Álvaro Buela es el director más raro del cine uruguayo. No necesariamente es el director que hace películas más raras, sino el más raro por la particular forma en que suele aparecer y desaparecer de la cinematografía local. Contemporáneo al estreno de El dirigible (Pablo Dotta, 1994), Buela debutó con Una forma de bailar (1997), una comedia romántica de narrativa clásica (aunque parezca extraño, hasta el día de hoy es una de las pocas de ese tipo que se han hecho en Uruguay) sencillísima y ligera, que de alguna manera dialogaba -o se puteaba- con aquella hermana mayor grave, osada e incomprendida (a algunos les gustaría decir “incomprensible”) que era la película de Dotta. Cuando a partir del éxito festivalero de 25 watts (Juan Pablo Rebella-Pablo Stoll, 2001) y Whisky (Juan Pablo Rebella-Pablo Stoll, 2004), todo empezó a tirar hacia aquel humor cáustico, ligeramente amargo, Buela salió con Alma máter (2004), una película mística (en el puro sentido de la palabra) sobre la sexualidad, la identidad y, de una forma lateral, un extraño lienzo sobre lo que había quedado de Montevideo luego de la crisis de 2002. Cuando las cosas parecían mejorar, abriéndose con el gobierno del Frente Amplio y la inversión de otros países, campos de financiación anteriormente desconocidos en Uruguay, que sembraron terreno para películas de género (posiblemente el año clave de esta explosión -que no coincidió con la calidad- haya sido 2012), Buela se retiró del circuito tradicional y formó en 2010 Auto/Cine, un colectivo creativo que apuesta por una senda completamente opuesta a los terrenos clásicos de financiación y distribución. Es en este marco que aparecieron La deriva (2010), un documental situacionista con una cámara que sigue a dos jóvenes en su regreso desde Pocitos al Prado (en una reciente entrevista el director cuenta que pensó dejar la versión cruda de las cinco horas de caminata), el cortometraje Limbo (2013) y, finalmente, El proyecto de Beti y el Hombre Árbol, particularísimo documental centrado en la vida de dos artistas uruguayos: el escritor Felipe Polleri y el actor/performer/dramaturgo Alberto Restuccia, obra sobre la que, aprovechando su estreno en Cinemateca Pocitos (se exhibe desde hoy al 14 de octubre), ahondaremos en esta nota.

A la misma medida de su rareza, Buela es un director imperfecto. Imperfectísimo. Sus trabajos suelen mostrar varias costuras, con algunos rendimientos irregulares que a veces parecen detonar el todo de la obra. Sin embargo, a medida que lo vemos con perspectiva de cinematografía propia, estos detalles parecen esconder en su interior el mismo motor de algo verdadero y latiente. No se trata de los errores naïve o kitsch que nos permiten disfrutar de una película de clase B, ni tampoco esa inmediatez explosiva que puede verse en directores como Rainer Werner Fassbinder: es un error que por momentos parece hacer perder balance y a veces alimentar en expresión, como la suciedad en un bending de guitarra.

Vida de los artistas

De la misma manera, los dos protagonistas de El proyecto de Beti y el Hombre Árbol son también imperfectos y raros, rarísimos. Más allá de ser amigos en la vida cotidiana, resulta a primera vista un poco azarosa la elección de los dos artistas. Alberto Restuccia es una figura fundamental del teatro under uruguayo, director de Teatro Uno y un performer adelantado a los tiempos de Uruguay, que derrumbaba todo lo preconcebido sobre sexualidad y género en plena dictadura militar. Por otro lado, el costado más implosivo -pero no por ello menos jugado- de Felipe Polleri, el escritor uruguayo del Odio (con mayúscula), responsable de una de las obras más circulares, densas y distintivas que haya dado la literatura de Uruguay.

Sin embargo, conforme el film se desarrolla (“desarrolla” es un término más certero que “avanza”, porque El proyecto de Beti… es un film mutante, que cambia de formatos como un crustáceo que va mudándose de caparazones) empezamos a ver, sin necesidad de hacer explícitas las coincidencias, esa cosa que hace a Felipe y Alberto -y, en alguna medida, tal como se mencionaba al comienzo, también a Álvaro- figuras complementarias, tan compatibles como únicas.

En una primera línea Felipe y Alberto son de los pocos artistas, a la vieja usanza del término, que quedan en Uruguay. Es decir, esos artistas cuya vida y obra forman parte de un extraño continuum que hace coincidir sus modos y manías cotidianas con la peculiaridad de lo que producen. En tiempos de transparencia total -especialmente extendida por la intermediación de las redes sociales entre el artista y el público receptor-, Felipe y Alberto son de otra época, algo que escapa tanto del humanismo de izquierda como del cinismo posmo. Por otro lado, en la medida en que el film avanza vemos cómo el centro de la cuestión, constituido por la metamorfosis y la autocreación proteica de una identidad, empieza a hablar por los mismos personajes que trae a escena. Alberto y la construcción de a pedazos y desde adentro, como una catedral, de ese álter ego que es Beti Farías; Felipe y su literatura entomóloga, de mutaciones físicas, deformidades y locura esquizoide, que llegan a su punto cúlmine en ese personaje atravesado por intensidades encarnadas en hormigas, que es el artista loco de Hombre árbol que aparece en la obra El alma del mundo -a juicio de quien escribe el artículo, el trabajo más redondo de la obra de Polleri.

En definitiva, dos personajes que podrían haber enloquecido, de no haber encontrado una especie de anudamiento en su obra, una obra que opera sobre sus mismos cuerpos. Justamente, la idea de titular el film como “proyecto” es bastante perspicaz; la idea de la identidad como un “proyecto”, nunca del todo culminado, como la cita a Simone de Beauvoir en boca de Alberto en un momento del film.

No es que la idea del cambio sea algo nuevo en la obra de Buela. Alma máter deambulaba por esos mismos derroteros, en donde algunos elementos cuasi jungianos parecían sobresalir en la superficie. Tanto en el papel del delirio místico de la protagonista como en el de su sexualidad y la compañía de la travesti, difícilmente haya una película uruguaya -por ahí, en lo referente a lo sudamericano, podríamos pensar en Tony Manero- que narre de manera tan punzante ese estado crepuscular previo al derrumbe psicótico.

La arista perdida

Planeando sobre la especificidad de la película en sí, todo lo que para muchas obras podría ser una desprolijidad en El proyecto de Beti… suma. Es justamente extraño -como tantas veces se repitió el término en esta nota- un producto así, en tiempos en los que se va cimentando cada vez más la destreza técnica. Esto no es algo bueno ni malo en sí mismo, pero es perfectamente coherente con la película. Como todas las obras de Buela, es imperfecta, con algunas mesetas que le hacen perder fuerza, pero justamente ellas sirven para que la escena siguiente vuelva con más ímpetu, como una ola que se arma y revienta contra un banco de arena.

Entre los momentos más altos se puede encontrar el extenso material de archivo; los momentos en que Restuccia baja esa guardia que no se sabe bien si es Beti o Alberto y se pone a hablar de Luis El Bebe Cerminara; la extraña intimidad de su casa; la caminata de los dos protagonistas abrazados por las calles nocturnas; o la impecable puesta en escena de Tabaré Rivero y Maya Landesman sobre uno de los extractos de El alma del mundo.

El final, con aquel extracto viejo del documental de Montevideo, en una primera instancia parece tanto un exceso como un anticlímax, para lo que podría haber sido culminar con un fundido de la escena anterior. Sin embargo, uno vuelve a la obra de Buela y se da cuenta de que la última arista perdida del cuadrado era justamente Montevideo, esa ciudad que también está en un perpetuo estado de mutación y automutilación, tal como él, Alberto y Felipe, algo que también había sido abordado en La deriva, con aquellos versos que decían: “No conocés esa ciudad en donde vivís”. Montevideo, la andrógina, la hermafrodita, la que pare y también amenaza con devorarse a sus mismos artistas.