Este año la Sociedad de Arquitectos del Uruguay (SAU) cumplirá un siglo y en 2015 lo hará la Facultad de Arquitectura (Farq). El aniversario ha de encontrar a la profesión en una infrecuente situación de demanda de servicios y a la arquitectura en un lacerante estado de invisibilidad cultural.

Esta afirmación podrá asombrar al lego y aun tildarse de exagerada a la vista de las multitudes que, una vez al año, peregrinan entre los edificios más antiguos de nuestro patrimonio. Pero mientras todos los demás sectores de la actividad cultural disfrutan de espacio en los medios de comunicación, la disciplina responsable de la mayor parte de nuestra cultura material sólo es traída a cuento cuando algún arquitecto uruguayo adquiere relevancia -casi siempre merecida- en el exterior, o cuando la demolición de algún edificio provoca reacciones afectivas (ejemplo reciente: la desaparición de “Assimakos”, de Caprario).

Nada de lo dicho es novedoso: son ya demasiadas décadas de orfandad crítica y desatención oficial para descubrirlas en este febrero, pero un nuevo y grave matiz obliga a reflexionar: para algunos sectores -particularmente la llamada “clase política”- parece que la promoción, construcción y cuidado de edificios que no se destinen a la educación, la salud o la seguridad se ha transformado en una actitud al borde de la frivolidad o el despilfarro. Ejemplo notorio es la tormenta política que desató Antel Arena, sin que nadie pareciera preguntarse acerca de la necesidad de una infraestructura cultural tan poderosa. Al día de hoy, mientras la producción del proyecto ejecutivo corre aceleradamente, no ha sido posible conocer las propuestas que concursaron, y del proyecto ganador han circulado sólo unas pocas imágenes. Bueno es recordar que la exposición pública de los proyectos -todos ellos- y las actas del jurado, son garantía del correcto proceder de todas las partes y, además de un disfrutable espectáculo para el público no especializado, un alimento privilegiado para nuestra cultura profesional.

Pues bien, el trabajo de más de 300 arquitectos con sus equipos de ayudantes y asesores, cada uno de los cuales le dedicó cientos de horas y mucho dinero, permanece oculto sin que se haya creído necesario explicar una conducta tan excéntrica y desconsiderada.

Conducta novedosa pero no exclusiva: el concurso para un edificio anexo a la Torre Ejecutiva, que aporta servicios necesarios y realoja al Instituto Nacional de Estadísticas (al tiempo que resuelve una situación urbana de degradación en un punto sensible de la capital) fue mantenido oculto durante meses hasta que, tal vez por coincidencia, se expuso brevemente en la Farq una vez terminado el trámite de la Rendición de Cuentas.

La misma Rendición aportó la concreción del nuevo edificio del Banco de la República (BROU), una valiosa propuesta surgida de un concurso ejemplar, que aportará mucho no sólo a la institución sino también a la ciudad, y que había sufrido una larga postergación, sin otra explicación a la vista que el riesgo de un escándalo político. Luego se conoció la noticia de una nueva postergación, sin que la legitimidad del destino a dar a esos fondos cuestione una letra de lo expresado.

Cabe preguntarse cómo es que, -en una sociedad que parece venerar el testimonio de su pasado- la construcción de su futuro se ha transformado en una actividad vergonzante, que debe ser procesada a lo oscuro y en silencio, si no se quiere ser lapidado públicamente por derrochar dineros de la comunidad.

A esto no se llega en un día ni puede ser responsabilidad de un solo actor: han, hemos, contribuido a la construcción de esta soledad el Estado, la academia, los medios de comunicación y los arquitectos (cada uno de nosotros desde su lugar y nuestro gremio ausentándose del suyo). No incluyo a los privados por estar -con honrosas excepciones- privados de una cultura disciplinar que pueda orientar sus actuaciones en un sentido que, amén de satisfacer objetivos de lucro o prestigio, aporte al enriquecimiento del patrimonio colectivo. Su conducta estéril, y con frecuencia degradante, sólo puede ser modificada mediante la comprometida acción de los otros actores. Veamos entonces, en forma parcial, qué ha estado sucediendo con ellos.

El Estado

Lejos parecen estar los días en que arquitectos de sólido oficio daban lo mejor de sí en las oficinas estatales de construcción. Tiempos de Rodríguez Orozco, Rodríguez Juanotena, Scheps, y otros en Obras Públicas, De Muccinelli en UTE, Lorente Escudero en ANCAP, Arbeleche en el Banco de Seguros, Iglesias Chávez y Chiancone en el INVE, Scasso, Monestier y Bayardo en la intendencia montevideana y tantos otros en ésos y otros organismos (Domato, Carlevaro, Aroztegui, Surraco, Gallup y muchos más en un injusto etcétera). Sobre semejante telón de fondo duelen más las agresiones en que se concreta la solución a necesidades o problemas de menor entidad: la sucursal 19 de Junio del BROU -de Aroztegui- desnaturalizada por una intervención desmesurada para alojar unos cajeros, o la sucursal Punta del Este de Mario Payssé Reyes desfigurada, desleída por la incomprensible sustitución de su vidriado, culminando un proceso que arrancó con la ocupación de su otrora diáfana planta baja.

Esto sucede en la misma institución que promueve, realiza y sostiene -con no poco coraje- el concurso y la realización de un nuevo edificio de gran porte, y que se precia de su rol en la defensa del patrimonio.

No está solo el BROU, como prueban los talleres de UTE con su esquina mordisqueada para ubicar una insignificante oficina, o el Hospital de Clínicas con su cuerpo vidriado central transformado en una raya oscura por la incorporación desatinada de vidrios tonalizados. O la desaparición del que tal vez fuese el mejor intento de arquitectura del vidrio en el país, el edificio que Rius proyectó para el Banco de Crédito y que hoy ocupa el Mides. Alguien “resolvió” un problema de pasaje de agua ocultando una fachada de rara delicadeza y exquisito cromatismo detrás de otra de irredimible tristeza expresiva. Ahora que hemos eliminado al dañino roedor con un cañón, las oficinas están supuestamente más secas y la sociedad seguramente más pobre.

Mientras tanto, los organismos estatales que deberían proteger y promover la arquitectura de nuestro tiempo construyen ausencia. No otra cosa fue la aprobación por la Intendencia de Maldonado de la destrucción, mediante torpes agregados y alteraciones, de la Solana del Mar del gran Antonio Bonet, y el prodigioso acto de desaparición en público que el Ministerio de Cultura y la Comisión de Patrimonio nos regalaron tras unas iniciales expresiones de preocupación políticamente correctas. O el homenaje a Pilatos ofrecido por otra autoridad de la cultura, al desentenderse del pasaje a manos de una iglesia del complejo Plaza-Central por tratarse de una “operación entre privados”.

La academia

Si una prueba se necesitara de que esta situación se ha instalado como una grave contaminación cultural, lo que acontece en medios académicos no deja lugar a muchas dudas.

La Universidad de la República, otrora promotora y destinataria de la mejor arquitectura, hoy opta por procesar sus obras de magnitud por caminos que no tienen la calidad disciplinar entre sus objetivos. Y esto a pesar de que hace ya años el Consejo de la Farq elevó al Consejo Directivo Central una propuesta, hasta donde sé allí aprobada, para retomar la vía del concurso público. Que esto suceda en una institución que lleva adelante un vigoroso y positivo esfuerzo de transformación lo hace doblemente alarmante: es como una máquina en que un engranaje gira al revés.

Un ejemplo más ilustrativo lo proporcionan nuestros profesores de la Enseñanza Media: mientras reivindican -legítimamente- condiciones de dignidad material en los lugares en que desarrollan su labor, consienten que el Instituto de Profesores Artigas presente un estado de vergonzosa degradación, transformado en pasivo soporte de adocenadas consignas que, si se creen efectivas, podrían plasmarse en dispositivos de duración limitada y que no agredieran la materialidad del edificio. Bueno es señalar que se trata de un excelente ejemplo de arquitectura moderna (en cualquier parte del mundo) de los arquitectos De los Campos, Puente y Tournier, ganado por concurso en 1937 y teóricamente protegido por la Intendencia de Montevideo como bien patrimonial (por qué no integra el Patrimonio Cultural de la Nación es un conocimiento vedado a los mortales). Hace algunos años el Consejo de la Farq manifestó su preocupación al director de ese Instituto, y recibió una respuesta cargada de ironía.

El deplorable estado del edificio muestra, además, nuestra esquizofrenia cultural, que concreta al mismo tiempo la iniciativa de un monumento a esos arquitectos, aunque en todas partes, y desde siempre, el reconocimiento se plasma en el cuidado de la obra.

Los medios de comunicación

Un ciudadano interesado puede informarse en la prensa, la radio o la televisión acerca de las calidades de un nuevo film, de nuevas o antiguas obras de tal o cual escritor, o de acontecimientos en artes visuales, música, gastronomía o danza (en muy distintas proporciones según el campo y el medio). Casi nada encontrará, en cambio, sobre la arquitectura. Casi nada que oriente al lego en la valoración de un arte para cuyo disfrute o censura es necesaria una formación específica; que premie o castigue. Queda libre el terreno para que la única pauta de valoración sea el éxito económico, que (con las excepciones de siempre) suele circular a contramano de la calidad disciplinar.

Los arquitectos

No es preciso hilar muy fino para dimensionar la gruesa porción de responsabilidad que nos cabe en este estado de cosas. En la “clase política” no abundan los colegas, y los medios de comunicación no parecen interesados en esta zona de la cultura, pero los arquitectos estamos en todos los lugares, procesos y sucesos que aquí se han mencionado.

Arquitectos somos quienes formamos a otros arquitectos, y también lo son quienes han destruido valiosa arquitectura, a requerimiento de clientes o jerarcas. Quienes construyen obscenidades y las exhiben como logros empresariales.

Y somos arquitectos los que integramos un gremio que hace mucho ha olvidado la promoción de la calidad como uno de sus objetivos primordiales. Que hace más de diez años no organiza un concurso de obra realizada y que en los últimos doce ha editado un solo número de su revista. Que no ha impulsado con convicción concursos públicos que nutran nuestra cultura disciplinar y acerquen a todos por igual oportunidades de magnitud. Que no ha defendido a los ganadores cuando comitentes públicos y privados se han sacudido sus obligaciones, arropados en una confortable impunidad. Que no organiza congresos ni propicia la visita de arquitectos o críticos del exterior. Que contribuye poco a instalar la noción de que la formación permanente requiere una sostenida actitud de estudio y autoexigencia.

Focos y esperanza

Estas líneas no aspiran a construir un abarcativo balance, pero no pueden obviar aquellas actitudes, experiencias y realizaciones en que alienta aún lo mejor de nuestra disciplina.

Desde el Estado y junto al BROU y Antel con sus fuertes iniciativas, la Corporación para el Desarrollo busca caminos de gestión que aúnen el cuidado de los recursos con la calidad de las realizaciones.

La Intendencia de Montevideo ha retomado su rol protagónico en la producción de espacio público y tras el alentador suceso de la rambla 25 de Agosto (ejemplo de cuánto se puede lograr con limitado presupuesto y poderosa profesionalidad) ha concretado en el Parque del Miguelete, el Mercado Agrícola y las plazas Seregni y Casavalle, la materialización largamente postergada del discurso democratizador.

La Farq ha hecho del reposicionamiento cultural de la disciplina uno de los ejes de gestión del actual decanato. La SAU está embarcada en el esfuerzo de mostrar el fruto de un siglo de aportes con exposiciones, publicaciones y concursos.

Y como siempre, aun en medio de la indiferencia y la desconsideración, aquí y allá siguen apareciendo obras de calidad.

Desde estos focos se construye el derecho a la esperanza en el renacer del coraje y la generosidad con que nuestros mayores construyeron una ciudad que se soñaba hermosa y justa. En una formación sólida y profunda de nuestros arquitectos, consciente de que el compromiso social es discurso vacío si no se respalda en la pericia técnica, pero que sin ese compromiso la más cuidada formación parirá tecnócratas elitistas. La esperanza en una Universidad que vuelva a buscar con ahínco la misma calidad en su arquitectura que en la ciencia, las letras o el derecho. Y en unos arquitectos-empresarios-promotores que puedan volver la vista sólo medio siglo atrás, cuando Sichero o Pintos Risso hacían mucho dinero con excelente obra.

La esperanza, por fin, de que en el Día del Patrimonio todos nos preguntemos qué estamos haciendo y qué deberíamos hacer para construir el mejor pasado de nuestro futuro.