El protagonista de varias de las mejores películas estadounidenses de las últimas dos décadas, Philip Seymour Hoffman, fue encontrado muerto ayer en su apartamento de Nueva York. Tenía 46 años. Seguramente muchos obituarios no podrán resistirse al título “El maestro”, en alusión a su último rol realmente impactante, pero si algo distinguía a Hoffman como actor era una voluntad casi permanente de no dejar que las películas en las que participaba se centraran en su figura, en una cierta lateralidad permanente aunque estuviera dando verdaderas clases magistrales de actuación. Cuando uno piensa en las películas que Hoffman protagonizó, cuesta recordarlo como la principal figura de éstas, y aunque tenía un físico muy distintivo, conseguía fácilmente que se olvidara al intérprete para que se comenzara a creer en el personaje, algo que es el principal objetivo de los actores que precien a su profesión. De facciones rubicundas y redondas, Hoffman parecía pasado de peso hasta cuando se encontraba delgado, pero jamás se resignó a la interpretación de “gorditos simpáticos” que seguramente le debe haber aconsejado más de un cretino. En su lugar prefirió optar por roles de hombres poderosos, enérgicos, casi nunca graciosos.

Hoffman ganó el Oscar por Capote (Benett Miller, 2005), en la que el corpulento actor se convertía en el diminuto escritor Truman Capote como si hubiera recurrido a unos excelentes efectos especiales, pero el número de roles por los que hubiera merecido un premio de la Academia de Hollywood supera la docena. Comenzando simplemente por las cinco (de un total de seis) películas filmadas por Paul Thomas Anderson -tal vez el cineasta más personal y virtuoso del cine estadounidense actual- en las que participó, y siguiendo por innumerables papeles que iban desde una suerte de supervillano en Misión imposible III hasta un salvaje DJ de los años 60 en The Boat that Rocked, y entre los cuales tal vez no haya habido uno tan conmovedor como el del perturbadísimo y secretamente romántico autor de llamadas obscenas de la desoladora Felicidad (Todd Solondz, 1998), posiblemente el más “generacional” de los films en los que participó.

De confirmarse las versiones que atribuyeron su muerte a una sobredosis (se le encontró con una jeringa en el brazo y se sabía que el actor había tenido problemas de adicción a la heroína), el de 
Hoffman se suma a una serie de fallecimientos recientes de actores relacionados con las drogas (Cory Monteith, Brittany Murphy, Chris Penn, Heath Ledger) que parece casi anacrónica en los hipocondríacos tiempos actuales. Pero esta muerte es particularmente triste para quienes apreciamos el cine estadounidense más o menos independiente de los años 90 y tenemos muy alto en nuestro panteón afectivo cinematográfico a películas como El gran Lebowski (Ethan y Joel Coen, 1998), Felicidad o Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999), todas ellas con Hoffman en un rol clave. Se va entonces no sólo un gran actor, sino también un ícono de una generación que está llegando a la mediana edad, y de lo mejor que tuvo ésta para ofrecer en términos de expresión artística.