Desde el 1º de abril, día de su fallecimiento, diarios, redes sociales, blogs de todo el mundo intentan resumir en un título, una pagina o 100 caracteres la vida de uno de los mayores historiadores del siglo XX: “la luz” (la diaria, 2/04/14), el “faro”, el “renovador”, el “vulgarizador” del Medioevo. Entre todas las expresiones que definieron a Le Goff en las últimas décadas, como historiadora, siempre me gustó la de “ogro”.

Así lo llamaban sus colegas y discípulos, haciendo alusión a la frase de otro maestro, Marc Bloch: “El buen historiador se parece al ogro de la leyenda. Ahí donde olfatea carne humana, ahí sabe que está su presa” (Apología para la historia o el oficio del historiador). En este momento histórico, como medievalista y europea, la muerte de Le Goff me lleva instintivamente a reflexionar sobre dos aspectos. Su vida y su obra, me parece, pueden resumirse en: divulgación y europeísmo.

La pasión de Le Goff por la divulgación histórica fue notoria. Basta recordar, entre las muchas actividades, el seminario permanente -todavía un clásico para la sociología urbana- en el que hizo converger el grupo de trabajo multidisciplinario que la RATP (empresa que gestiona el transporte publico de Paris) había creado para el proyecto de modernización del servicio y puesta en comunicación de la ciudad con la banlieue (Crise de l’urbain, futur de la ville, 1985); el asesoramiento para el film El nombre de la rosa (1986), basado en la novela homónima de Umberto Eco; o el programa radiofónico Les lundis de l’histoire, de France Culture, en el que, desde 1968 y hasta el día previo a su muerte, presentó un libro por semana, acercando al historiador profesional al público en general. Hay una imagen -me la sugirió un diálogo con una amiga y profesora italiana- que me parece resumir mas que otras la misión de Le Goff, su visión de la historia y del mundo. Se encuentra en la tapa de la edición italiana de Europa contada a los jóvenes (L’Europa raccontata ai ragazzi, 1995). Como si su estudio silencioso en el centro de París se hubiera abierto al espacio de un continente, el ogro aparece sentado en una pila de libros sobre el mapa de Europa, con un pie en Alemania y otro en España. La pipa, infaltable, parece moverse entre los labios mientras le habla a un grupo de jóvenes sentados al sur y al este del viejo continente. Les habla de sistemas electorales, representación y regímenes políticos, con el tono enérgico y la curiosidad que le conocían sus estudiantes. Tanto la divulgación como la Europa del futuro tenían que ser para él amplias, apasionadas y abiertas.

El ogro historiador muere justo en el momento en el que la vieja Europa enfrenta una crisis profunda. Las dificultades económicas inspiran recortes a recursos vitales para la cultura, desclasando las humanidades a una infructuosa diversión intelectual, sin ninguna importancia para la formación de los futuros ciudadanos del mundo. Por otro lado, la idea misma de una Europa unida e inclusiva vacila frente a los impulsos secesionistas de movimientos antieuropeístas, en más de un caso conservadores, fundados en una supuesta unidad étnico-nacional, con una latente impronta racista y violenta.

Para Le Goff, el viejo mundo tenía su mayor fuerza en la cultura y la historia. Sin ellas, Europa sería “huérfana y miserable”, solía decir. Frente al siglo XXI, en una entrevista que generó escándalo, negó las raíces cristianas del viejo continente (Corriere della Sera, 29/05/10). El medievalista -laico y socialista- que explicó a generaciones de estudiantes y lectores la construcción de la Europa cristiana, veía en el futuro un continente unido por sus diversidades, fortalecido por sus múltiples raíces histórico-culturales y por una Constitución que debía ser inevitablemente laica.

Para quienes preguntan qué sentido tienen hoy en día las disciplinas humanísticas, el estudio de la historia o el debate sobre una Europa unida mas allá de su moneda y más allá de los confines geográficos de una anacrónica homogeneidad religiosa, la vida, las obras, el compromiso social y político de Le Goff hablan por sí mismos. La vieja Europa, la Europa “antigua” -como acostumbraba llamarla- tiene la responsabilidad de recoger el legado de su “ogro”, si no quiere volverse un espacio árido, dividido y sin horizontes.