“Mnemoexploración” podría ser un neologismo para definir, en un preliminar acercamiento, el libro de May Puchet Octaedro. Los otros. Axioma. Relecturas del arte conceptual en el Uruguay durante la dictadura (1973-1985), recién salido. El juego con la memoria y contra la haraganería y la superficialidad con que se olvidan experiencias sustanciales (no en sentido universal, que no existe, sino más bien acotado, restringido, específico) que se saben tales, pero se vuelven cada vez más difusas hasta perderse, es el esqueleto que sostiene los músculos de este estudio. Y no hablo de memoria individual (en la que los agentes del inconsciente operan libres), sino de memoria colectiva, que el superyó de la intelectualidad debería, supuestamente, cuidar.
No es nada casual que Puchet introduzca su libro citando a Walter Benjamin y a su concepción de la historia como cúmulo de “retazos”, “desecho”, “escombros”. El libro de Puchet es, antes que nada, una recuperación de parte de la producción simbólica uruguaya generada dentro de una realidad terrorífica: hecha pedazos, pulverizada, empero “ahí”, resiliente. Es un período traumático, negro y secreto por definición y que sin embargo ha sido revisitado por un sinnúmero de investigaciones históricas y escrituras ficcionales, biográficas, teatrales, cinematográficas, como quizá ningún otro del pasado uruguayo. No obstante, esta revisión constante -fundamental, necesaria, incluso apotropaica (propio de un rito mágico que tiene como finalidad el bien)-, ha descuidado un poco el ámbito de las artes visuales independientes (o sea, lo que no participaba en el oficialismo), aun sabiendo de la importancia de éstas, no fuera por otra cosa que por el acto de resistencia que emprendió.
Puchet apuesta dos veces: se sumerge de bruces en el lago oscuro de aquellos años y lo hace mediante una idea de arte colectivo, filtra un mundo opreso -la expresión artística sofocada por censuras y autocensuras (palabras que aparecen en las páginas sistemáticamente, como un mantra)- desvelando la labor de artistas que decidieron juntarse para crear en tiempos difíciles, tiempos que forzaban al monadismo. La investigadora individua, en efecto, un modus operandi excepcional en el arte uruguayo: porque sí hubo grupos antes -Grupo Carlos F Sáez en 1949, La Cantera en 1953, Grupo 8 en 1959, por ejemplo-, pero más dilatados en el tiempo (aquí todo se consuma entre fines de 1978 y principios de 1984) y sin ciertas coincidencias “lingüísticas” y, en última instancia, de contenido entre sí: el estado de emergencia llamó a soluciones de emergencia.
Los grupos
Octaedro (1978-1981): Fernando Álvarez Cozzi, Carlos Aramburu, Carlos Barea, Gabriel Galli, Juan Carlos Iglesias, Miguel Lussheimer, Abel Rezzano, Carlos Rodríguez. Los Otros (1979-1982): Eduardo Miranda, Carlos Musso, Carlos Seveso. Axioma (1980-1984): Álvaro Cármenes, Gerardo Farber, Ángel Fernández, José Onir de Rosa, Alfredo Torres.
La autora advierte en su prefacio que se trata de una “investigación biográfico-narrativa” y que lo “testimonial” es el “método principal de la investigación”: esta masa de memoria, rescatada gracias a generosas entrevistas (realizadas entre 2011 y 2012) con todos los involucrados menos uno, de alguna manera opaca la búsqueda, aunque presente, en los archivos, los diarios, las obras. Pero es también una necesidad: casi no hay archivos, pocas obras sobreviven, y las crónicas de la época son escasas. Así, Puchet divide el libro matemáticamente, y confina en la primera parte lo “objetivo” (escurridizo por naturaleza) bajo la forma de tres capítulos que relatan, con datos y bibliografías oportunos y oportunamente empleados, la historia de los tres conjuntos, añadiendo documentos (reproducciones de catálogos, actas, fotos) y, en la segunda, lo “subjetivo” (frágil y fascinante como los movimientos del pensamiento que mira atrás, a menudo incontrolables), las narraciones de los protagonistas que tratan de rememorar los hechos y, de paso, opinan. El contraste es fuerte, pero prolífico. Si terminada la primera parte parecería quedar claro qué pasó (con los usuales límites intrínsecos a cualquier investigación, obviamente), el relato se empaña un poco “escuchando” la polifonía de voces que cantan en el segundo movimiento: pero ya lo sabemos, el “efecto Rashomon” (citado incluso en una entrevista) es inevitable y, diría, uno de los puntos de fuerza de este trabajo. De hecho, cuando en el flujo de los recuerdos emergen contradicciones, toman más cuerpo los puntos de contacto.
Así, hay cuestiones que se podían intuir de antemano y que adquieren una solidez categórica: sí, la dictadura y la represión fueron una de las motivaciones primarias para que los jóvenes artistas fueran empujados a reunirse y producir juntos (“La unión hace la fuerza” se lee en una de las declaraciones que aparecen en el catálogo de una muestra de Octaedro de 1979); sí, el estancamiento de algunas técnicas tradicionales de producción artística estimuló a los grupos a abrirse a los nuevos lenguajes (“la búsqueda de hacer cosas removedoras, diferentes, salirnos de los marcos, salirnos de la pintura”, apunta Juan Carlos Iglesias, de Octaedro); sí, el hambre por la discusión y el debate sobre el arte, negados públicamente, encontró en las reuniones privadas de estos artistas un desahogo extraordinario, que produjo algo tangible, pensado comunitariamente (“la inquietud era juntarnos a ver qué podíamos hacer […], pasaba cantidad de tiempo en un vaivén teórico de propuesta y de análisis, y de conversar sobre la forma y los colores y si vale o no exponer en público”, detalla José Onir de Rosa, de Axioma).
El libro desborda de datos valiosos y que en potencia pueden abrir vetas investigativas ulteriores (sin contar, por supuesto, futuras inclusiones de otros artistas, por ejemplo las duplas Hugo Cardoso/Eduardo Kepekián y Martín Mendizábal/Héctor Solari). Enumero aquí algunos. Registro de piezas importantísimas para cualquier relato del arte uruguayo contemporáneo: los turbadores muñecos blancos de la exposición de Octaedro de 1980: el cúmulo de zapatos viejos pintados que Los Otros muestran en 1980; la gran instalación multidisciplinar Fe de erratas, de Axioma, en 1983; el mapeo de un circuito expositivo alternativo que zafaba de lo institucional, el Taller de Zina Fernández, Cinemateca, la Galería del Notariado, la Alianza Francesa, la Alianza Cultural Uruguay-Estados Unidos; rechazo o silencio de una parte de la crítica y apoyo de otra (acá asombra cómo los dos críticos que quizá más interés demostraron hacia los grupos fueron mujeres, María Luisa Torrens y Mercedes Sayagués, frente a tres conjuntos totalmente masculinos); referentes de los artistas, en su mayoría europeos: Antoni Tàpies, Alberto Burri, el arte povera por un lado, Joseph Beuys por el otro (con una pizca del otro Joseph, Kosuth), pero también el rol fundamental de lo local, sobre todo el taller de Nelson Ramos (siete de ocho componentes de Octaedro salieron de ahí) y el Club de Grabado (cuatro de los cinco miembros de Axioma lo frecuentaban).
Finalmente, frente a una recolección y ordenamiento del material tan redondo, pasa en un segundo plano la eventual dificultad de definir -como parecería hacer Puchet- a todos los grupos como efectivamente “conceptualistas” (en este sentido, el caso de Los Otros parece el más problemático): pero es tan peliaguda y compleja la cuestión, que trasciende el propósito urgente de este volumen. Que es volver a poner sobre el tapete un capítulo fundamental de la historia artística reciente, prescindiendo de los resultados de cada una de las obras creadas por los grupos (de algunas se puede vislumbrar cierta debilidad, pero otras -por ejemplo Encuesta, de Octaedro- retienen toda su potencia y vigencia). Con un plus: queda fortalecida la idea -medular para la función crítica- de que el pasado, por marginal que sea, actúa en el presente, y que Gabriel Galli (de Octaedro) resume perfectamente, hablando desde lo personal: “Otra cosa interesante del proceso grupal: uno nunca puede determinar cuándo empieza y cuándo termina. Desde lo procesual, la presencia física no es lo único significativo.
Hay algo en los procesos que continúa en cada uno, posiblemente hasta nuestros días y seguramente, algo de cada uno continuó en el proceso más allá de la ausencia física”. Vale decir, y acá retomo a Benjamin y cierro: “Nada de lo que una vez aconteció ha de darse por perdido para la historia”.