Hace un par de meses, una nota de Agustín Acevedo Kanopa en este diario comentaba lo que se ha vuelto una incipiente tendencia en los documentales actuales, que es la obsesión por descubrir figuras artísticas -principalmente músicos- cuya vida y obra haya sido olvidada, como Sixto Rodríguez (reflotado por el oscarizado documental Searching For Sugar Man -2012-, de Malik Bendjelloul), o sea completamente inaccesible, como la de la banda de protopunk Death (A Band Called Death, de Mark Christopher Covino, 2012). Es una inquietud preciada entre la intelectualidad y convertida en obsesión por el esnobismo de los hipsters, que debería ser tomada con pinzas en relación al entusiasmo que demuestran (Sixto Rodríguez es un buen compositor dylaniano, pero nadie tan esencial como sostiene el documental; la banda Death pudo haber sido importante como precursora, pero sus grabaciones de los 70 recién se conocieron en este siglo, por lo que su influencia real fue nula). Un caso muy distinto es el de la fotógrafa Vivian Maier, una niñera franco-estadounidense que durante décadas se dedicó a sacar decenas de miles de fotografías callejeras de Nueva York, Chicago y Los Ángeles sin mostrarle prácticamente nada de su trabajo a nadie. Su obra tal vez seguiría siendo desconocida o se hubiera destruido si un historiador y coleccionista de Chicago, John Maloof, no hubiera adquirido por casualidad (estaba buscando imágenes de Chicago de décadas anteriores) una caja de negativos en una subasta. Al comenzar a escanearlos, Maloof notó de inmediato que la autora, una tal Vivian Maier, no era una fotógrafa amateur, sino una exquisita retratista urbana de la categoría de Helen Levitt, Weegee o Garry Winogrand. Convencido de que se trataba de una fotorreportera profesional, Maloof buscó su nombre en internet sin resultados, pero, siguiendo recibos y pequeñas piezas de información encontradas junto a los negativos, descubrió que se trataba de una niñera fallecida recientemente y que no había tenido actividad pública como fotógrafa. También descubrió que existía una cantidad gigantesca de negativos y rollos de su autoría sin revelar, de los que pudo adquirir 90%, y comenzó la lenta tarea de difundir y recopilar la obra de Maier, y simultáneamente, intentar descubrir el misterio de su vida.
El caso de Maier no es único; anteriormente, el descubrimiento de las obras privadas y nunca exhibidas de Angelo Rizzuto y Charles Jones habían demostrado que existía tanto interés por descubrir genialidades ocultas entre los amantes de la fotografía como en los de la música. Pero alcanza ver dos o tres ejemplos del trabajo de Maier para darse cuenta de que su descubrimiento es muchísimo mayor -tanto cuantitativamente como en términos de calidad- que el de los otros fotógrafos mencionados, y su paulatino descubrimiento por medio de la web la han posicionado, en muy pocos años, como una de las principales fotógrafas callejeras del siglo XX, lo cual es sin dudas virtud de su trabajo, pero también de las excéntricas circunstancias en las que éste fue descubierto y difundido. Circunstancias tan excepcionales que rápidamente le merecieron un documental de la BBC (The Vivian Maier Mystery, de Jill Nichols, 2013), que quedó sepultado inevitablemente con el estreno de Finding Vivian Maier (encontrando a Vivian Maier) a comienzos de este año, producido y dirigido por el afortunado descubridor de Maier, Maloof.
Maloof realizó su documental gracias a una campaña de recolección de fondos por medio de Kickstarter, que utilizó en una investigación que desconocía hacia dónde lo llevaría; visitó los pueblos de Francia donde Maier pasó parte de su infancia y, sobre todo, entrevistó a muchos de los niños que la tuvieron como niñera, en un intento de aproximarse a la misteriosa personalidad de la fotógrafa. El resultado es un documental tan fascinante como inevitablemente incompleto.
El lenguaje del rostro
Finding Vivian Maier no es -y no tiene por qué serlo- una investigación desinteresada; habiéndole comprado los derechos de su obra al único pariente vivo de Maier, Maloof es el administrador y beneficiario casi exclusivo (algunos otros coleccionistas poseen cantidades menores de sus negativos) de la obra de la niñera, y es su firma la que valida el precio de cada impresión vendida de sus trabajos. Firme defensor de su descubrimiento, Maloof no tiene problemas en comparar en planos simultáneos la obra de Maier con la de leyendas de la fotografía como Helen Levitt y Diane Arbus, pero tiene el buen gusto de hacerse avalar en sus afirmaciones por la reconocida fotógrafa y crítica Mary Ellen Mark, algo que muchos pueden considerar innecesario, teniendo en cuenta la calidad del material exhibido en el documental; pero, de hecho, esa calidad es sólo un ingrediente más de lo que realmente se intenta difundir, que es la historia, la leyenda de la genial fotógrafa secreta.
El documental no es sólo la exhibición de una obra desconocida y su presentación al mundo, sino también la conversión de su autora en un fenómeno, en una historia extraordinaria y accesible no sólo a los iniciados en el mundo fotográfico sino a cualquiera interesado en los vericuetos de la creación artística y las personalidades detrás de ésta. Al igual que algunos de los popes del simbolismo (o el protosurrealismo) reivindicados póstumamente y de vidas casi desconocidas, como Jean-Arthur Rimbaud o Isidore Ducasse, Maier es, en cierta forma, una leyenda instantánea, a la que los recuerdos de quienes la conocieron iluminan y oscurecen simultáneamente. Así emerge una persona que posiblemente fue víctima de un gran trauma, obsesionada por la violencia, misántropa pero simultáneamente capaz de una asombrosa empatía con sus retratados, fronteriza de la enfermedad mental pero operativa como cuidadora de infantes, oscura y luminosa a la vez. Con buena parte de su material fotográfico aún en proceso de ser revelado, posiblemente sigan emergiendo piezas del puzle incompleto de su personalidad, pero al mismo tiempo es muy improbable que éste se haga más claro o comprensible. O que pueda ir más allá del trabajo autorreferente de la fotógrafa.
Los autorretratos de Maier la revelan como un personaje visualmente fascinante, de un atractivo extraordinario aunque muy poco convencional, que la hacen parecer una mezcla de Mary Poppins (más allá de su trabajo de niñera, Maier se vestía casi como una caricatura de una niñera) con Albert Camus. Maier era dueña de una mirada de rara profundidad, que se dedicó a retratar en decenas de fotografías que ocupan un buen espacio en el documental, y que le dan una nueva pátina de irrealidad, ya que parece por momentos una historia borgeana, una fábula demasiado perfecta para ser realidad y que sin embargo lo es.
Pero a la vez no se trata exclusivamente de un film sobre Maier y su misterio, sino también sobre John Maloof y su empresa de construcción/reconstrucción, de revelado en todos los sentidos del término. Las escasas críticas negativas que ha recibido Finding Vivian Maier observan con reproche tanto esta intromisión especulativa sobre una vida tan cerrada como el rol algo protagónico y exhibicionista de Maloof, pero no entienden el carácter eminentemente colectivo de cualquier construcción de una figura artística, por más hermética y autónoma que haya sido ésta. Finding Vivian Maier busca y busca mucho, pero en el fondo no encuentra, porque la única voz realmente pertinente en relación a su misterio yace bajo la tierra. Lo que queda es una visión borrosa, un atisbo de un relato colosal. Y una generosísima cantidad de imágenes que funcionan como puertas a interiores personales tan oscuros o misteriosos como los de Maier, súbitamente iluminados en un momento de humanidad por una mirada única que los detiene en el tiempo, arrancados de la actualidad y el olvido para ocupar su lugar en la historia viviente de las ciudades del siglo XX.