Cuando Control Z, la productora de las películas de Pablo Stoll Juan Pablo Rebella 25 watts (2001) y Whisky (2004), estrenó la ópera prima de Manolo Nieto, La perrera (2006), cierta inquietud se apoderó de quienes confiaban en que el cine producido por esa generación de cineastas noveles fuera realmente la base sobre la cual edificar una cinematografía local. Si bien 25 watts había sufrido cierta resistencia local en su etapa de producción, el aluvión de premios internacionales que recibió -y que Whisky luego multiplicaría- había convertido ambos films, al menos para la crítica local, en el mascarón de proa del cine nacional, y dio la impresión de que La perrera -una película despareja que presentaba varios fallos formales que se hacían particularmente evidentes luego de la perfección narrativa de Whisky- era un paso atrás en lo que parecía ser un movimiento creativo en permanente ascenso y relevo.

Lo que no pareció notarse es que si bien La perrera compartía algunos rasgos con el universo de 25 watts -la franja etaria y la precariedad laboral de los personajes, el uso de actores no profesionales, cierta tendencia al mutismo-, se trataba de una película muy distinta, y que a su vez mantendría esa diferencia con las películas de directores de la generación de Nieto que la sucedieron. En sus buenos momentos, que no eran pocos, demostraba un temperamento apasionado y una poesía intuitiva que poco tenían de minimalismo y contención, y que hacían suponer la presencia de un autor distinto y en busca de un lenguaje propio. Una búsqueda que, como en lo mejor de la tradición francesa, tenía más que ver con su propio proceso que con un objetivo predeterminado.

La interrupción de la continuidad de Nieto, dedicado al extenso proceso de producción de su segunda película, dejó la duda de cuánto había de esa búsqueda y cuánto de mera casualidad en los logros de La perrera, pero a más de una década del estreno de aquélla, El lugar del hijo parece ser la confirmación de que no había nada de suerte en aquellos aciertos.

Dos en uno

Como Nacido para matar (Stanley Kubrick, 1987) o Del crepúsculo al amanecer (Robert Rodríguez, 1996), El lugar del hijo es un film dividido en dos partes claramente diferenciadas que, a pesar de su interrelación, operan sobre dos ejes narrativos distintos y que, de existir ese formato en cine, bien podrían haber sido dos mediometrajes continuados. El nombre internacional de la película es The Militant (El militante), y su primera mitad parecería corresponderse mejor con este nombre, mientras que la segunda se adecua más al de su estreno local. La primera parte nos presenta a Ariel (Felipe Dieste), un estudiante universitario militante en su gremio que durante la crisis de 2002 recibe la noticia de que su padre, un estanciero de Salto, acaba de morir. Ariel viaja a la ciudad litoraleña para poner en orden los negocios interrumpidos de su padre y, a la vez, organizar la ocupación de la Regional Norte.

La primera parte de El lugar del hijo, la que se desarrolla en el ámbito universitario militante, ha sido comparada con la visión quirúrgica y poco sublime del mismo ámbito que presentaba la argentina El estudiante (Santiago Mitre, 2011), pero mientras que en ésta había un análisis desencantado del maquiavelismo de la política temprana, en El lugar del hijo hay un enorme caos en el que las formas y los rituales de la política estudiantil no están bastardeados por el cinismo y las ambiciones futuras, sino por la estupidez y la ausencia de cualquier tipo de ambición (más allá de la de conseguir una eventual pareja sexual, vino y marihuana). El sinsentido es tan grande que Ariel termina desplazándose para acompañar a un grupo de trabajadores en huelga de hambre, sólo para descubrir que el caos y la falta de dirección parecen imperar en todos los ámbitos en los que se mueve. No es casualidad que, junto a La vida breve, de Onetti (que tendrá su correlato sobre todo en la segunda parte), su libro de cabecera sea La enfermedad infantil del “izquierdismo” en el comunismo (1920), un texto dirigido contra los excesos radicales, o las distracciones, de la interna bolchevique en momentos en que (para Lenin, al menos) lo esencial era consolidar la revolución.

La decepción respecto de sus objetivos militantes lleva a Ariel a intentar solucionar los asuntos de su campo familiar, y se encuentra con tanta resistencia como en la ciudad. Esto constituye la segunda parte de la película, en la que los diálogos político-estudiantiles dan paso al silencio rural de uno de los campos más amarillentos y hostiles que se hayan visto en el cine uruguayo, mientras Ariel sigue buscando un lugar que ya no es sólo el suyo en su entorno elegido -la militancia estudiantil- sino también en el vacío dejado por la muerte de su padre.

El extraño

El resumen de la trama no condensa en absoluto el contenido de la película, que está construida a partir de una serie de viñetas, muchas de ellas desopilantes, en las que Ariel intenta insertarse y darle un sentido a su viaje (o incluso a su vida) en un ambiente en el que su presencia siempre es recibida como la de un extraño, un diferente. En una de las decisiones más arriesgadas y notables de Nieto, el rol de Ariel está a cargo de Felipe Dieste, un actor no profesional con una distintiva forma de hablar y moverse (consecuencia de un accidente infantil) que, sin embargo, no se menciona jamás en el film. Todo el rechazo o afecto que su personaje recibe está basado en su conducta (o lo que los otros imaginan de ésta) y nunca en su gestualidad inmediata, que la película integra con una naturalidad que no necesita explicarse, como si se negara a hacerse cargo de los prejuicios del espectador. La decisión de casting no es caprichosa, ya que Dieste es dueño de un particular magnetismo que refuerza la convicción (al menos externa) de Ariel.

Al igual que en La perrera, Nieto combina actores no profesionales con histriones de la talla de Alejandro Urdapilleta (en uno de sus últimos papeles antes de su muerte, en diciembre del año pasado), pero con resultados mucho más efectivos. De alguna forma hasta los menores personajes -todos de relevancia en esta película detallista que merece más de una vista- están bien definidos bajo un ojo crítico y por momentos inmisericorde. Como decíamos antes, los estudiantes de El lugar del hijo parecen mucho más interesados en el sexo y las drogas que en los motivos de ocupación de su facultad, pero también los allegados a su padre parecen más interesados en su posible herencia que en los intereses de Ariel, mientras que los trabajadores rurales alternan entre la violencia, el alcoholismo e incluso el bestialismo (en una escena algo confusa en la que uno de los peones realiza un misterioso periplo nocturno junto con Ariel). Casi nada parece brillar bajo la cámara de Nieto, que incluso retrata a la bella ciudad de Salto en un notorio estado de decadencia y mugre.

Pero a pesar de lo ridículo, o eventualmente feroz, del retrato que El lugar del hijo hace de varios ámbitos fetiche de la izquierda cultural local -en forma más evidente el de la militancia gremial tanto de los estudiantes como de los sindicatos, pero también de la concepción rousseauniana (y veladamente paternalista) del hombre de campo que suele tener dicha izquierda-, sería un error identificar este retrato con una óptica reaccionaria o nihilista. Como en las mejores (y sólo en las mejores) películas de los hermanos Coen, no hay una superioridad moral hacia sus en ocasiones desastrosos personajes, sino más bien una cierta empatía afectuosa que no oculta la distancia y el resentimiento mutuo, en un conflicto que es simultáneamente de clase y locación (la ciudad y el campo). Objeto extraño dentro de la filmografía de contenido político local, no se trata de una película de certezas sino de dudas, y consciente de ellas El lugar del hijo finalmente opta por la tolerancia insegura antes que por la diatriba colérica. Dicho esto, la película es, casi inevitablemente, uno de los mayores cuestionamientos a la ya mencionada izquierda cultural local, al fin y al cabo, también una fábrica de certezas.

Ampliando el lente

Los permanentes relanzamientos del cine uruguayo a lo largo del siglo XX -y su casi inevitable discontinuidad posterior- estaban en cierta forma malditos por la necesidad de hacer películas que en cierta forma englobaran toda la experiencia uruguaya. Ante el esfuerzo descomunal de producir una película en un país más bien pobre y sin infraestructura cinematográfica, películas como El dirigible (Pablo Dotta, 1994) emprendían vuelo ya lastradas por la responsabilidad de tener que ser obras culturalmente globales y gigantescos vehículos de identidad nacional. Tal vez la mayor lucidez de la generación de Stoll, Rebella y Nieto (aunque quien había inaugurado la tendencia había sido Álvaro Buela en 1997 con Una forma de bailar) fue la de concentrarse en historias parciales, metonímicas, en las que el retrato de un micromundo particular sirviera como reflejo de toda una cosmovisión generacional, a la vez que un medio seguro y firme de, simplemente, narrar una historia. Así, con esa aparente limitación de ambiciones, se terminaron generando películas genuinamente ambiciosas en términos de narración y calidad, que constituyen la base de una cinematografía nacional a la que ya se le puede reconocer un tono distintivo, una identidad definida y una innegable continuidad, habiéndose convertido incluso en un parámetro claro del cual diferenciarse ex profeso a la hora de buscar una voz propia.

Lo que El lugar del hijo propone no es una reacción ante esa continuidad y esa voz de la que La perrera era parte innegable, sino un paso más allá, una apertura de la misma búsqueda no sólo hacia afuera del cuadro generacional -algo que ya había hecho conscientemente la segunda película de Stoll y Rebella, Whisky-, sino también de la limitación de un único microcosmos determinado.

Si esto es un camino o una rareza, es algo que el tiempo determinará. Mientras tanto, lo que queda es una película graciosa, irritada, inclasificable y no pocas veces conmovedora. Es decir, una película con ganas de ser grande.