La actualidad de las carteleras uruguayas ofrece casualmente dos películas europeas -La gran belleza, de Paolo Sorrentino, y La vida de Adèle, de Abdellatif Kechiche- que no sólo lucen recientes galardones (el Oscar a Mejor Película Extranjera, la primera, y la Palma de Oro de Cannes, la segunda), sino que además son dos películas enormes, de una energía y creatividad distintivamente europeas, que hacen soñar con el resurgir de un cine distinto de la basura de los blockbusters estadounidenses actuales.

Podríamos ocupar varias páginas hablando sobre La gran belleza, pero ya escribió sobre ella Guilherme de Alencar Pintos, y lo bastante bien como para que sea innecesario; alcanza con recordar que es una película inconfundiblemente italiana -de hecho, casi un resumen de toda la tradición cinematográfica italiana (ahora agonizante) de los últimos 60 años- y que es una maravilla que conviene ir a ver al cine y no perderse por pereza o estupidez. Pero cuando ya estábamos listos 
-a pesar de ser apenas abril- para definir a la película de Sorrentino como el film europeo que estábamos esperando desde hacía años, La vida de Adèle, del tunecino-francés Abdellatif Kechiche, viene a patear el tablero con una obra que, a su manera, también funciona como un compendio de las mejores características del cine galo.

La vida de Adèle viene precedida de varias polémicas, tanto por su contenido francamente sexual como por lo agria que parece haber sido la relación del director con su elenco y equipo técnico, pero quedarse en los aspectos escandalosos de una película así es un despropósito digno de Intrusos y no de alguien a quien le interese el cine de calidad, así que mejor obviémoslos.

La película narra algunos años en la vida de Adèle (Adèle Exarchopoulos), una quinceañera de familia trabajadora en busca de su identidad sexual y laboral, quien tras algunas experiencias insatisfactorias con el galán de su colegio y algunas compañeras, conoce de casualidad a Emma (Lèa Seydoux), una estudiante de bellas artes algunos años mayor, con la que entabla una relación sentimental. Un relación apasionada e intensísima, que luego se irá agrietando ante la costumbre y las diferencias culturales y sociales entre ambas.

Tal vez una de las cosas más sorprendentes de La vida de Adèle sea lo extremadamente simple que es su historia, si se la despoja de sus elementos formales más llamativos. Los diálogos son hiperrealistas y por lo tanto bastante banales, limitándose generalmente a los contactos fácticos que permiten llevar adelante una conversación. Los personajes no atraviesan situaciones excepcionales ni hay elementos sorpresivos en la trama, la interrelación de la pareja es previsible, e incluso no hay grandes riesgos formales de dirección, más allá de una predilección poco habitual por los primeros planos (que se justifica por motivos que ampliaremos mas adelante). Pero todo lo demás es excepcional.

La debilidad enamorada

Lo primero que sobresale es, sin dudas, la pareja protagónica de Exarchopoulos y Seydoux. Ambas actrices ganaron el premio a la mejor actriz en la última edición del Festival de Cannes, pero es Exarchopoulos -que apenas tiene 19 años- la que en realidad se lo merecía, en solitario, no sólo porque su desempeño es de una intensidad detallista pocas veces vista, sino porque la película gira mucho más alrededor de ella que de Seydoux. Pero la química entre las dos es casi el objetivo de la existencia del film; como decíamos antes, Kechiche las filma de cerca, haciendo paneos entre los rostros de ambas y recogiendo pequeños tics (el manejo nervioso de su cabello, la mirada huidiza y la boca permanentemente semiabierta de Adèle, la forma de achicar los ojos al sonreír de Emma) que son mucho más significativos que las palabras que se dicen. Hay que viajar en el tiempo -tal vez hasta Mel Gibson y Signourey Weaver bajo la lluvia en El año que vivimos en peligro (Peter Weir, 1982 ), o aun más atrás, hasta Humphrey Bogart y Lauren Bacall en Tener y no tener (Howard Hawks, 1944)- para encontrar una película en la que las expresiones faciales de una pareja comuniquen tanto, y a un cineasta que demuestre tanto amor al filmarlas. En un momento, Emma dice -citando a Sartre- respecto de sus dibujos que quiere captar “la misteriosa debilidad del rostro humano”, y es fácil imaginarse a Kechiche suscribiendo a la frase.

Pero ese amor del director hacia los rostros de sus personajes no se dirige sólo hacia la pareja protagonista, sino también hacia las caras de los asistentes a una manifestación, los invitados a una fiesta, los alumnos de una escuela de preescolares. Kechiche va pintando un gran paisaje humano de una Francia atravesada por el multiculturalismo, la diversidad sexual y las distintas generaciones, alternado eventualmente por algunos planos estáticos de media distancia exquisitamente compuestos, y en el que se repite -en cabellos, ropas, cortinas, iluminaciones y hasta miradas- el color azul, subvertido de su carácter de color “frío” para proponer una nueva sinestesia en la que es el color del afecto (el título original del cómic en el que está más o menos basada es El azul es el color más cálido).

No encontramos la “gran belleza” propuesta en guion e imagen por Sorrentino porque Kechiche parece obsesionado por la belleza pequeña, por una observación de los personajes en la que prácticamente no hay lugar para la fealdad porque no hay lugar para la misantropía. Ni para la sordidez, lo que nos lleva al famoso componente sexual de la película, un componente de importancia y que seguramente será lo único que muchos voyeurs puedan destacar, pero que no es ni por asomo lo esencial, sino más bien una finta a la entrepierna que distrae de un enorme golpe al corazón.

Los cuerpos que hablan

La homosexualidad y la reacción social ante ésta es, inevitablemente, uno de los temas esenciales de La vida de Adèle, pero al igual que en la magnífica Happy Together (1997), de Wong Kar Wai, es imposible considerarlo su centro narrativo. De hecho, Julie Maroh, autora del cómic en el que está basada la película, se quejó amargamente de que no parecía un film realizado para o por lesbianas (tanto el director como las dos actrices son heterosexuales), y que le parecía más bien una adaptación porno de su cómic (que trataba justamente de su emergencia como gay) pensada para un público “normal”. Una afirmación muy discutible y a la que no habría que darle mayor relevancia por el hecho de que sea Maroh la autora del texto original, del que Kechiche ha intentado distanciarse en forma evidente (incluso cambiándole el nombre al personaje principal, que originalmente se llamaba Clementine y que ahora se llama Adèle, palabra que además en árabe significa “justicia”). La película carece de los estilemas propios del cine queer, y -aunque los personajes asisten a marchas de la diversidad y tienen algunos problemas (suaves) de discriminación- la agenda reivindicativa sexual parece más bien ausente de la película, pero al mismo tiempo es imposible olvidar que se trata de una película sobre una relación homosexual. Pero el punto es que La vida de Adèle no es una película sobre sexo, sino una película sobre sentimientos, que -lógicamente- tienen su expresión física.

Esta expresión es fuerte e intensa; puede sorprender, por ejemplo, la longitud -aproximadamente diez minutos- de la primera escena de sexo entre Adèle y Emma, a la que la conocida crítica de The New York Times Manhola Dargis describió con desdén como “una fiesta onanista” (lo que puede ser una fiesta poco concurrida, pero no necesariamente aburrida). ¿Hay cierta felicidad y apreciación erótica de la belleza femenina en estas extensas escenas? Sin duda, y se podría discutir bastante qué tiene eso de malo, pero no hay nada gratuito en su extensión, que no es mayor que la dedicada a las escenas en las que los personajes comen o hablan de cultura (otros dos apetitos que son parte de la investigación personal de Adèle). Incluso la belleza extraordinaria de las dos protagonistas no puede adscribirse al simple erotismo voyeur, ya que es parte de la constitución psicológica del personaje de Adèle ser extraordinariamente atractiva (en todos los ambientes en los que se mueve, atrae sexualmente a varios de los que se relacionan con ella, lo que genera diversas confusiones en su mente juvenil) y, al menos en este mundo, es bastante normal que una persona de atractivo inusual se enamore de otra de belleza similar (Emma, en este caso).

Tal vez La vida de Adèle no sólo sea la mejor película romántica que se haya hecho desde In the Mood for Love (Wong Kar Wai, 2000), sino la primera casi foucaultiana, en el sentido de que hasta las guerras de la identidad sexual parecen haber quedado en el pasado y ser irrelevantes para volver a hablar sobre la importancia de los sentimientos. “El amor no tiene género. Amá a quienquiera que te ame. Hombre, mujer, ¿qué importa?”, le dice a Adèle un veterano en un bar gay. La película le es fiel a ese precepto y es imposible sustraerse y no conmoverse ante la maravilla vulgar de su historia, al menos si se conoce el tipo de emociones que atraviesan esos rostros fascinados, esos rostros que responden a todos los nombres.