La noticia del paso previo a la posibilidad de que El País Cultural deje de publicarse (que pase de tener frecuencia semanal a mensual parecería ser el preámbulo de su fin, aunque en absoluto lo determine) ha generado repercusiones de todo tipo en la prensa escrita y las redes sociales. Más allá de la preocupación por la situación laboral de los colegas que allí trabajan ante estos cambios, las voces en torno a este hecho han oscilado entre aquellos que creen que esto significa un duro golpe a la crítica cultural uruguaya, por el hecho de que un tipo de crítica con sus características y su tradición a cuestas desaparezca, y quienes consideran que, más allá de una voz más dentro de las tantas, lo que se pierde en realidad no es mucho. Más allá de las posturas, que pueden tener validez en sus postulados, y del hecho de que no parece adecuado alegrarse por el posible cierre de un suplemento cultural, todo lo que se generó en torno a esta noticia debe servir también para replantear, revisar y actualizar algunas nociones sobre la crítica cultural, el modo en que se ha desarrollado y se desarrolla en el medio uruguayo y la forma en que puede ser un instrumento útil para entender los tiempos que vivimos. Nací cuando recién comenzaba la década del 80 y el semanario Marcha era un faro imprescindible para buena parte de la cultura uruguaya; los nombres de Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama, Homero Alsina Thevenet y tantos otros ya eran referencias ineludibles, y la generación del 45 comenzaba a transformarse en algo indiscutible. Todas esas certezas se fijaron en mí al momento de ingresar en la Facultad de Humanidades años después, y a pesar de algún docente que nos invitaba a discutir y analizar Marcha, cuando se hablaba la generación del 45 y los críticos más reconocidos con un ojo crítico, era muy difícil dejar de sentir que se trataba de tipos importantes, referentes y hacedores de un tipo de crítica cultural que era la que había que hacer. Es decir, si bien nadie lo instaló en mi sistema operativo, esa visión se me plantaba como una verdad y convivía con algunos nuevos exponentes que también me gustaban a pesar de que en muchos casos criticaban muy ácidamente aquello que venía “desde antes”. Seguramente seamos unos cuantos los que aprendimos a creer que eso era lo que se podía llamar “el buen periodismo cultural”, sin saber muy bien por qué lo creíamos, lo repetíamos, no recibíamos críticas por hacerlo y todos parecíamos estar de acuerdo. Hace unos años, en un encuentro de escritores, editores, investigadores y críticos en Paysandú, en un panel sobre crítica, la mayoría de los presentes se lamentaron de que ya no hubiera una crítica “como la de Marcha” o críticos como Rama o Rodríguez Monegal, señalando que estábamos viviendo una especie de Medioevo y que no estaban las condiciones para que la crítica volviera a sus mejores años. Ninguna de las voces planteó que quizá no había ningún medio como Marcha o críticos como los mencionados porque los tiempos que vivimos no precisan ese tipo de crítica, como sí la necesitaron otros tiempos. Cada tiempo tiene los medios que se merece, se podría decir. Sí, pero también tiene los medios y la crítica que supo construir de acuerdo a las necesidades de su tiempo. Se podrá decir que los de antes escribían mejor que los de ahora. Quizá sea cierto, pero, ¿con qué patrón se está midiendo eso? ¿Tiene que ir por ahí la discusión? ¿Realmente aporta algo? Las relaciones del crítico con el trabajo, con la industria cultural, con los medios de comunicación y con el público han cambiado, justamente porque todos los actores y la propia realidad han ido cambiando. Sin intención de ser irrespetuoso con los colegas despedidos ni con el medio en el que trabajaban, y aunque pueda no ser el caso de El País Cultural, ¿por qué negamos la posibilidad de que, más allá del hecho de que la mayoría de los medios de comunicación se hayan vuelto corporaciones dirigidas por empresarios y no por periodistas, el tipo de crítica o el formato del suplemento o cualquiera de sus características no estaba en real sintonía o diálogo franco con nuestro tiempo y nuestra realidad y por eso pudo perder su potencia inicial? Por fuera de la relación que cada uno tenga con el papel, ¿qué nos indica que un suplemento cultural en su versión digital no pueda alcanzar sus objetivos más perseguidos? ¿Qué valor tendrían hoy en día Marcha, Asir, Posdata, Guambia o el medio que sea? Podrían ser medios referentes que generaran mucho en sus lectores, o el público podría haberlos transformado en momias a fuerza de indiferencia. Estas respuestas no las tenemos. Primero, porque ante un hecho así reaccionamos igual que ante el cierre del Cine Plaza, diciendo “qué golpe a la cultura”, pero sin determinar si el cine en cuestión era un actor vivo en esta sociedad o parte del mobiliario urbano, y segundo, porque los críticos no hemos hablado de estos temas en los últimos tiempos, limitándonos a decir que tal tipo de crítica nos gusta más que otra, o que antes era mejor o peor que ahora, o que en España, Estados Unidos o Tanganika se escribe mejor que acá, pero sin trabajar nunca sobre nuestros argumentos ni aceptando que hay muchas formas de hacer crítica cultural. Y muchas veces, estando de espaldas a una realidad que constantemente nos interpela y nos influye, realidad que compartimos con quienes leen nuestras notas, nada más y nada menos. Hoy es El País Cultural y mañana puede ser cualquiera. Eso no está bien. ¿O sí? Hasta que no empecemos a hacernos las preguntas que tenemos que hacernos, todo será una eterna discusión en torno a lo mismo, repitiendo lo que una vez nos dijeron, mientras la vida pasa y lo único que parece que hacemos los críticos es pasarles verdades vacías a los que vendrán después de nosotros.