-Su primer vínculo con el teatro comienza con un espectáculo en el Velódromo.

-Estaba en quinto año de escuela -en la que éramos todos varones-, y el maestro era muy particular: nos dijo que íbamos a ver un espectáculo. Cuando llegamos al Velódromo aparecieron dos payasos que me impresionaron muchísimo. El entusiasmo fue tal que llegué a casa y escribí una obrita. Se la leí a unos compañeros y decidimos representarla para toda la clase. Entonces ya se instaló una especie de bichito. Después, en el club de barrio, el Tuyutí -al que también iba Mauricio Rosencof-, se armó un espectáculo y me invitaron a trabajar.

-Y al poco tiempo comenzó su carrera siendo actor de Atahualpa del Cioppo...

-Eso fue un poco sorpresivo e inesperado. Entré al IAVA a terminar bachillerato, y ahí estaba una amiga, María Elena Rossi. Un día me invitó a participar en un grupo que dirigía, llamado Aula Escénica del Liceo Nocturno. Una noche nos comentó que iba a venir una persona a ayudarnos, pero como no dijo ningún nombre todo el mundo estaba intrigado. El sábado de noche, que era el día que más ensayábamos, apareció Atahualpa. Todos quedamos helados, no sabíamos qué hacer, porque ensayar delante de él era una vergüenza terrible. Nos dio indicaciones cuando terminamos, y quedamos de ir a tomar algo al Sportman. De camino se me acercó y me preguntó si yo estaría interesado en participar en el espectáculo que estaba dirigiendo, sobre una obra [La ópera de dos centavos] de un escritor alemán, poco conocido, llamado Bertolt Brecht. Cuando me dijo eso, yo no sé si llegué a decir un sí... fue tan sorpresivo. Esa obra se hacía en El Galpón, y yo justo el año anterior había visto la puesta de Atahualpa de Las tres hermanas, con la que había quedado maravillado. El lunes siguiente ya estaba entrando a la salita de Mercedes y [Carlos] Roxlo, en la que estaban esperando para ensayar los que después fueron maestros y entrañables amigos. Yo no sabía qué hacer. Se me acercó Atahualpa y me pidió que tomara un texto y que subiera al escenario para leerlo. Al terminar vinieron murmullos de voces, Atahualpa se acercó y me dijo que quedaba integrado al elenco. Y fue ahí que me casé con El Galpón, en 1957.

-Se dice que ésa fue la primera puesta de Brecht en América Latina.

-Sí, pero hay dudas. Porque en Argentina se había hecho La ópera de dos centavos, pero no se sabe si al mismo tiempo, antes o después que ésta. Incluso los actores que la hicieron nos vinieron a ver.

-Más adelante participó en El gran tuleque, que fue la primera vez que una murga se subió a un escenario.

-Yo era muy amigo de Mauricio [Rosencof], porque compartíamos el barrio La Blanqueada y teníamos la misma edad. Cuando entré en El Galpón hicimos La ópera... y luego El círculo de tiza caucasiano, que fue impresionante, con cantos y máscaras, una puesta muy especial, con la que hicimos una gira en Argentina que tuvo una repercusión impresionante, tanto que ese año [1959] le dieron el premio al mejor espectáculo extranjero presentado en ese país.

-¿Qué recuerda de ese proceso que implicó El gran tuleque, con el que se aspiraba a un teatro más popular?

-Hubo algunas charlas. Ulive era partidario de hacer un teatro más popular. Estaba el precedente de Juan Moreira -con el que se buscaba ese mismo camino-, en el que actuaban dos payadores, y que además llevó adelante por primera vez lo que ahora se conoce como “espacios no convencionales”, porque Juan Moreira se hizo en el Country Club de Atlántida, en la calle Agraciada, ahí donde está el Entrevero, en la cancha de Liverpool y en todas las canchas de fútbol del interior. Por supuesto que había caballos, peleas y todo lo que puede tener Juan Moreira. Fue un primer intento de hacer un teatro decididamente popular. Como parte de este movimiento surgió El gran tuleque, en el intento de llevar la murga arriba del escenario. Era algo muy loco para ese momento. Un día fuimos a la casa de Mauricio con Ulive, y empezamos a hablar sobre la posibilidad de hacer una obra sobre la murga como protagonista. Mauricio la escribió rápidamente, Carlos Maggi compuso las letras, y la empezamos a ensayar. Estábamos haciendo la obra como si fuera una especie de sainete, con cierto realismo, pero un día [Carlos] Pieri vino con los bocetos de lo que sería la escenografía, en base a collage, nada de lo que uno imaginaba de un conventillo. Me acuerdo de que Ulive los tiró arriba del escenario y dijo: “¿Qué les parece a ustedes? A mí me gusta”. Todo el mundo se entusiasmó, y se armó la estructura. Lo estrenamos en un festival rioplatense en el teatro Victoria. Se consideró todo un sacrilegio. A mí me quedó una frustración de este espectáculo, porque un día Ugo trajo a una persona que nos iba a enseñar a cantar. Probó las voces de cada uno y cuando llegó a mí me dijo: “Mirá, pibe, vos hacé que cantás, pero no cantes”. Parece que desafinaba un poco. El día del estreno hubo gente que se levantó muy indignada, diciendo que eso no era un tablado sino un teatro, que era una falta de respeto llevar una murga. Sin embargo, cuando la obra vino a El Galpón, tuvo una gran repercusión. El público la aceptó, los críticos de la época no podían admitir lo que hoy es normal. Hubo una dualidad entre la crítica culta y el público.

-Vinculado a esto, ¿cómo ve, a la distancia, la impronta del teatro de los 60?

-En los 60 hubo cosas que fueron muy particulares y que marcaron hitos. En El Galpón se hizo Libertad, libertad, estrenada el día en que se pusieron las Medidas Prontas de Seguridad. El día del estreno, todos pensaban que nos cerraban la sala, que iban a venir, porque estaba el pachecato. No se dio esa situación, pero sí roturas de vidrios en algunas oportunidades. El espectáculo funcionó muy bien durante cuatro o cinco temporadas.

-Y después, la mítica Fuenteovejuna.

-La mítica... La estrenamos en 1969. El Galpón ya había estrenado la sala actual, que nos llevó varios años de trabajo y hacer de todo, junto a campañas financieras, ya que no había ningún apoyo. En esa época, me llamó Taco para hacer Fuenteovejuna. Fue una experiencia increíble trabajar con él, otro gran maestro. Trabajábamos todos los días desde las 8.00, a veces hasta 12 horas. Desde el comienzo la idea fue hacer una versión muy brechtiana, con cortes y carteles que antecedieran lo que sucedería, con canciones y fracturas. Hicimos toda la versión hasta el momento en que matamos al cómico, Mengo (aunque en el original no muriera). Dado lo que estaba sucediendo en nuestro país en ese momento, cuando había estudiantes asesinados y gente presa, decidimos que Mengo muriera en la tortura por la Orden de Calatrava, una organización religiosa militar. Cuando faltaban 15 días para el estreno no teníamos el final. A nosotros no nos gustaba el de Lope [de Vega], porque era decir que el orden quedaba restituido por la Orden de Calatrava, quien perdona la actitud de la villa de Fuenteovejuna. Hasta que un día se me ocurrió un final: cuando muere Mengo entra la Policía y se lleva presos a todos los actores, que era lo que pasaba en el momento, entre tensiones y prohibiciones. A Taco le pareció bien, pero cuando llegué a casa me di cuenta de que no podía ser porque en la calle la situación era muy grave y había un estado de agitación tal que si hacíamos eso la gente iba a creer que era verdad, y se podía armar una hecatombe en la sala con los 600 espectadores. Pensamos y resolvimos que un actor dijera que hasta ahí era nuestra adaptación y que si el público quería saber cuál era el final de Lope, se lo contábamos rápidamente, con un final abierto. Estuvo tres años en cartel, con localidades siempre agotadas, creo que debido al estado en el que se encontraba la gente.

-Víctor Jara la quería llevar a Chile.

-Sí, y viajé a Chile, porque de hecho yo era muy amigo de Víctor, que había venido a hacer espectáculos acá. Él la quería llevar y la propuso en el teatro ITUCH [Teatro de la Universidad de Chile], pero quien estaba al frente en ese momento puso reparos, porque consideró que ya la habían hecho hacía poco, aunque en verdad las puestas no tenían nada que ver. Se opuso, y al final nos mandaron otra obra de Lope que era muy mala, se ve que la escribió durante un día en una taberna, y nos negamos. Finalmente, terminamos versionando El jardín de los cerezos.

-Pensando en esos años, ¿cómo vivían ustedes el día a día antes de que se cerrara El Galpón?

-Fueron momentos muy difíciles. Acá, por ejemplo, entró la Policía y se llevó toda la documentación, pensando que venían subvenciones del extranjero. Al tiempo trajeron todo porque no había nada, todo lo que ingresaba al teatro era por las entradas y los socios. Se vivía con mucha tensión. Me acuerdo de que cuando estábamos ensayando Julio César entró la Policía pidiendo entrar al escenario. Ahí salieron los actores y finalmente se retiraron. La sensación que teníamos era cuándo nos detienen, cuándo nos toca. Lo único que quedó claro fue que el telón no se podía bajar. Había que seguir haciendo teatro; fue una postura fantástica. Incluso teníamos compañeros de El Galpón que estaban prohibidos y no podían actuar. Eso nos permitió una gran colaboración con otros compañeros del teatro independiente que muchas veces vinieron a ocupar otros lugares. No hay que olvidar que los militares publicaron dos enormes tomos con todas las acciones terroristas que se hacían en el país, donde, por supuesto, figurábamos Taco y yo por Fuenteovejuna. Como no pudieron constatar cosas extrañas, como ellos decían, no tuvieron otra opción que emitir un decreto y cerrar El Galpón [en 1976]. Ahí estuvimos los compañeros del exilio y del insilio...

-¿Se decidió quedar?

-Hubo instancias. Al final decidí quedarme. Tuve oportunidades de irme; incluso, cuando estaba con una beca en el teatro de Brecht en Alemania, muchos me pidieron que no volviera. Son esas instancias en las que uno duda. Tenía posibilidades de quedarme, incluso familiares viviendo en España, pero tuve la sensación de que estando afuera siempre iba a ser un extranjero. Cuando cerraron el teatro, nos reuníamos con compañeros del insilio y teníamos claro que teníamos que trabajar, que hacer cosas. Hubo compañeros que hicieron títeres y otros, teatros. Una noche, reunidos con Juceca y otros más, les comenté la posibilidad de ir a la radio CX 30, con Germán Araújo, que había aceptado mi propuesta. Con el programa de niños que tenía en la radio se me ocurrió hacer una función en el cine Metro, y creo que al anunciarlo se agotaron las entradas en dos horas. Yo había hecho un personaje -en esa época en la radio estaban Pepe Vázquez, Imilce Viñas y Jorge Denevi- que se llamaba el Ratón Rabón. Todos los niños estaban muy entusiasmados y nos mandaban cartas preguntando si en el Metro iba a estar el ratón. Paralelamente conseguimos auspiciantes para poder festejar cumpleaños de niños. Era una forma de estar, de nuclear a la gente y no estar alejado de ella. Siempre buscamos eso. En la época había que pedir autorización para reunirse, pero al festejar un cumpleaños infantil no podía pasar nada. Los chiquilines escribían y sorteábamos dos o tres cumpleaños al mes. Esto permitía que se reuniera la gente, muchas veces en barrios periféricos. Era una forma de estar juntos. Un día apareció un hombre en la radio que nos quería conocer. Nos dijo que había estado preso, y una de las pocas audiciones que les dejaban escuchar era la nuestra. Contó que el programa lo mantenía entusiasmado. Uno no sabía quién estaba del otro lado, en la lejanía.

-¿Cómo fue la restitución del grupo de El Galpón cuando volvieron los exiliados?

-En 1984, El Galpón vino antes a Brasil y a Argentina. Yo fui a los dos lugares y me encontré con ellos, que estaban muy entusiasmados con regresar. Ya había pasado lo del Obelisco, ya había avances de que la dictadura se iba, y en ese momento se plantearon volver. El retorno fue muy emotivo, se dio la famosa caravana por la rambla, con miles y miles de personas recibiendo al grupo Camerata y a El Galpón. De noche había un espectáculo en el estadio [Centenario], donde estaban los de El Galpón y donde fue a tocar Camerata. Los que se fueron y los que se quedaron habían vivido experiencias totalmente distintas. Una cosa es vivir en México haciendo teatro, con total libertad, yendo a todos los pueblos, haciendo una campaña por el retorno democrático a nuestro país y representando Artigas, general del pueblo, y otra es haberse quedado acá, donde la situación y las vivencias eran otras. Por supuesto, como todo reencuentro, no fue fácil, llevó un tiempo reacomodarse.

-Después de tanto tiempo sigue vinculado a El Galpón, cuando hasta Del Cioppo se desvinculó en sus últimos años. ¿Qué principios lo siguen uniendo a la institución?

-Algún día se conocerá la verdadera historia de por qué Atahualpa se “desvinculó” de El Galpón y de SUA [Sociedad Uruguaya de Actores]. La gente de El Galpón siempre estuvo cerca de Atahualpa. Él no se fue de El Galpón y de SUA: a él lo hizo irse gente de afuera, que es distinto. Algo que Atahualpa no hubiera pensado jamás, incluso por haber sido defensor acérrimo de SUA. Lo cierto es que tuvo un entorno que lo influenció negativamente en su vida, y quizá no falte mucho para que se ubique ese capítulo en su justo término. Mi vinculación es porque de alguna manera yo me he sentido muy cercano a todos los compañeros. Hay que ver que uno hace cosas pero no está solo. Y cuando uno ha pasado toda una vida compartiendo esta aventura, como es El Galpón, se vuelve inevitable. Las veces que he estado por el mundo contando lo que es esto, nadie lo cree: no existe otro lugar así. El Galpón es una obra colectiva para la sociedad, que hasta ahora se ha mantenido, milagrosamente, durante 65 años. Que no son pocos...