De haber alguien escuchado a medias las noticias de ayer acerca de la muerte de uno de los principales nombres de la Nueva Trova cubana, seguramente se habrá imaginado que se trataba de Pablo Milanés -aquejado desde hace años por diversos problemas de salud- o incluso de Silvio Rodríguez, ya cercano a su séptima década, pero no del más joven, el más tardío de esa generación de trovadores caribeños: Santiago Feliú.

Feliú, que murió ayer a los 51 años a causa de un infarto repentino, nunca llegó a ser tan popular como sus antecesores, pero -tal vez por la diferencia de edad- había logrado conectar con una generación un poco menos aguerrida en su lírica (se lo llegó a calificar como “el hippie del comunismo”). Había editado su primer disco, Vida, en 1986, justo en el momento en el que la trova cubana -que había sido un insumo hegemónico en la cultura musical de la izquierda- comenzaba a replegarse y a ser sustituida por el rock. Músico de temperamento melancólico, Feliú se destacaba particularmente por dos características perceptibles sólo en el trato personal o en los conciertos; sufría de una enorme tartamudez, que lo ponía muy incómodo en las entrevistas; y, al igual que en la política, era zurdo, pero de esa clase de zurdos porfiados que, en lugar de cambiar de lugar las cuerdas de la guitarra, simplemente aprendió a tocar en forma invertida, lo que le daba un particular sonido a su ejecución, no pocas veces virtuosa. Feliú se sentía cómodo tanto en su faceta de cantautor como en la de músico instrumental, y muchas de sus baladas más conocidas tienen estructuras sumamente intrincadas y complejas.

En setiembre del año pasado visitó Montevideo por última vez, y fue declarado Visitante Ilustre por la Intendencia. En aquella ocasión, entrevistado por la diaria, se había autodefinido así: “Más que nada, soy un compositor de canciones de amor y de amor desamorado o desamor, y, cuando alguna cosa me toca desde el punto de vista social, pues busco la canción que puedo hacer, es como un debe. Pero por sobre todas las cosas, soy militante de una canción de arte, un equilibrio ingenioso de música y poesía”. Había publicado en 2010 su primer disco en ocho años, titulado Ay, la vida.

“Muchas malas palabras se me ocurren. Muchas. Son tantas, que se atropellan”, escribió Silvio Rodríguez con rabia impotente en su blog al enterarse de la muerte de su amigo, pero sería una pena recordar con puteadas y palabras oscuras a alguien que, a pesar de su sempiterna tristeza, dedicó buena parte de su obra a exaltar la vida y sus contradicciones. Mejor recordarlo con el estribillo de uno de sus primeros éxitos: “Vida a la muerte le queda un tiro / y un corazón que defiende / y hace de tus alas grandes / una historia para siempre por el amor”.