Seguramente inspirado (al menos en lo formal) en el gargantuesco 1001 Albums You Must Hear Before You Die, editado por Robert Dimery en 2005, el crítico, productor y músico Andrés Torrón decidió bucear en su conocimiento de la música contemporánea uruguaya para recopilar este 111 discos uruguayos (Aguaclara) que, como explicita su nombre, reúne 111 resúmenes de discos de larga duración y CD editados por músicos uruguayos entre la década de 1950 y la primera de este siglo.

Voluntaria o involuntariamente, el libro propone la definición de un canon de la música popular uruguaya de calidad en los últimos 60 años. Un canon que, aunque depende del criterio de un solo crítico, no parece en absoluto haber quedado librado al capricho subjetivo, sino que incorpora y resume lo que la crítica musical en general ha delineado como lo más representativo -y, por qué no decirlo, lo más propio- de la música uruguaya más o menos contemporánea. Pero aunque no presenta tesis o criterios de selección extravagantes o poco representativos, cualquier libro que plasme un canon va a ser, al menos para los colegas y los melómanos informados, una suerte de bolsa de arena contra la que boxear discursivamente acerca de por qué éste sí y por qué éste no. Casi se podría decir que todo canon es un libro que se regala, casi suplicante, a la discrepancia de sus lectores. Es un punto de referencia con el que medirse, y al hacerlo siempre van a quedar más en evidencia las distancias que las cercanías. Pero eso está bien: ese juego de complicidades y oposiciones es una de las cosas que hacen atractivo a un libro de estas características.

No es el único atractivo. 111 discos uruguayos es de por sí un objeto muy elegante, con una excelente impresión satinada que ofrece reproducciones en buen tamaño de las portadas de los discos, sumadas a un trabajo de diagramación simple, cómodo de leer y agradable a la vista. El lenguaje del libro es periodístico, no académico, lo que lo hace accesible al simple melómano, sin caer en la superficialidad vaga y metafórica de la crítica meramente apreciativa (además de periodista y crítico, Torrón es un guitarrista de amplia formación teórica).

En resumen, el libro es un objeto muy bonito en lo estético y muy práctico e ilustrativo en su contenido, además de una elocuente carta de presentación de la música uruguaya en el exterior (el volumen incluye una versión en inglés -resumida, ocupa las últimas páginas- y permite escuchar dos temas por disco mediante un código QR), y está escrito en una buena prosa que, aunque rara vez es particularmente efusiva o apasionada, es siempre diáfana y precisa en su combinación de datos y valoraciones. Entonces, ¿qué se le puede criticar? La selección de discos, por supuesto, que para eso está.

Méritos y merecimientos

El criterio de selección, como explica Torrón en el prólogo, está basado en la apreciación subjetiva de méritos artísticos y de proyección como influencia, y no de popularidad, algo notorio en la magra presencia de discos de la generación más exitosa -tanto a nivel local como internacional- del rock uruguayo (La Vela Puerca, No Te Va Gustar y Buitres están presentes con un disco, mientras que otras bandas como La Trampa, Once Tiros o Trotsky Vengarán brillan por su ausencia). Están prácticamente ausentes en el libro los géneros en los extremos del espectro del gusto popular: los más complejos y elitistas -la música culta contemporánea, la clásica y el jazz- y los más populares y (teóricamente) accesibles -el tango, la murga (no la canción-murga) y la música tropical-, acotamiento comprensible teniendo en cuenta la limitación de la idea de base (111 discos parecen una gran cantidad, pero cuando se empieza a enumerar los “clásicos” de la música nacional, la cifra rápidamente se muestra escasa).

El centro gravitacional de la selección está en la música compuesta desde fines los años 60 hasta mediados de los 80, período brillante sobre el que hay un gran consenso en cuanto a reconocerlo como una época dorada de la música nacional, particularmente focalizado en lo que se puede llamar la escuela “mateística”, es decir, la de los músicos que crecieron alrededor de la figura de Eduardo Mateo (figura solar evidente en este libro) o que fueron, de una u otra forma, sus epígonos. Teniendo en cuenta que ese conglomerado incluye a nombres como los de Ruben Rada, Jaime Roos, Fernando Cabrera y Alberto Wolf, no hay nada muy discutible en esta predilección.

Pero la decisión de privilegiar esta escuela compositiva hace que algunas selecciones parezcan sobrepasar lo representativo y estar algo desbalanceadas en relación con el resto del canon. Por ejemplo, se incluye Mateo & Cabrera (1980), que más allá de la magia del momento registrado, no deja de ser en buena parte una compilación en vivo de interpretaciones medianas de temas maravillosos ya presentes en otros de los 111 discos (aunque se puede alegar que la simple inclusión de la encantadora “Por ejemplo”, de Cabrera, justificaría la presencia del disco, es una salida del criterio general, que no incluye otros discos en vivo). Tal vez el centralismo de lo relacionado específicamente con Mateo también explique el hecho de que la compacta e impresionante discografía de Los que iban cantando -una formación cuya búsqueda musical tiene un notorio paralelismo con la de Mateo, pero que nunca orbitó en la esfera de influencias de aquél- esté representada únicamente por Uno (1977) y no se incluyan discos solistas de Jorge Bonaldi y Luis Trochón (sí de Jorge Lazaroff).

Como era inevitable, hay muchos nombres ausentes que podrían haber ocupado alguna página, como los de Canciones para no dormir la siesta, Zero, Pareceres, La Tabaré Riverock Banda, Washington Canario Luna, Héctor Numa Moraes, La Chancha Francisca, Urbano Moraes, Hablan por la Espalda, Walter Bordoni, Malena Muyala, Exilio Psíquico, etcétera (quien esto suscribe extraña en particular algún disco de Chicos Eléctricos, tal vez la banda de rock más intensa que haya parido Montevideo), pero sería difícil argumentar que haya alguna ausencia que invalide el libro como obra global.

Sin embargo, hay un aspecto en el que el criterio de selección se hace realmente discutible y merecedor de al menos una veintena de páginas extra compensatorias: el folclore. El problema no es que esté completamente ausente, como la música tropical o el jazz (su exclusión hubiera sido una opción discutible pero válida), sino que, por el contrario, hay una buena cantidad de discos en representación del género y, al mismo tiempo, hay agujeros demasiado grandes y difíciles de justificar. No están presentes Aníbal Sampayo, Santiago Chalar, Osiris Rodríguez Castillos, Tabaré Etcheverry, Pablo Estramín, Carlos María Fosatti y Carlos Benavides, nombres con mucho mayor ascendente en el interior del país que en Montevideo, pero no por ello de menor influencia o importancia. Incluso los mayores exponentes del género a nivel popular, Los Olimareños, parecen estar subrepresentados con sólo dos discos -Nuestra razón (1969) y el muy insular Todos detrás de Momo (1971)-, habiendo quedado afuera los clásicos Quiero a la sombra de un ala (1966) y el regreso triunfal de Donde arde el fuego nuestro (1978).

Esto nos lleva al que tal vez sea el artista más subvalorado de esta selección: Alfredo Zitarrosa. Es de suponer que hasta el propio Jaime Roos debe de haberse sentido algo incómodo al comprobar que tiene en el libro el doble de discos (incluyendo alguno más bien irregular como 7 y 3) de los que tiene el que varios consideran la mayor figura musical popular uruguaya del siglo XX. De la nutrida discografía de Zitarrosa se seleccionan apenas tres (el mismo número de producciones de Bajofondo seleccionadas en este libro), dos de ellos ineludibles -el inaugural Canta Zitarrosa (1966) y el demoledor Guitarra negra (1977)- y el otro, un recopilatorio argentino de 1972, dejando afuera el perfecto Zitarrosa 4 (1969), los experimentos líricos y musicales de Coplas del canto (1970) y, sobre todo, Adagio en mi país (1973), tal vez no su disco más redondo pero absolutamente imprescindible al contener el tema que le da nombre, una de las canciones más bellas e importantes que se hayan compuesto en esta tierra.

Haciendo guantes

¿Invalidan estas observaciones peleadoras la importancia referencial de un libro como éste? No, para nada; como dijimos antes, es un trabajo cuidado, expresivo y afectuoso hacia el arte reunido. No sólo es representativo de la música uruguaya, sino también de una forma de aproximación a la cultura que se ha extendido mundialmente, y que consiste en la perpetua confección de listas y cánones -legitimados por el prestigio de quien los confecciona-, contrapuestas con otras listas y cánones en una dialéctica permanente que termina generando, por síntesis, nuevas listas y cánones. 111 discos uruguayos se levanta como un primer y solido mojón que en cierta forma otorga el carácter de clásicos a discos que merecen seguir siendo redescubiertos por muchos años más. Y una visión amplia que permite observar -como siempre, con asombro- la amplísima gama musical generada en este país ridículamente pequeño y despoblado.