentino Luis Sandrini en tiempos en los que éste reinaba en el humor del Río de la Plata. Su talento vocal lo llevó a la radio, donde desarrolló una notable y precoz carrera, interrumpida sólo por el advenimiento de un nuevo medio, al que se sumaría como integrante de la primera generación de artistas locales dedicados a éste: la televisión. Allí, amparado por las figuras de Jorge y Daniel Scheck, pasó a formar parte del elenco de Telecataplum, un programa que lograría un éxito regional que tal vez ningún programa humorístico repetiría en el futuro, y que también convirtió a quien ya se destacaba como cómico individual en miembro de un colectivo en el que cada integrante potenciaba a los otros.
La figura de D’Angelo siempre estará ligada a las de una generación formidable, especialmente a dos de sus compañeros: Ricardo Espalter y Enrique Almada, a quienes seguían apenas un paso atrás en destaque Andrés Redondo, Gabriela Acher, Raimundo Soto y Henny Trayles, entre otros. La generación de D’Angelo fue una excentricidad en el medio rioplatense, donde generalmente el humor televisivo se estructura alrededor de una estrella, con una serie de actores menores que le hacen de pared y comparsa: se retroalimentaba a sí misma, se complementaba y autopotenciaba, hasta el punto de jugar de memoria y combinarse en un raro plano de igualdad.
D’Angelo se destacaba por ser un hijo de la radio y basar su humor principalmente en su voz, con la que, más que imitar a la perfección las características de la forma de hablar de los famosos (algo que hoy en día parece alcanzar para ser gracioso), imitaba las funciones de los personajes públicos de esos famosos, convirtiéndolas en sátira inmediatamente.
A la vez, D’Angelo era un gran cómico visual, que se destacaba de sus compañeros por su eterna alegría. Si algo hacía a los comediantes provenientes de Telecataplum inconfundiblemente uruguayos era una cierta melancolía palpable detrás de sus personajes. D’Angelo era una de las pocas excepciones: parecía siempre irradiar felicidad; frecuentemente se lo veía tentado en el transcurso de los sketches.
Desgraciadamente, los menores de 50 años no conoceremos jamás lo que generalmente se considera la época de oro de la generación de Telecataplum, ya que casi no se han conservado registros de su trabajo televisivo de la década del 60. Sin embargo, algunos sketches de los 70 todavía permiten percibir una clase de humor distinta, que no presumía de su buen gusto o familiaridad, porque, de hecho, era inimaginable que fuera de otra forma. Era un sentido del humor absolutamente “blanco” en su contenido, de una frescura e inocencia que jamás deben confundirse con la tontería o la superficialidad. Simplemente, un humor de otra época.
D’Angelo fue algo ninguneado en sus últimas épocas: tal vez no supo convertirse al humor predominantemente político o sexual que reinaba en el Río de la Plata. No era lo suyo, no era parte de su absurdo cinéfilo y su gracia física, que no necesitaba de golpes de efecto o temas de moda. Algunos epígonos de otras generaciones, como Leo Lagos y Los Supersónicos, reconocieron su talento y le dieron la oportunidad de ponerse al servicio de un entorno adecuado, en el que pudiera utilizar su histrionismo lleno de recursos. Pero, de cualquier forma, en sus últimos años se mantuvo alejado de la televisión, de la que fue casi un miembro fundador. Se dedicó al teatro, donde escribió, dirigió y protagonizó varias piezas humorísticas, y fue seguido por un público fiel, que seguía disfrutando de sus formatos algo anacrónicos y, sobre todo, de su gracia infatigable.
Eduardo D’Angelo fue enterrado ayer de mañana en el Cementerio del Norte, entre el pesar de quienes no sólo lamentaban la pérdida del artista, sino también la de una persona recordada uniformemente como un buen tipo.