Retrató, incansable, la picardía de los paisanos de nuestro campo: con Veinte mentiras de verdad recorre en clave de humor la legendaria tradición de los cuentistas, en Habla del pago recoge expresiones de su Treinta y Tres natal, y en El matrero y otros cuentos en prosa reconstruye mediante una fortuna verbal algunas tradicionales historias criollas. Además, varios de sus poemas fueron musicalizados por Los Olimareños, colaboró con la Academia Nacional de Letras (de la que fue presidente reelecto por unanimidad) y con el semanario Brecha, cuyas crónicas reunió en Como pata de olla.
-Vamos a prosear, entonces...
-“Prosear” es una palabra que yo quiero muchísimo. Conseguimos que entrara en el diccionario de la Real Academia Española con el significado que tiene en mi pago: conversar.
-Y además la incluyó a modo de introducción en El matrero...
-Sí, ahí mismo. Es una palabra que se usa muchísimo en mi pueblo y muy poco acá. Cuando se me ocurrió escribir El habla del pago me di cuenta de que existían pagos en el habla. En unos departamentos se usa y en otros no, y no sabés dónde está el límite, dónde desaparece la palabra. Un día se me despertó el interés porque lo descubrí; no sabía que eso sucedía. Como “mormazo”... Hay un cuento muy lindo sobre esta palabra: a pocos días de salir el libro, mi señora recibió una llamada desde Neuquén. El señor le contó que aunque era de Treinta y Tres hacía 17 años que vivía ahí, y andaba por todos lados mostrando el libro para que vieran que no era un loco por usar la palabra “mormazo”. Con el tiempo vino acá con la señora, y ella me contó que en la primera cita que tuvieron en la plaza del pueblo, seguramente en medio de esa situación incómoda en la que no se sabe cómo comenzar la cosa, él le dijo: “Pero qué mormazo hace”. Y si bien estuvo por disparar, después todo se terminó superando.
-Se acercó a la narración oral cuando comenzaba a ser maestro, ¿no?
-Yo soy todo lo que soy por haber sido maestro. Curiosamente, un día una niña me preguntó por qué cuando me expresaba en la clase decía tantos “pa’”. Yo traté de justificarme, y en la justificación estaba la explicación natural: entré al liceo a los 20 años, y hasta entonces vivía entre la ciudad y el campo, rodeado de personas que todas decían “pa’”. Atención, algunas sabíamos que se decía “para”, pero nos era más difícil y a veces hasta molestábamos si la usábamos. Luego me hizo otra pregunta inesperada: “Maestro, ¿dónde fue niño usted?”. Entonces le tuve que contar. Y ahí aparecieron las formas del juego que les gustó a todos. La conversación había despertado expectativas en el resto de la clase, y se hizo una rueda, por ejemplo, para escuchar el significado que tenían los trompos y las cometas para nosotros, y el río [Olimar] y el arroyo [Yerbal] que estaban cerquita del pueblo. En ese momento ya me había pasado la mitad de la clase contando, porque a mí me resultaba gratísimo y más que nada sorprendente, sobre todo al ver niños que vivían en un lugar que geográficamente no tenía ningún punto de contacto con aquel en el que yo había sido niño reaccionaban frente a las cosas de la misma manera que yo cuando tenía esa edad. Hay una condición del ser humano que anda por ahí... Vaya a saber hasta qué edad, algunos dicen que para toda la vida. Cuando quise acordar ya se había instalado como rutina. Un día vino mi compañero -él tenía tercer año y yo sexto- y vio que la expectativa y el interés eran absolutos, cuestión que a mí me servía porque creaba un clima de trabajo muy lindo; después de eso se podía abordar hasta la tabla del nueve. Mi compañero me preguntó de dónde lo había sacado y yo le dije: “Mirá, no lo inventé, lo recordé”. Y ahí pasaron a juntarse las dos clases, y ya comencé a contar para un público mayor. Después terminé contando casi para toda la escuela. Recién entonces me di cuenta de lo completa que tenía mi infancia en la memoria, y todavía me sigue llamando la atención la indelebilidad con que se había fijado. Ahí fue que derivé en narrador oral y escritor, porque cuando se acabó el escenario de la infancia se me ocurrió contarle cuentos que yo había oído cuando niño. Y empecé toda una mentira que allá se adjudicaba a supuestos mentirosos.
-¿Cómo se convirtieron en las mentiras verdaderas?
-Unos amigos maestros -que se habían jubilado- me pidieron que intentara escribir alguna mentira porque se iban a perder, sobre todo cuando el mundo y las costumbres cambian, y lo más probable era que se quedaran sin lugar. Estaban fundando una editorial de maestros y querían publicarlas. Con el grupo gremial La Unión de Magisterio salió la primera edición de las Veinte mentiras de verdad. Es un libro muy difícil de explicar, porque hay que tenerlo enfrente e imaginarse lo que uno imagina. El material le gustó tanto a esta gente, que se entusiasmaron. Y eso que yo muchas veces no quedé conforme con el traslado a la escritura; a veces tuve que usar palabras intermedias, porque si no, era un lenguaje incomprensible para mucha gente. Tuve que transar. Me preguntaron por qué no le pedía que me hiciera el prólogo a Julio C da Rosa, que en ese momento estaba en auge porque acababa de escribir Buscabichos. Si bien era amigo de don Julio, me daba vergüenza, así que ellos se lo pidieron y él accedió. El entusiasmo fue tal, que incluso el Club del Grabado se sumó a la edición. A mí, honestamente, me deslumbró.
-Usted ha dicho que ése es el libro al que más le debe.
-Sí, lógico. Si a los dos meses de haber salido la primera edición me invitaron a la escuela Países Bajos, del Paso Molino, como escritor... De aquello no olvido ningún detalle. En esa época, cuando alguien tenía un logro y quedaba satisfecho, estaba muy de moda usar la expresión “te sentís logrado”. Y eso fue lo que me preguntó una niña ese día: “Escrito el libro ahora, ¿se encuentra logrado?”. Me shockeó porque la forma era novedosa en ese momento. Después comencé a recibir cartas de todas partes, se difundió en las escuelas. En un cumpleaños me llegó un video desde Quebracho, con tres mentiras de mi libro dramatizadas por los niños del liceo. Cómo no voy a estar en deuda con el libro, le debo como loco. Hasta por él me invitaron a la Feria del Libro de Buenos Aires; que no sé si ustedes la conocen, pero es monstruosa. Ahí conté algunas mentiras en un salón inmenso que se llamaba Martín Fierro, donde había gente del Chaco, de Tierra del Fuego y otros lugares; fue algo imponente. Todo eso lo consiguieron las mentiras solitas.
-¿Y después?
-Esto ocurrió en 1973. A los pocos días me encontré con Heber Raviolo, un amigo de muchos años. Nos encontramos casualmente en 18 [de Julio] y Cuareim, y me dijo: “Che, leí tu librito y está buenazo. Nosotros tenemos mucho interés”. En ese momento Banda Oriental estaba naciendo, pero dudé por los derechos. Cuando se lo comenté a los compañeros de la editorial, me dijeron: “Andá a hacerlo, nosotros ya nos fundimos”. Y desde entonces se siguen haciendo reediciones en Banda Oriental. Después de unos años, fue el título de la Feria del Libro [en 1985], para la que se hizo una edición inolvidable trayendo el cartón desde Juan Lacaze [que incluyó ilustraciones de Horacio Añón]. El Día hizo un concurso de literatura, y en la infantil ganamos el primer premio, entonces pensé que por lo menos, en cierto ámbito, tenía posibilidades de escribir. Pero nunca abusé de eso, no tengo nada escrito que no me lo hayan pedido. En mi pueblo se contaba mucho, la palabra tenía una vigencia cultural que actualmente uno no la puede imaginar, ya que se necesita una realidad hoy desaparecida. Cuando yo era niño no había radio en Treinta y Tres. Y cuando le busco explicaciones a por qué se reunía la gente, en mi casa, por ejemplo, pienso que en invierno a las 18.00 ya era de noche y había que llenar las horas hasta dormirse. Ahí la gente hacía cuentos. Ahora se imaginan al tío o al abuelo haciéndoles cuentos a los niños, pero no era así, sino que los cuentos se los hacían los adultos entre sí. ¿Por qué el adulto de esa época disfrutaba en el mismo nivel que el niño? Esto me motivaba a escribir otras cosas.
-Pero usted también se hacía la rabona para ir a pescar al Olimar y a fumar a escondidas en el Yerbal...
-Sí, sí, es cierto. Pero no es porque ahora yo sea el protagonista de la evocación, sino que yo creo que no era tan vergonzante o reprobada la rabona. De vez en cuando uno lo hacía, porque había tardes hermosas. En noviembre el río y el arroyo ya estaban tibios. Hacíamos un fueguito nada más que para prender el cigarro en el tizón, porque así veíamos qué hacían los hombres, como los troperos y los criollos. En mi niñez todavía traté gente que usaba chiripá habitualmente, no para bailar el pericón. Decían que algunos lo hacían porque no andaban muy bien de la cabeza, pero eran muchos, y nadie hacía cuestión del chiripá, no llamaba la atención. Era una vida muy distinta a la actual, y a nosotros, los niños, eso nos atraía enormemente.
-¿En esa época ya le decían Tronco?
-Tengo que hacer una aclaración muy prolija por una cuestión de amor propio. En esa época tronco no tenía la acepción que tiene ahora, sobre el jugador que es torpe hasta para girar. Fue porque jugábamos un partido a la mañana, y yo tenía que marcar a un compañero que usaba lentes gruesos, de ésos con los que no se le ven los ojos. Fui a marcarlo y no sé por dónde pasó, ni él ni la pelota: me eludió sin ningún inconveniente. Ahí ya tomé precauciones. La segunda vez lo alcancé, pero igual me pasó. La siguiente, venía cayendo una pelota de aire y los dos trancamos. Estaba la pelota en el medio y no hubo intención -como diría un cronista deportivo de hoy-, el hecho es que yo no sé si él venía mal parado y yo estaba más firme, pero la cuestión es que yo quedé con la pelota y él voló lejos -todavía, pobre, buscando los lentes que se le habían caído-. Ahí dijeron: “Pero, che, trancar con éste es como trancar con un tronco de molle”. Y así empezó siendo mi apodo, después se acortó.
-Entró al liceo a los 20. ¿A qué se dedicó en los años previos?
-Ahí es cuando yo digo que soy un siete oficios frustrado. Me gustaba trabajar para tener plata, y en mi familia no hallé resistencia. Trabajé en varias cosas, en esa época vine a Montevideo con 14 años y fui repartidor de una farmacia y de una panadería; había trabajo para niños de esa edad si sacaban el carné del Consejo del Niño. Cuando estalló la guerra [Segunda Guerra Mundial], en nuestro país se creó un caos económico y social importante. Se paró, por ejemplo, la construcción de la represa de Rincón del Bonete, y empezó a paralizarse todo porque las refinerías de combustible no vendían. Acá se inventó algo llamado el gasógeno para los camiones, ya que eran un instrumento de trabajo. Yo estaba trabajando en una farmacia cuando un señor vino a contarme su drama. Había comprado un Ford, y él sabía que ponerle gasógeno era destruirle el motor. Políticamente consiguió una solución, ya que la ANCAP daba nafta para trabajar en los montes del Río Negro, que iban a quedar -como quedaron- sumergidos cuando entrara a funcionar la represa. El hombre fue a verme porque yo era de campaña y él nunca había hablado con ninguno, así que me contrató como intérprete. Supongo que por la incomunicación que había en la época muchos montevideanos creían que en la campaña hasta indios había. Con él me fui a trabajar de camionero al monte del Río Negro. Cargábamos el carbón, y no exagero si le digo que había cerros de carbón de cuatro o seis metros de altura, porque algunas compañías que hacían carreteras, por ejemplo, habían aprendido a usarlo. Había que traerlo a Montevideo, así que nosotros, que vivíamos en el monte, salíamos para la capital en la madrugada. Ahí vi llorar hombres montevideanos que extrañaban, gente que no había salido nunca. Nuestro rancho se hizo una especie de centro de reunión nocturna. Y empecé a cocinar, porque mi patrón no sabía. Estuvimos unos cuantos meses trabajando. Después, como mis dos hermanos mayores eran ferroviarios en la estación de Vergara, y en AFE los familiares de los funcionarios bien calificados tenían preferencia en caso de una vacancia, pude entrar luego de dar una prueba. Durante un año y medio discutía con el jefe de limpieza de la estación, que era un personaje fantástico y que me conocía de nacimiento. Era muy leído, incluso tenía tres hijos llamados Esmeralda, por la gitana de El jorobado de Notre Dame; Leucipo, por una parábola de Rodó; y Aldebarán, por una estrella. Él me decía que tenía que irme a estudiar, hasta que un día me convenció. Volví a Treinta y Tres y empecé el liceo. Si bien no era mucho, yo tenía un complejo por ser el mayor, así que no podía ser el peor de la clase, tenía que estudiar en serio. Al terminar cuarto año me dijeron que tenía derecho a una beca que daba Secundaria en esa época. Nunca fui un hombre de proyectos, y menos en ese momento, que tenía 24 años, pero decidí venirme para Montevideo a estudiar medicina. Cuando terminé el preparatorio me despedí de la medicina, porque recién entonces supe que la beca terminaba. Un amigo me hizo ver que no había gran diferencia en el panorama vocacional del que quería ser médico con el que quería ser maestro, que había una inquietud social y solidaria, que son fáciles de entender ahora. Y como magisterio se hacía en cuatro años, yo pude estudiar trabajando de boletero en el Hipódromo de Las Piedras.
-¿Cómo siguió su vocación cuando se vinieron los años de dictadura?
-Bueno... Eso es un capítulo aparte. A mí, comparado con otros y dentro de mi ámbito de trabajo, me trataron bien. Trabajé dos años y medio, más o menos. Me separaron del cargo después de unas vacaciones de julio. Incluso ya había hecho concurso para dirección y me había ido bien. Pero estaba trabajando en una escuela de la calle Comercio, y cuando empezó el año separaron del cargo y le hicieron sumario a la directora, lo que en esa época era la guillotina. Al año siguiente me bajaron de categoría y al otro me trasladaron a la escuela Austria, sin previo aviso, con prohibición de trabajar en quinto y sexto. Me dieron un tercero, que resultó ser una experiencia muy linda, sobre todo por las relaciones entre el personal. Lo que recibí como un martillazo en la cabeza fue un día que golpearon la puerta y cuando miré vi a tres policías. Lo que podía no gustarles era que había hecho la huelga de magisterio completa, que no todos la terminaron, y había trabajado en unas comisiones para ir por las fábricas y talleres explicando el panorama. Yo no podía renunciar e irme, porque mi edad en el mercado de trabajo significaba desocupación. Cuando pensaba que no iban a echar a nadie, un día me llamaron de la Inspección para decirme que mi jubilación estaba terminaba. A los dos días, me separaron del cargo sin sueldo y con un sumario de 16 cargos, uno de los cuales era componer versos para Los Olimareños. Tuve suerte porque me ofrecieron trabajo como vendedor de libros y, al mismo tiempo, me llamaron de un programa de Radio Sarandí, para hablar del primer premio del concurso que gané en el diario El Día. Cuando terminé me pidieron si podía ir otra vez, porque les había interesado mucho. En ese programa Jorge Burel y [Jorge] Abbondanza hacían lo suyo. A fin de año me llamaron para hacer otro programa conmigo narrando cuentos y Vera Sienra cantando. Salió macanudo, y me dijeron que al año siguiente querían que fuera a trabajar. Esto, sumado a la participación en la revista Charoná, donde me dieron para escribir la parte de historia, sin firmar, claro, me ayudó mucho.
-¿Por qué no fue a recibir el resarcimiento económico cuando llegó la democracia?
-Y no, no fui. Hay que servir para eso, hay que estar. No digo más nada porque parece que uno enjuiciaría a quien lo hizo. Sé que lo hizo gente que no estaba en condiciones de hacerlo, pero hay mucha otra que lo hizo legítimamente y tenía su derecho, claramente. Tampoco me quise reintegrar, estuve seguro de que con esa lejanía de casi 15 años iba a ser en el aula como un oso polar en Cuba. La escuela era otra. Después sí fui mucho a las escuelas porque me llamaban. Tuve la dicha de ir a muchas de Montevideo y del interior. Un día estaba en Treinta y Tres y me presentaron a un maestro, Valentino Olivera, quien se quejó de que a su escuela jamás había ido nadie. Entonces le pregunté: “¿Y dónde es su escuela?”. “En la estación Rincón”, me respondió. Fui con gusto: ahí había trabajado como ferroviario. Todo eso se lo debo al magisterio.
-Después fue presidente de la Academia Nacional de Letras, cargo en el que fue reelecto por unanimidad.
-Bueno, para eso con buena conducta alcanza... Ésta es otra de las cosas que les debo a las mentiras. Y en ese libro yo uso el lenguaje corriente de los paisanos de aquella época. El libro fue a dar a la Comisión de Lexicografía de la Academia, donde me invitaron a trabajar. En un momento planteé que no me comprendían en el grado que yo entendía que era necesario. Surgió la idea de sacar El habla del pago, momento para el cual ya me había vuelto lingüista... Yo resulté valioso, sin agrandarme demasiado, porque en esa comisión todos eran profesores de español jubilados, que vía libro sabían todo del lenguaje, pero nunca habían hablado con un paisano. Yo sí lo había hecho, y había pasado tiempo en el campo. Cuando uno quiere conocer el habla de una región tiene que permanecer mucho tiempo, porque todas las palabras tienen más de un significado. Así que tuve la posibilidad de aportar todo ese material, que es muy importante desde el punto de vista lingüístico. Una de las cosas que a mí me encantan de nuestros paisanos son las formas de referencias que ellos manejan sobre el tiempo. Por ejemplo, cuando está aclarando ellos le llaman “las barras del día” (“vinieron las barras del día”) y cuando está a punto de oscurecer, “boca ‘e noche”. Yo entendía que eso era de un criollismo absolutamente cerrado, pero un día me puse a leer cuentos populares del Siglo de Oro español y encontré un cuento que lo nombraba.
-¿Sigue permitiéndose ser nostálgico?
-Sí, sí, en la poesía y en la prosa soy hondamente nostálgico. Se es nostalgioso. Tengo un cuento que se llama “El viaje”, porque un día estaba leyendo un libro sobre la fundación de Treinta y Tres, que incluía un capitulito de la primera escuela, sobre la que el autor dice: “El maestro fue el vizcaíno Anselmo Basaldúa, y los alumnos fueron Fulano y Fulano Miraballes”. Y del último dice: “Muerto en Masoller”. Yo me pregunté qué tenía que ver con la escuela de Treinta y Tres, por qué este hombre puso esa nota, qué habrá significado en aquel momento. Siempre me dio una nostalgia muy grande de la época en la que la gente sentía ese tipo de cosas.