La avalancha de elegías, recuerdos, resúmenes bibliográficos, biografías y selecciones de textos que desató durante el fin de semana la muerte de Gabriel García Márquez, hacen que escribir con dos días de retraso al respecto parezca una redundancia formal, apenas tecleada para cumplir con la obligación de no olvidarse. Sin embargo, entre todos los panegíricos, todas las repeticiones de su discurso de aceptación del Nobel (galardón que parece haberse convertido para la prensa en la única forma de discernir si un escritor es importante o no), todos los asombros acerca de su amistad con Fidel Castro y sus simpatías con Bill Clinton, todas las atribuciones de todas las virtudes humanas imaginables y todos los tuits de famosos que con suerte habrán leído una frase de Gabo en un marcador de libros, de lo que menos se habló fue de su literatura.

La obra de García Márquez no fue un milagro de generación espontánea; crecido en un ámbito culto y un entorno exótico, que emergería más tarde en su obra, García Márquez ejercitó su prosa en el oficio del periodismo, en el que fue tan brillante como en su obra de ficción y desarrolló su asombrosa capacidad descriptiva y un lenguaje generoso, de los más ricos que haya conocido la literatura hispanoamericana (más allá de sus peleas con la Real Academia Española, García Márquez era un frecuente usuario del diccionario, una buena costumbre que cualquier escritor serio debería tener). Extrañamente, y al igual que no suele mencionarse el letrismo y el situacionismo cuando se habla de la obra de Cortázar (que por momentos utiliza referencias y técnicas exactamente iguales), tampoco suelen mencionarse antecedentes obvios de la temática de García Márquez, como las novelas de los surrealistas y patafísicos, la trilogía Nuestros ancestros (1952-1959) de Italo Calvino, o la monumental El tambor de hojalata (1959) de Günter Grass, como si la gloria de García Márquez fuera menor de no ser un innovador absoluto. No lo era, y buena parte de su distintivo estilo remite claramente a la literatura que lo precedió, más que a su contemporánea. Pero, más allá de su paternidad o no del realismo mágico -más que nada, una etiqueta de promoción de las ediciones españolas de la literatura del boom-, la principal virtud de García Márquez como escritor era la más obvia: su escritura en sí, que alcanzó muchas veces un grado de virtuosismo impactante. Y no sólo eso: consiguió hacer de ese virtuosismo y esa complejidad conceptual y léxica una literatura auténticamente popular sin rebajarla, lo cual es una de las principales claves de su importancia.

El ascenso mítico

García Márquez comenzó su trabajo de ficción, como es habitual, escribiendo cuentos cortos. En ellos -muchos reunidos en el recopilatorio Ojos de perro azul (1972)- se encuentra a un escritor joven que ya tiene las herramientas de un narrador maduro, pero que todavía está en busca de una voz propia. No obstante, algunos de estos relatos están a la altura de los que escribiría una década después.

Su debut en el género de la novela tampoco hace sentir que se está frente a una pluma excepcional: La hojarasca (1955) es un libro sin grandes atractivos -más allá de su excelente prosa-, en el que los personajes jamás llegan a levantar la estatura mítica que caracterizaría a sus creaciones posteriores; las amplias estructuras simbólicas son difusas, y, si bien presenta a Macondo, no llega a darle una personalidad definida ni a revelar sus características mágicas, por lo que se limita a ser una más de las localidades ficticias inspiradas en el Yoknapatawpha de Faulker, al que este libro le debe en exceso.

Si La hojarasca es un libro menor y una mala puerta de entrada a la literatura de García Márquez, su siguiente nouvelle, El coronel no tiene quien le escriba (1961) ya lo encuentra en pleno uso de sus poderes y es una de las mejores novelas cortas que se hayan escrito en castellano. Concentrada en una espera sin fin ni esperanzas y en la dignidad de un personaje inolvidable, el libro tiene toda la contundencia que le faltaba a su novela anterior, y su final inigualable eleva al nivel de poesía una puteada exasperada.

Su sucesora, La mala hora (1962), partía de una idea fantástica -la aparición de pasquines pegados en las puertas de Macondo que revelaban secretos de sus habitantes- que en cierta forma anticipaba la actual muerte de la privacidad, pero esta gran idea carecía de la cohesión de la más breve gema anterior, estirándose más de lo debido y volviéndose un tanto reiterativa. En cambio en Los funerales de la Mamá Grande (1962) volvió al formato del relato con mayor brillo y concisión que nunca. Adelantando ya la fantasía desbocada de Cien años de soledad, Los funerales… es posiblemente la mejor colección de cuentos que García Márquez haya escrito y contiene varios textos que lo muestran como un maestro de la narración corta, incluyendo la novela breve que le da nombre y que es uno de los puntos más altos de su literatura.

Después de este período, uno de sus más prolíficos, García Márquez desapareció durante cinco años, abocado a la escritura de lo que sabía que sería su obra maestra, Cien años de soledad (1967). Es difícil escribir algo que no suene terriblemente redundante respecto de este libro tantas veces repasado y ensalzado como una de las piezas esenciales de la literatura del siglo XX y del que sólo se puede decir que si no se lo leyó, ya es hora de hacerlo. La fiebre interpretativa ha especulado durante décadas acerca de sobre qué trata realmente Cien años de soledad, cuando en realidad sería más fácil discutir sobre qué no trata este libro oceánico, amplio y profundo como la experiencia humana. Un libro que, situado en el centro de la bibliografía de García Márquez, consigue el raro efecto de hacer que todos sus demás libros -tanto los previos como los posteriores- orbiten a su alrededor, y de alguna forma terminen pareciendo fragmentos desprendidos de él. La saga de los Buendía -llena de resonancias bíblicas que el agnosticismo de izquierda no siempre ha querido ver- es, simplemente, una novela colosal, pensada y concebida como el monumento literario que finalmente fue.

Consolidación en la cima

Después de Cien años de soledad estaba claro que cualquier novela que la sucediera iba a dejar desconforme a los lectores de la saga de los Buendía, y tras una buena y breve colección de relatos -La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada (1972)-, El otoño del patriarca (1976) efectivamente decepcionó a muchos de los deslumbrados por su obra anterior. No se trata de un libro menor ni fallido, pero sí de su trabajo más difícil, en parte por el estilo formal elegido, ya que se trata de una guiñada al experimentalismo de la noveau roman francesa -y al lado más riesgoso de la literatura de su maestro Faulkner- que casi elimina la puntuación para convertir la narración en un torrente de palabras encadenadas. Pero además de lo formal, El otoño del patriarca también es un libro difícil en lo temático, ya que se trata de la construcción obsesiva de la decadencia de un tirano dictador, que deja poco lugar a la magia y el lirismo de las historias de Macondo. Los tiempos habían cambiado y los aires revolucionarios -nunca explícitos, pero siempre latentes en sus otros libros- habían dejado paso a la oscuridad siniestra de las dictaduras latinoamericanas de los años 70, y García Márquez respondió a este entorno sombrío con un libro áspero y deprimente, pero que puede considerarse uno de los principales ejemplos de ese subgénero al que se llama “novelas de dictador”.

Después de ese libro brillante pero abrumador, Crónica de una muerte anunciada (1981) puede ser considerada un retorno a territorios más accesibles. Estructurada como una historia fatalista y de ribetes policiales, Crónica… regresa a las dimensiones y a la solidez narrativa de El coronel no tiene quien le escriba, culminando con grandeza el mejor período artístico de su autor y obsequiando a la posteridad un título que se volvería sinónimo de las profecías autocumplidas y que sería citado en exceso por los periodistas perezosos de todo el continente.

Su siguiente novela, El amor en los tiempos del cólera, será siempre motivo de polémica entre quienes la consideran su única obra comparable a Cien años de soledad en términos de ambición, amplitud narrativa y generosidad imaginativa, y quienes la consideran casi una autoparodia de su clásico estilo, que derrapa en muchos lugares comunes de la literatura romántica. Posiblemente no sea ni una cosa ni otra: sin dudas es un libro poderoso y que contiene muchos de los pasajes más bellos de la obra de García Márquez, pero a la vez es imposible ignorar su tendencia a una cierta cursilería romántica que excede su intención manifiesta de ser la novela de amor definitiva de la literatura del boom.

Luego de El amor en los tiempos del cólera, García Márquez ya no volvería a intentar trabajos tan ambiciosos, y su literatura de las siguientes décadas oscilaría entre errores como la evocación histórica de los últimos días de Simón Bolívar (El general en su laberinto, de 1989, de la que se esperaba que fuera una nueva obra maestra y terminó siendo tal vez su libro más plano), retornos a media asta a su universo mágico realista -Doce cuentos peregrinos (1992), Del amor y otros demonios (1994)-, y textos periodísticos o autobiográficos -Noticia de un secuestro (1996), Vivir para contarla (2002)-. Su último libro de ficción, De mis putas tristes (2004), retomaba su clásico tema de ancianos sabios y melancólicos, pero ahora narrados por un escritor que también se había hecho viejo, lo que lo impregna de cierto aire de despedida. Un libro que extrañamente generó un pequeño escándalo -algo poco habitual en relación con la literatura de García Márquez- cuando una ONG mexicana, la Coalición Regional Contra el Tráfico de Mujeres y Niñas en América Latina y el Caribe (CATW-LAC, por su sigla en inglés), lo denunció por considerarlo una apología de la prostitución infantil. De haber leído las responsables de la ONG algo más que la solapa del libro, seguramente habrían notado la gigantesca diferencia entre el romanticismo mortecino del nonagenario protagonista enamorado de una adolescente y un alegato a favor de la pedofilia y la prostitución. Era simplemente una demostración final de un escritor siempre fascinado por la vejez aún vital -posiblemente el tema más reiterado en su obra- y al que cuando era adolescente sus amigos apodaron El viejo.

En cierta forma, la estupidez iletrada de las denunciantes es -además de una nueva señal de la llegada de un mundo feo e idiota en el que no se entiende la diferencia entre una ficción creativa y una propuesta sexual- también representativa de un mundo que comienza a dejar de entender la obra de García Márquez y sus personajes guiados por la pasión y la maravilla. Tal vez de ahora en adelante lo primero que se destaque en sus libros sean sus eventuales ribetes machistas, sus inconsistencias políticas o su ocasional perfume socialista, ignorando la riqueza y la energía de su prosa, frondosa y vital como la vegetación caribeña. Cuando sólo se pueda percibir lo accesorio, lo anecdótico en su escritura fantástica, ese día García Márquez estará realmente muerto, pero por ahora sus libros siguen creciendo como brotes magníficos y anacrónicos desde las estanterías de las bibliotecas.