No muchos de los que asistieron en noviembre al Auditorio del SODRE a ver a Paco de Lucía se imaginaban que estaban asistiendo a uno de sus últimos conciertos. Pero así fue, y Francisco Sánchez Gómez, quien había tomado el apellido “De Lucía” en honor a su madre, falleció ayer, cuando se encontraba de vacaciones en Cancún (México), víctima de un infarto fulminante.

Queda en manos de los expertos en guitarra flamenca aprobar o no la declaración del Ayuntamiento de Algeciras, pueblo natal del músico, acerca de que fue el “más grande guitarrista de todos los tiempos”, pero sin dudas no existía guitarrista de flamenco de mayor proyección internacional, ni uno que haya popularizado tanto a las seis cuerdas españolas. Buena parte de su fama se debe no sólo a su asombroso talento individual, sino a su permanente predisposición a aliarse con talentos de similar envergadura, primero con el mayor de los cantaores, Camarón de la Isla, con quien grabó nueve discos que lo proyectaron al primer plano del flamenco, y luego con los guitarristas Al Di Meola y John McLaughin, junto a quienes introdujo la guitarra flamenca en el mundo del 
jazz-fusión instrumental.

Era difícil que Paco de Lucía careciera de inclinaciones musicales; aunque era payo había crecido próximo a la cultura gitana y bajo la estricta observación de su padre, el guitarrista Antonio Sánchez, quien estaba decidido a que sus hijos consiguieran la gloria que a él le había sido esquiva. Junto a su hermano mayor, el no menos notable Ramón de Algeciras, Paco ensayó durante horas y horas desde su niñez, convirtiéndose no en un prodigio, sino en un músico completo y disciplinado a muy tierna edad. Él y su hermano fueron las primeras guitarras flamencas que tocaron en el Teatro Real de Madrid, con lo que rompieron el tabú xenófobo que consideraba a dicha música un género menor por haber sido perfeccionada por los gitanos.

Ya fuera con su hermano, con Camarón o como solista, se mostraba como un purista estricto, un seguidor simultáneo de las escuelas del Niño Ricardo y de Sabicas, representantes (en relación con la guitarra flamenca) de la modernidad y la academia, respectivamente. Pero rápidamente comenzó a dar señales de una heterodoxia técnica que, sumada al espíritu indómito de Camarón, terminó significando una auténtica revolución del género. Una revolución ajena al eclecticismo o las concesiones, pero revolución al fin.

En 2004 recibió el Premio Asturias de las Artes, la única vez que lo recibió un artista flamenco. En esa oportunidad De Lucía declaró al diario El País: “Si me hubieran dado el premio estando él [Camarón de la Isla] vivo hubiera impuesto de alguna forma que él viniera, lo hubiera compartido con él, me hubiera dado vergüenza ganarlo yo solo”.

A diferencia de su ex compañero cantaor, a quien su afición por los excesos le costó la vida, De Lucía se destacó por su personalidad austera y disciplinada, que lo llevaba a seguir ensayando largas horas para perfeccionarse. Aunque no tenía una formación cultural muy amplia, se interesó por géneros como el blues, el jazz y la bossa nova, los que fue acoplando sutilmente a su estilo, lo que lo alejaría del purismo flamenco de sus comienzos, pero también le abriría las puertas de un mercado internacional al que el flamenco en su estado más puro sigue sonando excesivamente áspero. Su muerte fue lamentada en las portadas de la mayoría de los diarios de Occidente, donde su nombre era sinónimo de la música española en general.

De cualquier forma, en ningún lugar fue más llorado que en su Algeciras natal, donde se decretaron tres días de luto y donde todas las banderas están a media asta en honor a una partida que, según el alcalde, José Ignacio Landaluce, significó “una pérdida irreparable para el mundo de la cultura, para Andalucía.