El primer largometraje de Alain Resnais, Hiroshima mon amour, ganó el premio de la crítica internacional en el Festival de Cannes de 1959. Había sido retirada de la competencia oficial porque la directiva del festival temió ofender a las autoridades estadounidenses con una película -casi segura ganadora de la Palma de Oro- que enfatizaba la crueldad del ataque atómico a un blanco civil. Ese acto de censura estructural sólo potenció el impacto del lanzamiento, que a su vez cooperó para la sensación de la emergencia de una tendencia especialmente vigorosa y creativa en el cine francés. El nombre que terminó designando a esa movida fue Nouvelle Vague (“nueva ola”). Pero Resnais, pese a su admiración por los colegas más jóvenes con los que lo tendieron a agrupar, y pese a la absoluta admiración de éstos hacia su obra, no se sintió nunca parte de la barra de la Nouvelle Vague (quienes fueron esencialmente críticos de la revista Cahiers du Cinéma promovidos a realizadores: Truffaut, Chabrol, Rivette, Godard y Rohmer). Su barra era otra y, retrospectivamente, se habló de un movimiento afín pero distinto, que sería el cine de la Rive Gauche (por la zona parisina frecuentada por intelectuales de izquierda vinculados al modernismo artístico).

Los de la Rive Gauche fueron 
-además de Resnais- Chris Marker, Agnès Varda y Jacques Demy, a los que luego se sumarían nombres nuevos que llegaron a la dirección a partir de sus colaboraciones con Resnais, como Henri Colpi, Marguerite Duras y Alain Robbe-Grillet.

Hiroshima... ocupaba un lugar nuevo en el cine narrativo: por lo menos desde el surgimiento del cine hablado, ninguna otra obra cinematográfica se había acercado a esos niveles combinados de adultez, seriedad, experimentalismo, posicionamiento político cuestionador y rigor formal. Aquí el cine ya no se justificaba, frente a las artes con más larga historia, por el dinamismo de las persecuciones, la imponencia de los paisajes y la cercanía de la piel, sino que jugaba, sin condescendencias, en un mismo plano de complejidad, madurez y riqueza conceptual con la cresta de la ola literaria, teatral y musical.

Es la historia del amor entre una actriz francesa que se encuentra de filmación en Hiroshima, y un japonés, ambos treintañeros. Aparte de que el final pauta la inminente separación, ambos están casados, tienen hijos y son felices con sus parejas. Es como un amor imposible. El peso de la perspectiva de separarse y nunca más verse se suma en ella al impacto del contacto con los recuerdos locales de la tragedia de la explosión atómica de 14 años antes, y ambas cosas encienden el recuerdo de otro amor imposible que ella vivió de muy joven: fue con un soldado alemán durante la ocupación francesa. El soldado fue muerto por la resistencia en los últimos días de la ocupación y ella, para peor, sufrió luego el escarnio público de tipo machista-tribal destinado a las locales que se habían acostado con alemanes.

Dos amores especialmente poderosos y por distintas razones prohibidos, por hombres de los países del Eje: es normal que ella asimile el uno al otro. Pero además, el hecho de que ella decida contarle al japonés su vieja historia con el alemán implica para ella una catarsis que es también, en cierta forma, una traición a su viejo amor de juventud, cada vez más ahogado por el paso del tiempo, por el consiguiente olvido y por este nuevo amor que parece superar al anterior. Asombra entonces la capacidad de olvido que, si se aplica a una emoción personal tan poderosa, se aplica también a la tragedia masiva de la bomba. Porque de hecho Hiroshima parece fluir perfectamente en su cotidiano de ciudad pujante, pese a los muchos monumentos recordatorios. La película enfrenta, sin resolver, la necesidad del recuerdo y la condición/necesidad vital del olvido.

En la anécdota de Hiroshima... lo personal y lo político rebotan constantemente el uno en el otro, y lo hacen en forma concreta (la tragedia que se impone en las vidas de muchas personas) y abstracta (las analogías diversas). Cualquier riesgo de aligeramiento “poético” de la tragedia queda purgado en algunas de las imágenes de la enigmática secuencia inicial, en la que se ven un bebé quemado, un niño con el rostro casi destruido, una mujer con un ojo deshecho, varios mutantes deformes. No tengo referencia de ningún largometraje narrativo que haya ido tan lejos, hasta 1959, en la visualización del horror.

La textura de la película era netamente modernista. Su rasgo más notorio e influyente son las “imágenes de memoria”, introducidas por corte simple, sin ninguno de los marcadores que en el cine clásico señalizaban un flashback (el recurso está recuperado de Chantaje, de Hitchcock, de 1929). Ese recurso parecía traducir la inmediatez del flujo del pensamiento y de las asociaciones, tal como décadas antes en la literatura había ocurrido con el “monólogo interno” o “flujo de conciencia”, y se correspondía con la no-separabilidad entre lo privado (subjetivo) y lo colectivo (asimilable a lo objetivo). De igual manera la voz del pensamiento de la protagonista intervenía sin demasiada diferencia sonora con la voz hablada, y uno tiene que fijarse si sus labios se están moviendo o no (en estos aspectos se nota la gran influencia intelectual del surrealista André Breton). La música de Giovanni Fusco sonaba como Stravinsky, pero con la instrumentación de la Sinfonía de Cámara de Schoenberg. En un diálogo especialmente compenetrado, el sonido del alrededor se va purgando en forma imperceptible y recién luego de un breve momento de histeria regresa, violento, y la mayoría de los espectadores nos damos cuenta recién entonces de que esos ruidos no habían estado. Todo se manipula poéticamente: alguna imagen en cámara lenta, otra afectada por una intervención alegórica (los amantes cubiertos de polvo o de “espuma atómica”). El leitmotiv vinculado al río Ota -que nos trae la famosa metáfora de Heráclito- en un momento crucial concluye y baja de volumen, y es sustituido en la banda sonora por el ruido del río mismo. Pero sobre todo es intrigante el inicio: ¿quiénes están dialogando? Las voces son las de ella -la francesa que insiste en traer a colación y dimensionar la tragedia de la bomba- y él -el japonés, que la niega vehementemente, como haciendo que nada de eso ocurrió-. No se ven los rostros de los personajes, sólo sus torsos y brazos enlazados mientras hacen el amor. Esas palabras que oímos no pueden ser pensamientos -ningún enamorado pensaría en esas cuestiones mientras tiene sexo-, mucho menos un diálogo “real”. Ni siquiera se corresponden exactamente a sus personalidades (sobre todo lo que dice él). Aquí Resnais parecía estar acudiendo a un recurso del teatro pos-brechtiano y políticamente didáctico en el que los actores se despegaban de sus personajes y cumplían otras funciones, en este caso un “diálogo ejemplar” entre la memoria y la imposición (alienada y alienante) del olvido.

La ola después de la bomba

Pero éstos y otros aspectos de distanciamiento y radicalidad no se traducían, como tanto modernismo de esa época (la Nouvelle Vague es un ejemplo) en un estilo anárquico, expresamente desprolijo o que deja bien palpables la arbitrariedad de la forma y las marcas de la realización. Lo de Resnais era un modernismo más “clásico”, que tendía a lo rigurosamente construido y pulcro, un tipo de arte realizado con una enorme conciencia de la forma, pero no para exponer y desmitificar la forma en general, sino para encontrar/inventar una forma inseparable de su contenido. Era un modernismo nada pop, calculado, emotiva y políticamente comprometido (en forma bastante más directa que la elaboración de las angustias de la alta burguesía por Antonioni, y en forma más rebuscada y filosófica que en la mayoría del cine militante). El importantísimo papel del montaje parecía devolverle al cine un rumbo de “cosa compuesta”, como si fuera una música o un poema, que no se veía desde Eisenstein o Viértov, lo cual parecía barrer con los principios establecidos por el teórico, entonces dominante, André Bazin, para devolver el cine a la pujanza modernista y no-“realista” que había perdido con el surgimiento del cine sonoro. Una de las diferencias principales entre Resnais y la primera Nouvelle Vague es que no pretendió poner en cuestión los modos de producción, que seguían siendo los mismos del cine europeo más careta. Con ello, y a diferencia de la veta más anárquica de la Nouvelle Vague, estaba la jerarquía otorgada al virtuosismo. E Hiroshima... exhibía un virtuosismo formal que era (y sigue siendo) como para hacerle caer la baba a cualquier espectador observador. Eso valía para la iluminación, la elección de lentes, la coordinación de la acción con la música, pero sobre todo para los movimientos de cámara y el montaje. Los movimientos son quizá el elemento estilístico más característico de todo el cine de Resnais: travellings de velocidad mediana, tomados con gran angular, en los que el ángulo del desplazamiento y de la cámara con respecto al objeto están calculados para que cada momento implique un cambio interesante en el grafismo de la imagen, y que no son simplemente el seguimiento de un objeto que se mueve, sino que ganan un relieve mucho más protagónico, una especie de vuelo onírico, extrañado, por los espacios. Y con respecto al montaje, había una articulación muy detallada del ritmo, del impacto o suavidad de cada corte, administrando similitudes y contrastes. Esos elementos ganaban un relieve especial justamente porque estaban resaltados, no iban simplemente en función de la narrativa, aunque tampoco eran un adorno añadido: narrativa y juego formal audiovisual eran dimensiones de la composición. Y la construcción formal tenía un tipo de cuidado que uno suele aprender en una clase de composición musical, pero que nadie enseñaba en clases de cine. Por ejemplo, la manera como se articulan las partes de la introducción de Hiroshima: la secuencia del hospital se caracteriza por miradas hacia la cámara, travellings hacia adelante y encuadres tendiendo a simétricos. La primera parte en el museo es aun más rigurosa en las simetrías, pero ya no hay miradas hacia la cámara; y la segunda parte se caracteriza por movimientos todos hacia la derecha combinados a veces con giros antihorarios; la siguiente parte se caracteriza por un patrón variado de movimientos con exclusión, justamente, de movimientos hacia la derecha, y la parte en el museo concluye con un movimiento hacia la izquierda. Y así en adelante. Cada una de esas secciones formales se corresponde con determinados patrones musicales y ciertos asuntos hablados por la voz en over de ella, y cada una se vincula con la otra con determinada “bisagra” formal.

Artista en construcción

La técnica prodigiosa de la que Resnais hacía gala en su ópera prima no salió de la nada. Nacido en 1922 en una familia de clase media, se volvió fanático del cine muy pronto (lo impresionaba especialmente Feuillade). Cuando cumplió 12 años le regalaron una cámara de 8 mm y empezó a hacer películas domésticas. Estudió cine formalmente en el IDHEC y se especializó en montaje. Trabajó como montajista para algunos colegas (Jacques Doniol-Valcroze, François Reichenbach,
William Klein, Truffaut, Varda) e hizo trabajitos en publicidad. Era el raro caso de alguien, en esa generación, para quien el cine era algo similar a un idioma materno. Su entrada al cine profesional como director se dio con un cortometraje, Van Gogh, filmado en 16 mm en 1947 (había filmado muchísimos antes, en forma aficionada). Su enfoque era nuevo: aspectos de la vida del pintor eran mostrados exclusivamente con imágenes de sus cuadros, pero en vez de verse completos en la pantalla, se exhibían de a fragmentos, con desplazamientos de cámara y cortes ingeniosos, como dándole vida cinematográfica a las imágenes inanimadas, y también interviniéndolas, interpretándolas. Fue tan bien recibido que le financiaron una refilmación en 35 mm, premiada en Cannes y luego con un Óscar. El prestigio de ese debut estableció a Resnais como cortometrajista documental, y trabajaría en ese ámbito en los siguientes 11 años. Quizá nadie como él logró acumular -en ese medio y formato relegados- una reputación tan fulgurante. Hizo otras dos películas en la línea de Van Gogh, respectivamente sobre Gauguin y el Guernica de Picasso, y esa tendencia progresivamente politizada se extrapoló en una colaboración con Marker, Las estatuas también mueren (1953), que partiendo de una exposición de arte africano termina en una reflexión sobre el colonialismo y el racismo. La película fue prohibida en Francia (recién se pudo exhibir en forma íntegra en 1968), lo que logró instaurar a ambos cineastas como autores “políticos”.

Resnais reforzó la fama con Noche y niebla (1955), que bien podría ser el trabajo más contundente ya realizado sobre los campos de concentración nazis. Así como lo haría en Hiroshima, la película no se limita a exponer (aunque lo hace con imágenes de una violencia que linda con lo insoportable), sino que reflexiona y concluye con la inquietante y arendtiana advertencia de que los mismos factores que propiciaron ese mal siguen existiendo en nuestro cotidiano provisoriamente tranquilo. Lejos de elaborar el mal como algo distante y ajeno, la película interpela al espectador y la sociedad como un todo.

En forma simultánea, Resnais cumplía con encargos institucionales. Lo fantástico es que lograba hacer películas sobre los asuntos más anodinos y aburridos, cumplir en forma ejemplar con su cometido propagandístico y zafar con alguna vuelta tan creativa que los resultados, además de entretenidos y alucinantemente bellos, resultaban ser profundos y se siguen exhibiendo en las cinematecas como joyas del arte cinematográfico.

Curiosamente Hiroshima... nació, como proyecto, de un intento de reflotar Noche y niebla: iba a ser un documental más sobre otro tema acuciante vinculado a la Segunda Guerra Mundial. Pero mientras le buscaba la vuelta, el proyecto se convirtió en una obra de ficción, instaurando a Resnais para siempre en el largometraje narrativo. Ese “para siempre” sería singularmente extenso: su última obra, Aimer, boire et chanter, su 19º largo, se estrenó hace un mes en el Festival de Berlín, tres semanas antes de la muerte del cineasta a los 91 años, pautando una de las carreras cinematográficas más extensas de la historia del cine (55 años de largometrajes, 68 como profesional, 80 incluyendo sus incursiones como aficionado).

Otro radicalismo

Su segundo largo, El año pasado en Marienbad, sorprendió por la ausencia notoria de componentes políticos y también por un grado de radicalización en lo formal frente al cual Hiroshima... lucía tradicional. Tal como allí, distintos niveles de “realidad” se entreveraban (imaginación, recuerdo, alucinación, mundo paralelo), pero con la diferencia de que no había ninguna clave para asumir que un nivel fuera más “real” que los demás. El laberinto involucraba también paradojas diversas entre antes y después. Pocas veces el cine llegó tan cerca del espíritu de la música serial de la posguerra europea, con su rechazo absoluto a conceder al espectador pistas afectivas y configuraciones fáciles de reconocer. La riqueza de esta película permite al espectador cooperativo una exploración que, aunque ardua, es gratificante en lo inagotable (no importa cuántas veces uno la haya visto, siempre está descubriendo nuevas conexiones, nuevas posibilidades, nuevas interpretaciones).

Resnais jamás repetiría ese grado de radicalidad (que en el cine francés seguiría siendo representado, justamente, por Duras y Robbe-Grillet cuando se volcaron a la dirección). En el contexto de los primeros 60 y de la estética del modernismo político, al menos un sector del público tendía a asimilar la aventura formal de Marienbad con una posición política (el acto de romper con las expectativas del espectador y propiciar en él nuevas maneras de apreciar). De todos modos, Resnais volvería a los asuntos políticos en Muriel (en la que hay un personaje atormentado por los recuerdos de la muchacha del título, que él torturó en Argelia) y en La guerra ha terminado (sobre los dilemas de un resistente antifranquista en su vida clandestina y sus diferencias cada vez más notorias con los militantes más jóvenes).

Más allá de los años 60 ejerció muy poca influencia, aunque varias de sus películas tuvieron buen público, éxito de crítica y premios diversos. Sobre todas ellas está probablemente Providence (1977), el momento en que Resnais más concedió en parecerse al cliché de sí mismo (y fue un placer volver a encontrarse allí con la confusión entre recuerdo, imaginación y realidad, y los travellings sugerentes por extensos pasillos). Su proceder cambió también a partir de 1983, cuando se vinculó con la actriz Sabine Azéma, que terminaría siendo su esposa. A partir de entonces Resnais haría todas sus películas alrededor de un núcleo bien delimitado de actores: la propia Azéma, Pierre Arditi, André Dussolier, y con frecuencia también Lambert Wilson. En lugar de partir de ideas totalmente originales, empezó a adaptar obras de teatro. Empezó a recurrir a compositores especializados en música para cine (es decir, más estandarizados). El humor, ausente de sus primeros largos, ganó un lugar preponderante en su cine, pautado además por una cercanía muy grande con lo teatral (incluido, en varias ocasiones, el teatro musical). El virtuosismo de la cámara cedió (un poquito) y el virtuosismo actoral fue puesto de relieve (mucho).

Ninguna de sus películas dejó de destacarse de una manera o de otra por determinado rasgo creativo o por la maestría de su realización. Pero quizá Resnais haya sido demasiado poco concesivo en la manera en que aceptaba realizar algunos juegos formales sin vinculación alguna con “asuntos importantes” (políticos o filosóficos o lo que sea), en una especie de buscada intrascendencia, o en la forma en que en otras veces adoptó una textura demasiado “normal”, o en la manera inesperada y fuera de cualquier parámetro en que manifestaba de pronto su afán experimental -como en Las hierbas salvajes (2008), en la que la extrañeza se encuentra en el comportamiento levemente excéntrico e irreal de la mayoría de los personajes y que tiene uno de los finales más raros que se hayan puesto a una película narrativa. La sensación de “frialdad” sentida por muchos espectadores tiene que ver quizá con el arraigo en el director de la noción del cine como artificio, en que cualquier consideración de realismo o de conexión directa queda descartada. Ello, por supuesto, compromete la posibilidad de una comunicación visceral, intuitiva, inconsciente, como la que apreciamos en cualquier drama regular bien hecho. Pero de eso hay mucho por ahí. El cine de Resnais nos lleva a otros lugares, múltiples, variados, novedosos, insustituibles: cada una de sus películas nos invita a jugar un juego nuevo, constituyendo uno de los cuerpos de obra más interesantes y asombrosos de toda la historia del cine.