-En algún momento contaste que en el liceo compusiste una zamba para Alfredo Zitarrosa, aunque nunca llegaste a tocarla.
-Las veces que nos cruzamos nunca se lo dije. En la época en que comenzaba el liceo, Zitarrosa estaba en su apogeo. Había un grupito que estudiábamos música, y el profesor me propuso: “¿Por qué no le componés algo?”. Entonces él hizo una letra y yo le puse música. La idea había sido de él, pero en liceo no sabían nada. Cuando llegué con la guitarrita había tanta gente que casi ni lo vi. Desde el cordón de la vereda escuchaba lo que decía, cuando había pasado tres días ensayando la canción. Pero es verdad que la primera canción la hice para mostrársela a él.
-En 1972 comienza tu etapa en Argentina, donde te dedicaste a muchas cosas pero no dejaste de estudiar música.
-Como todo recién llegado, trabajé en un bar, en una fábrica y terminé en una distribuidora de libros. Pero nunca me adapté, fue como estar entre sueños. Eran años muy marcados por la cuestión política, primero acá, en Uruguay, y después se vino la dictadura allá [en Argentina]. En esos años particulares, las coordenadas trascendían los países y se vivía la misma sensación ominosa. De cierta manera, no fui un adolescente que llegó a un lugar a ver qué tan lindo era. Pero la verdad es que cuando volví [en 1978] fue un alivio.
-¿En esa época ya se vincularon a algunas agrupaciones?
-Me fui con mi hermano, mi cuñada y mi sobrino de seis meses. Acá militábamos, y allá, con el tiempo, iniciamos una militancia distinta.
-¿Más bien apartidaria?
-Mi hermano era de un grupo anarquista obrero llamado Resistencia Libertaria. Yo militaba en mi gremio, pero sobre todo estudiaba mucho. Con 15 años ya tenía en mis manos Pedagogía del oprimido, de Paulo Freire.
-A tu regreso, en 1978, comenzaste a estudiar con Coriún Aharonián y Graciela Paraskevaídis. ¿Cómo fue esa experiencia?
-Con ellos encontré el ámbito para mis intereses culturales en el amplio sentido, mediante una teoría para la cultura y el modo en que ellos trabajaban. La mía fue una generación muy activa, consciente de que se podía construir identidad. Por eso en 1983 creamos el TUMP [Taller Uruguayo de Música Popular], por ejemplo, y experimentábamos con la murga de niños Firulete. Hacia fines de los 70 la canción popular ingresó al género murga, y eso fue fantástico. Aquí se ve el movimiento de la identidad; a veces uno supone que siempre se dio así, pero en ese momento el carnaval fue un proyecto político. A mi vuelta [a Uruguay] enseguida me vinculé con Ayuí-Tacuabé, y así como el TUMP, se pensó como un proyecto a largo plazo, sabiendo que iba a ser sano.
-Esto se vincula a la formación de una nueva sensibilidad musical. Haciendo un balance, ¿en qué crees que pudieron haber fallado, si es que lo hicieron?
-La ética y la estética son algo ambiguo. Puede haber una preocupación estética que esté acorde con una teoría sobre eso, junto con una preocupación ética. Puede haber alguien que cacaree mucho y en verdad no haga nada, ni estéticamente, y alguien que no hable nada y lo produzca. Es el caso de [Eduardo] Mateo, por ejemplo. Nosotros fuimos gente que cacareó muy poco pero intentó estar siempre en la dialéctica y en la práctica. Casi todos nosotros tuvimos una gran preocupación y conciencia clara de crear artísticamente en coordenadas de resistencia con la dictadura. Más allá de cuidarnos en las palabras que empleábamos, ahora es el mismo viento compositivo, tenemos el mismo impulso para tratar de hacer cosas que estén a favor de la historia, que aporten a la identidad, que sigan construyendo el concepto del lenguaje colectivo. Las coordenadas eran éstas, y si bien se les agregó la censura, el discurso estético era el mismo.
-En Sonidos y silencios hablás del cancionero que acompaña el proceso social, y establecés 1973 como año de quiebre. ¿Cuáles serían las grandes etapas?
-Planteo que en Uruguay existieron dos etapas con duraciones casi idénticas, en las que lo político signó la canción popular: una que va desde 1960 a 1973, y otra que abarca el período dictatorial, desde 1973 a 1985. En estas olas políticas surgieron músicos para cierto público, vinculado al gran interés masivo de la gente diciendo “queremos canciones que oficien como banda sonora de nuestra militancia”. En la primera época están [Daniel] Viglietti, Los Olimareños y Zitarrosa, que vendían más de 40.000 discos, una cifra increíble. Nosotros tuvimos una gran suerte de que fuera una música muy rica y que no haya caído en el mero panfleto -si bien éste cumple su función circunstancial, que puede ser importante-. Esa generación fue una maravilla, equivalente a la que surgió en Brasil de manera simultánea: Milton [Nascimento], Chico [Buarque], Caetano [Veloso]. Después, en dictadura, volvió a generarse otro público, en este caso multipartidario y de izquierda, interesado en que se cantaran las cosas que se necesitaban para resistir, y además, en que se ofrecieran espectáculos a los que irían, ya que no tenían otro lugar donde reunirse. Los espectáculos canalizaron la necesidad de que la gente se sintiera junta. El espónsor fue esa avidez política de públicos, músicos y artistas que caminaron juntos.
-Con respecto al público, en el libro te referís a una anécdota en un tablado, en 1970, que resulta muy gráfica.
-Ese día había conjuntos de carnaval y también cantores. Uno de ellos era un muchacho que cantaba cosas como “viva la patria” y “llegará el amanecer”, que fue muy aplaudido. Terminó diciendo que era un cantor “comprometido”, y por eso la broma de si estaría comprometido con su novia o con la idea que quería tener de sí mismo, pero el tema es que fue muy aplaudido. Ese día también estaba [Ruben] Rada y cantó “Las manzanas”, pero un sector más militante de gente comentaba, medio por lo bajo, que era una letra poco comprometida. No podían ver la novedad que traía Rada para la música, la cultura e incluso para su visión de los cambios revolucionarios del país. Esto habla de la cortedad de miras de gente que supuestamente estaba en contra de lo establecido y que quería cambiar las cosas, y, sin embargo, tenía estas dificultades. Me llamó la atención porque Rada era maravilloso, tenía un swing de novela, y su forma de tratar el candombe era absolutamente nueva. ¿Cómo podían decir que era frívolo? Yo venía de ver a mi madre escuchar “Melón, melón, melón”. Me parecían bárbaras las fórmulas populares que ha tenido la canción desde siempre. Quedaba un sabor de que la izquierda, o cierto público, en este caso, comenzaba a ser sorda estéticamente, por eso en el libro cito esa frase de Caetano, que en un festival, ante los abucheos, le dijo al público: “Si en política ustedes son como en estética, estamos jodidos”.
-En 1986 decías: “Abundan los personajes de ideas progresistas que producen arte conservador”, en referencia a que la música podía ser progresiva o regresiva.
-Como todos, navegamos en la escalera mecánica de los lugares comunes. Hay gente que se pliega a un discurso verbal como el de “libertad” y “codo a codo”, y supone que están unidos. En verdad, es un discurso político preestablecido, y por eso, cuando viene un político con un discurso distinto, con un modo de formular fresco, a uno le llama la atención que no navegue por los lugares comunes. Esto en el arte era permanente, y uno no estaba de acuerdo con el modo en que se trataba al hecho musical.
-Para tu generación, ¿qué función debía ejercer la música durante el régimen?
-Por lo general, se considera que funciona cuando hay una cuota de distensión, de esparcimiento. Cuando Jaime [Roos] hizo “Brindis por Pierrot”, la gente pudo bailar, disfrutar de la voz del Canario Luna y analizar la letra; cubrió todos los colores del arcoíris, lo que significa que tenía un gran común denominador con mucha gente. Muchos pueden disfrutar de algún aspecto de esa canción: vos podés bailar algo con un texto y a la vez estás comprendiendo cosas. Son conceptos expresados sonoramente, que deben contar con una rítmica, una sintaxis relacionada con la melodía, una sonoridad fonética determinada. De ahí que en la vieja época muchos decían “qué mala canción”, porque era una canción excelente pero no estaban de acuerdo con el texto. O decían: “Ésta es una buena canción” porque tenía un texto muy desarrollado, vinculado a lo social.
-En un capítulo del libro hablás de cómo se activaron ciertos mecanismos de censura (ver recuadro). ¿Cómo se dio esa reelaboración de códigos, de buscar guiños?
-Ésas fueron las coordenadas de la dictadura: cómo decir cuestiones para que sean aceptadas. Nosotros hasta hoy no sabemos cómo en 1979 “A redoblar” pasó la censura, porque el texto era bastante explícito. A Fernando [Cabrera] le prohibieron una canción que decía “Asociación de amigos de lo marginal”, y como le cambió el título se lo dejaron. [Luis] Trochón, por ejemplo, encontró un mecanismo en el humor.
-De Trochón citás un fragmento de “No tengo palabras”, que era una crítica al régimen en clave de bolero. ¿Pensás que algo así sólo es posible como consecuencia de la censura?
-Yo pienso que no, creo que las coordenadas artísticas son las mismas. A veces, se hace mucho hincapié en cómo algunas canciones burlaban la censura y no tanto en las novedades estéticas de la época, que fueron muy interesantes. Según Guilherme [de Alencar Pinto], en esos años acá se producía una música que era la más interesante a nivel planetario -al menos para él- y la música popular más interesante del momento; Los que iban cantando, Leo Maslíah, el Choncho [Jorge Lazaroff] y Montresvideo generaron una gran ruptura. Había una búsqueda de la experimentación mayor, diciéndole al público: “Vamos más lejos”. Si algo gusta es porque hay una serie de coordenadas que generan que eso suceda. Todo aquello agradable cumplió un proceso histórico para serlo. La canción popular tiene como función la distensión. Antes, o incluso tal vez hoy, canciones como “Las manzanas” son consideradas frívolas, lo tropical es considerado frívolo, y eso quita claridad para analizar el fenómeno. La gente necesita cantar, abrazarse, tomar una, bailar en familia. Ya se rompió el modelo militante. Ahora en los comités se pasa música tropical; no digo que sea mejor o peor, sólo que varió cierta rigidez que quizá atienda a ciertas confusiones de la época.
-Analizás qué pasa con la canción popular en períodos de mucha efervescencia política. ¿Qué pasa con la canción en tiempos de estabilidad democrática?
-No es una sola, y es difícil hacer un corte transversal que abarque todo ese período. Los músicos de resistencia, aquellos que actuaron en dictadura con un discurso más ético, comenzaron a sentir que esa ola de público ahora pedía más destape, más diversión, salvo en la época de transición del rock, que también era protestón, con un tipo de protesta más nihilista. Después comenzó a surgir un tipo de música más lúdica, hasta que se llegó a lo actual, que era impensable. Ahora hay menos estigmatización y confluyen las compuertas de unos géneros con otros. La música uruguaya sigue siendo una música muy rica, si bien ahora se escucha mucho más en superficie y menos en profundidad. Todo se relaciona con cómo manejás el espacio sonoro: tiene que ver con lo verbal, con el paisaje sonoro y con lo musical, que cambia y se relaciona de manera inmediata. Cuando voy a ecualizar mi aparato me dice “classic”, “jazz”, “rock”, “pop”, y no dice “milong”, ni “murg”, ni “candomb”. Hay cosas que ya te marcan grandes continentes respecto de cómo manejarte.
-Desde Ayuí-Tacuabé se realiza una militancia musical por recuperar o conservar la memoria. ¿Cómo deciden editar o reeditar aquellos trabajos que forman parte de esa concepción musical?
-La idea es documentar lo hecho y producir lo nuevo. Los países de mercado pequeño, al no hacer dinero con su pasado, consumen los oldies de afuera (y Uruguay sigue soñando con oldies en inglés). Hasta el día de hoy, de Osiris Rodríguez Castillo hay dos discos editados de los cinco que hizo. La cuestión es escanear el pasado, ver qué es lo que falta y qué se puede editar, y que se generen cosas, aunque en general sean de poca venta. De cierta manera, nosotros estamos desarrollando un papel que debería asumir el Estado. Ayuí-Tacuabé tiene 42 años sin ningún tipo de subsidio.
-¿Cómo ves las políticas culturales que ha desarrollado el Frente Amplio (FA)?
-Uno no le puede pedir un proyecto cultural a una dirección de Cultura, cuando el propio grupo político no lo tiene. Ha habido mucho dinero en infraestructura, están las Usinas, los Centros MEC, los Fondos [Concursables]. Me da la impresión de que se da dinero para hacer cosas, pero en verdad todavía se está peleando la articulación de todo. Por ejemplo, yo estoy trabajando en el CDM, que todavía no está conectado con las radios oficiales, ni con la Escuela Universitaria de Música, ni con los Centros MEC. Los canales todavía necesitan un cateterismo, por una cuestión de que las distintas energías estén conectadas naturalmente, ya que unos no saben que existen los otros, falta articulación. Hay chacras que se cuidan y egos que se pelean, sin una dirección clara de cómo alimentar este tipo de cosas. No hay políticas de Estado. Algunas personas pueden hacer cosas muy interesantes, trabajando muchísimo, pero luego se detiene en el recambio porque no hay una política integrada.
-¿En eso radica el problema?
-Creo que es un problema global. Si en la educación formal hay que obligar a que los estudiantes de quinto y sexto de bachillerato a escuchar a Zitarrosa porque no lo conocen, hay algo que estamos haciendo mal.
-Cuando el FA utilizó “A redoblar” en una campaña te invitaron a participar, pero rechazaste la propuesta. ¿Por qué?
-En alguna entrevista de radio lo he dicho. Básicamente, porque nunca fui frenteamplista, aunque en algún momento fui votante. Incluso en 1971 milité por el FA, pero con una actitud expectante, de ver qué pasaba con todas las cosas que se planteaban. Pero cuando me preguntaban si era marxista decía que no y cuando me preguntaban si era anarquista respondía que no, porque cuando estás a favor de los cambios sociales tomás las cosas que te sirven de cada teoría. Ésa siempre ha sido mi postura. Pero no sé si lo que me están pidiendo es una postura política...
-Algo así, o al menos hablar de cuál es tu lugar de enunciación.
-Sigo pensando que una cosa es la socialdemocracia en países ricos, con sus divisas, y otra cosa es lo que sucede en países pobres. A veces, se habla de Suecia y claro, ellos tienen una industria armamentista que genera divisas y con eso aplicás políticas distribucionistas, quizá con dineros mal habidos. En América Latina, el capital transnacional establece cuáles son las fuentes de divisas, ya sea la minería, la soja o la celulosa. Claro, cuando [el presidente José] Mujica dice que eso no lo puede eliminar y que si para las rotativas de todo eso se viene la estantería abajo, entiendo que tiene razón. Hay pecados originales, y tengo claro que no hay soluciones fáciles. Pero “volviendo a la comisaría”, como decía Roberto Barry, y para responder la pregunta, en realidad no me considero del Frente. Hace poco me preguntaban si estaba desencantado y contesté que en verdad nunca estuve encantado. Después me dijeron: “Ah, pero entonces no militás”. Esto me hizo acordar a un muchacho del MLN que después de la cana se metió a un comité del barrio, pero como no iba mucho a las reuniones le empezaron a preguntar qué pasaba. Les explicó que había armado una murga de niños en el cantegril del barrio, que algunos de ellos robaban y que por eso empezó a hacer un relevamiento en centros educativos de Maroñas para integrarlos, para que zafaran de eso, y que estaba laburando pila con los padres. Cuando contó eso le dijeron: “Ah, pero entonces usted no está militando, compañero”, y lo expulsaron del comité. Por eso, cuando me preguntan esas cosas digo que sí, que estoy militando porque estoy en el CDM, estoy en Familiares, estoy en Ayuí-Tacuabé. La militancia no puede ser solamente partidaria o frenteamplista; ésa es una concepción equivocada.
-Estás muy identificado con la lucha contra la impunidad. ¿Cómo has visto estos últimos episodios, tras los dichos de Eleuterio Fernádez Huidobro sobre el Servicio Paz y Justicia?
-Es un tema muy difícil. A mí como familiar me han preguntado si estoy dispuesto a perdonar, y una vez leí que la raíz etimológica de “perdón” proviene del prefijo latino per, que significa “más allá” y del verbo donare o donar. O sea, implicaría ir más allá de lo que uno puede dar, como que el acreedor le regala al deudor la posibilidad de un castigo, lo exime del castigo. Yo por castigo no me haría problema, porque estoy en contra de cualquier castigo, preferiría una sociedad en la que a un tipo que hace algo supuestamente mal no tenga que penarlo 30 años. Lo que no acepto es tener que “donarle” la verdad de lo que ocurrió a estos tipos, en ese sentido, si se quiere, no perdono. Es notorio que hay más de 200 desaparecidos, una veintena de restos físicos encontrados y un montón de mentiras oficializadas. También es notorio que el Estado, mediante algún acuerdo, puso en cárceles VIP a los militares más conocidos y que sigue faltando mucha información. Es un tema con muchas aristas, y mientras tanto se sigue cayendo en esto, más de anecdotario, de qué dijo Fernández Huidobro o qué le respondieron.
-Y no tanto en qué se ha hecho o qué falta hacer.
-Claro, y así los temas quedan circunscriptos al “Día Internacional”, ya sea de los derechos humanos, de la mujer o del trabajador. Se termina institucionalizando hasta el dolor. Y como de la verdad no hay retorno, mientras tanto siempre van a estar apareciendo estas cosas, como lo que sale a decir Huidobro, que son removedoras, que generan cosas muy fuertes desde el punto de vista emocional. Son temas candentes, y lo candente, cuando uno lo toca, duele. Hace un tiempo me pidieron que escribiera tres o cuatro artículos sobre derechos humanos y me llevó mucho tiempo, leyendo toda la literatura disponible sobre los desaparecidos y la tortura; eso me costó un cáncer de próstata. Cuando hablé con uno de los muchachos que habían estado en la cana con mi hermano supe realmente lo que era una gastritis. Las viejas [de Familiares], cuando van a un comité y se terminan quebrando, sienten, de alguna forma, que están violando el pacto de no llorar, de no mostrar debilidad, de no concederles a ellos la cursilería de quebrarse. Pero todo eso tiene un costo. Al mismo tiempo, cuesta mucho transmitir algunas sensaciones, por ejemplo la de querer agradecerles a todos los que van a cada marcha del 20 de mayo, pero al mismo tiempo querer preguntarles: “¿Qué más hacemos?”.