“Todo me inspira indiferencia, odio y aversión, todo lo que veo en estos momentos y me desprecio a mí mismo por mi poca suerte!”. Estas frases han sido extrapoladas de una carta que Julio Herrera y Reissig le escribió a la novia, Julieta de la Fuente, en 1904 desde Buenos Aires: resumen morrocotudamente todo el esprit del dandy finisecular provinciano, más resistente aun que el megalopolense. Ahora bien, observando el admirable retrato del amigo Juan Carlos Muñoz que Carlos Federico Sáez pinta en 1897, ¿cómo resistir la tentación de visualizarlas y colocarlas, en distendido baloon imaginario, al lado de ese vencido muchacho “untado” sobre la gran silla fina, justo ahí donde el joven artista ha dejado un vacío pictórico que multiplica el vacío existencial de su modelo? Más allá de la cercanía de fechas (Julio nace en 1875, Carlos Federico en 1878) y del zeitgeist que uno respira caminando por Sarandí y el otro por via Condotti -y que claro, no son una calle sola, tienen muchas diferencias entre sí, pero también muchos puntos de contacto-, hay una relación: posiblemente no en carne y hueso, pero por lo menos ideal, ya que, entre las cientos de caras que Sáez, un mirar habitado brinda, descuella, junto a otro puñado, el rostro todo vibrante del poeta monstruoso, tenso todavía por salir de alguna de las tertulias lunáticas que practicaba tanto en público como en privado.

El cuadro de Sáez está embebido de las convulsiones y temblores reissiganos y, como aquellos, dispuesto sobre el lienzo (y el papel) con una precisión, orden y sangre fría luciferinos: no hay babas de óleo, pero sus facciones se derriten en pinceladas mantecosas que lo fotografían en el medio de una especie de metamorfosis. El foco directo sobre la cara perdida, a mitad de camino entre el negro total del traje y un fondo cuyos torbellinos y tonos se confunden con la piel, balanceada por el gran retazo de camisa blanca que funciona casi como contrincante fantasmal de su cabeza: instante atrapado y dilatado ad infinitum, la boca semiabierta quiebra el silencio. También en otros casos -por ejemplo el retrato de la hermana Sarah Silva en rojo “espiada” mientras sonríe sin que sepamos por qué- Sáez busca la condensación del presente (y niega, como también decía Raquel Pereda en su monografía de 1986, de alguna manera, la posibilidad misma de una mirada del pintor al pasado o de cualquier proyección hacia el futuro).

Otra afinidad con Herrera y Reissig está -si seguimos la tesis de Aldo Mazzucchelli, amplia y persuasivamente demostrada, de un escritor para el que la literatura valía sobre todo en su contingencia-, en su acto de “pronunciación” más que como proyecto ya, de alguna manera, póstumo. Pero -y aquí se interrumpen las contigüidades- emerge de ese paralelismo también uno de los elementos más sorprendentes de Sáez, que la exposición de esta ingente cantidad de obras revela en toda su contundencia. Si el universo turbio, bizantino y retorcido del mejor Herrera y Reissig funda su pirotecnia en la enumeración y acumulación de objetos y epítetos exóticos y exorbitantes, extraordinaria reescritura de los topoi baudelaire-belleepoquistas arrastrados por el puro significante, como sabiendo, Julio, que el significado ya se había evaporado (dos finos e hilarantes especímenes, en versos y prosa: “La Torre de las Esfinges’’ y “El payador Guzmán Papini y ¡Zas!”), Sáez borra abruptamente cualquier repertorio tupido de cosas y psicologismos raros, léxico corriente en la pintura de su época. Es más, cancela casi todo. Los cementerios, astros, laberintos, serpientes, turbantes, gemas, santuarios, fakires, etcétera de Herrera y Reissig (en su mejor expresión) y de hordas de poetas decadentes, modernistas y pos -las dos cosas- desaparecen y sólo resta el sujeto, despojado de adjetivos visuales, concentrado en meros rostros y pedazos, más o menos generosos, de vestimentas. Algo así como un dandy minimalista, con todo lo milagroso que eso conlleva.

De hecho, las contadas veces que en Sáez las figuras son contextualizadas con firmeza, vale decir insertadas en un ambiente, brota la “literatura” como moda, nunca reflexiva: el otro retrato de Muñoz sentando en el sofá con dragón -con su suela a la vista, que no tendrá la misma vehemencia que los pies sucios de Caravaggio, pero igual choca- por ejemplo, podría ser Roberto de la Carreras dando una de sus Interviews, mientras que Il primo Romanzo funcionaría perfectamente como tapa de una lujosa edición de Madame Bovary. En este gesto absolutista de focalización -caras, caras y más caras, salvo un puñado de paisajes y algunas flores que parecen salidas del ojal de Proust- y en el tratamiento a él reservado -descentralización constante del modelo, finísimos sismos que hacen tambalear imperceptiblemente pincel y lápiz, fijación por lo inacabado, entre otros ítems-, reside el patente secreto de Sáez. Con la disposición de las docenas de piezas de esta gran muestra no cabe duda: Sáez es uno de los killers que, en el salto entre siglos XIX y XX, asesinan definitivamente el retrato académico y es, seguramente, el primer homicida uruguayo de éste. En efecto, Carlos Federico mata también a su padre espiritual, el que le había sugerido la estadía italiana a los 14 años, Juan Manuel Blanes: su fin, nunca gritado y probablemente ni siquiera programático, es desafiar y burlarse de todos los parámetros académicos, produciendo sin embargo algo placentero, absolutamente acorde con algunas de las avanzadas artísticas (y paraindustriales, ver art nouveau, of course) propias de la burguesía (y a la vez crítica hacia ella) y al clima hedonista de la Roma upper class y fin de siècle, mientras, de paso, sustrae a la pintura y al dibujo la posibilidad de cualquier reconstrucción de la historia. Es un perfecto rebelde en frac. Es, en muchos sentidos, un intelectual ingenuo -y bastante lejos de los refinamientos culturales obligatorios para el dandismo imperante, sus cartas, que casi siempre terminan con un cándido y anafórico “adiós adiós adiós” son un muestrario de errores ortográficos y lugares comunes- pero, pese a su fallecimiento precoz apenas entrado el nuevo siglo, se revela “absolutamente moderno”: los colores en grumos y la brillantez y haraganería con las que (casi) nunca completa nada son ya una poética del fragmento y de la imposibilidad de redondeo que marcarán toda la cultura del 900 y que, exacerbadas, constituyen todavía la nuestra.

Los dibujos -difícil balance, pero tal vez sí, fue mejor dibujante que pintor- ofrecen decenas de ejemplos de esta fuerza: el fondo furioso que hunde en una mancha negra nerviosísima el perfil semimortuorio de la hermana casi ciega María Luisa (el mismo que, grisáceo, duele entre los Madroños rojos) en un dibujo de 1900, no se empequeñece por intensidad frente a los más perturbadores y perturbados secesionistas vieneses; el trazo ondulado con el que (des)dibuja parientes, amigos y a sí mismo, en algunas ocasiones ya forman parte del lenguaje esencial e irónico de quien ha asumido cierta disgregación del sujeto, cimentada luego por las vanguardias, y la traduce con trazos más cercanos a la historieta que a la pericia ottocentesca. Nunca trágico y nunca cómico (ni siquiera cuando se retrata en travesti, en un baile, como si fuera Sarah Bernhardt, provocando el júbilo -eso quiere la anécdota- de la misma actriz francesa), elimina el tema clave de una época empapada, en el campo simbólico, de sensualismo y sexo: más allá de poquísimos y pudorosos desnudos, el erotismo explícito parece vedado de sus obras. Se mueve siempre sobre el filo de distintas posturas: aprende sobre todo de la lección plástica entre realista y damned de Francesco Paolo Michetti, amigo de D’Annunzio, quien le dedica la novela de la “decadencia del decadentismo” El placer (y casi todos los jóvenes que Sáez pinta en Roma podrían funcionar como retrato de Andrea Sperelli, el protagonista de ésta), pero le saca “narrativa”; él mismo un fashionista, reproduce a sus pares exquisitos, pero también a moros, campesinos y mujeres del pueblo; se esmera en detallar la más mínima expresión en los ojos de sus modelos y resuelve varios fondos con pinceladas aproximativas; se obsesiona por representar casi exclusivamente lo humano y luego pinta una extrañísima obra oblonga, que copia un biombo, y que es el primer cuadro abstracto uruguayo (y tal vez uno de los primeros tout court), desarrollado además -otra anécdota- con una técnica parapollockiana, vale decir soplando sobre las manchas de colores con el lienzo en el piso. En fin, Sáez, niño prodigio, realiza en menos de una década lo que la mayoría de los artistas no logran en medio siglo: mezcla de atrevimiento y retención, investigación y efectismo, novelería y verdadero adelanto, sostenida por una habilidad técnica inaudita. Irresistible.