La Feria de Arte de Colonia -una de las más respectadas y antiguas de su género en Europa- por un lado y la Torre Eiffel (que no precisa presentaciones) por el otro: escenarios increíblemente llamativos, que desafían cualquier tentativa de descentralización del hecho artístico, encontrando, al contrario, reflectores seguros y con un alto potencial de empuje publicitario. Allí, en menos de un mes se han encendido dos pequeños escándalos mediáticos que han inflamado otra vez preocupaciones, más o menos fundadas, sobre el decaimiento del arte contemporáneo y discusiones, más o menos argumentadas, sobre su credibilidad (como si dependieran de las acciones de dos aislados performers).
Conviene resumir lo que pasó: a fines de abril, la suiza Milo Moiré, sin autorización, se trepó desnuda a dos escaleras puestas frente a la entrada de la feria alemana y, con la ayuda de una asistente, expulsó de su vagina, sobre un gran lienzo tendido en el piso, huevos llenos de tinta de diferentes colores, creando, con las manchas, un cuadro semiabstracto (que recuerda vagamente un útero). A principios de mayo, el sudafricano Steven Cohen fue declarado culpable de “actos indecentes” porque en setiembre del año pasado se puso a bailar vestido de drag queen (particularmente recargado) cerca del monumento más visitado de Francia con un gallo atado, con una cinta, a su pene. En el primer caso, la performance se llevó a cabo sin problemas y fue filmada, prontamente subida a YouTube y al sitio de Moiré, y comentada por los medios de medio mundo. En el segundo caso, aunque la noticia había llegado a los mass media, con otro tanto de filmación inmediatamente después del acto (interrumpido por la Policía), tuvo aun más visibilidad cuando se dio a conocer el veredicto del tribunal francés, un par de semanas atrás. Claro está: son fenómenos bastante patentes de explotación del shock value, el cual, por lo menos después de la muestra Sensation de 1997 (en la que Damien Hirst expuso su célebre tiburón, para entendernos) se ha vuelto una especie de garantía, en el mundo del arte, de un (a menudo efímero) éxito.
Sin embargo, analizando un poco las obras y sus autores, no son fáciles de comparar. Moiré recién llegó al arte y, más allá de un puñado de mediocres dibujos que aparecen en internet, sólo tiene en su currículo tres performances en las que siempre aparece desnuda llevando a cabo acciones bastante risibles, como agitarse en medio de la nieve o viajar sin ropa en un subte. Además de un uso harto obvio de metáforas con fuertes cargas “femeninas” como el huevo, el parto, el engendramiento, una palmaria pobreza conceptual se desprende de las declaraciones “poéticas” que aparecen en su página; y la trampita para ver el video sin censura de La pintura perfomance Plophuevo #1-el nacimiento de una imagen (ése es el título) por la que hay que pagar 5 dólares, revelan la operación como nada más que un stunt seudoartístico. Cohen, por el contrario, tiene una larga trayectoria -hay en su sitio web fotos de performances de los 90, que ya contienen actos explícitos que involucran ritualismos y sexualidad; por ejemplo, inserciones anales de vario tipo-, y su “personaje”, a mitad de camino entre Divine y Lady Gaga, “guiado” por el ave en su Coq/Cock (título que juega entre “gallo” en francés y “pija” en inglés), tiene un nivel de construcción espectacular, seguramente más complejo que el de su colega.
Igualmente, las metáforas (el gallo simboliza, además de la masculinidad, la misma Francia, donde el artista reside) y el bizarro ballet resultan poco más que un acto de colorida e inocua protesta; lo que en cambio se deberían resignificar y condenar, como Cohen ratificó, son la homofobia y la xenofobia que caracterizarían el país donde vive.
¿Qué queda entonces? Amplio margen para reflexionar tanto sobre la resentida reacción de público y crítica frente a un uso, descarado y cínico, de los genitales en actos simbólicos, como sobre la aparente urgencia de usar los órganos sexuales que estos artistas, cuya dosis de exhibicionismo mediático es altísima, tuvieron a la hora de capturar la atención hacia sí mismos. Su “utilización” directa no es nada nuevo en el horizonte artístico, ya que por lo menos desde la focalización que Courbet dedicó al sexo femenino en su archifamoso óleo El origen del mundo, de 1866, son innumerables los genitales en el centro de las creaciones plásticas: cito únicamente, entre las más impactantes, la performance de Carolee Schneemann de 1975, Interior Scroll, en la que la artista, cubierta sólo por barro, extrae de su sexo una larga tira de papel que lee en voz alta y que explora las dificultades de ser mujer en un mundo artístico decididamente patriarcal, mientras le otorga voz a su “sumiso” órgano “intelectualizándolo” sagazmente mediante una de las performances más corporales de la historia; o la “hieratización” del pene desplegada, a lo largo y ancho de su carrera, por el fotógrafo Robert Mapplethorpe.
Sin embargo, en estos últimos casos, incomparables con los citados ahora por su vacío estructural (así como en un precedente que aglutina, irónicamente, a los dos: la acción Cómo afanar un pollo, del grupo ruso Voina, de 2010, en la que una muchacha roba de un supermercado un pollo y lo inserta en su vagina), parece regir una especie de grado cero de la genitalidad mediante curiosos procesos de sinécdoque: Moiré desplaza la mano y el pincel a favor de su sexo y Cohen declara que “todo sobre mí está inscripto en mi pene: blanco, judío, masculino, gay”. Asombra, además, cómo en este momento -en el que parecería haberse dado, con las recientes películas La vida de Adèle, El desconocido del lago y Nymphomaniac, la liberación definitiva de la representación sexual explícita en productos del circuito “oficial”- semejantes manifestaciones provoquen, todavía, y en la misma medida, perturbaciones y morbosidad, y sean tanto justificadas como condenadas en virtud de su presunta pertenencia a la esfera artística. Enésima contradicción, sin querer meternos de lleno en lecturas psicoanalíticas, de un sistema social que engloba comportamientos dignos del “perverso polimorfo” freudiano, es decir, un ser a merced de pulsiones todavía indefinidas y libres, y otros de represiones intransigentes y parafascistas, polos esenciales en un sistema que alimenta lo que prohíbe para mantenerse en pie. Cierro entonces con Rusia, ejemplo perfecto de nación entrada en el torbellino capitalista sin paracaídas y, otra vez, con penes y vaginas. En 2010 el ya citado grupo Voina dibuja, sin permiso, por supuesto, un enorme falo sobre el puente levadizo Liteyny de San Petersburgo, ruta de acceso a la sede de la ex KGB: un año después, la acción fue tributada con un premio a la “innovación artística” que contaba con el apoyo del Ministerio de la Cultura ruso; en 2012 dos ex integrantes de Voina fueron arrestadas y sentenciadas a dos años de prisión por haber tocado con su grupo punk canciones en contra de Putin en una iglesia ortodoxa, detención que abrió lo que fue y sigue siendo tal vez el más intenso y largo debate global sobre censura de las últimas dos décadas. El nombre de la banda, naturalmente, es Pussy Riot.