Antes que nada, vale la pena señalar que el nombre en castellano de esta película es un error: aunque se puede considerar que Los Muppets (James Bobin, 2011) -la primera película de estos muñecos desde que Disney adquirió sus derechos- fue un relanzamiento comercial de la franquicia, en realidad no se la puede considerar un auténtico reboot, ya que se mantuvieron los personajes, la estética y el espíritu esencial de la serie televisiva y las películas anteriores, por lo que Muppets Most Wanted vendría a ser en realidad la octava entrega cinematográfica de las criaturas creadas en 1955 por Jim Henson, que -en un alarde de conservadurismo, testarudez y efectividad-, prácticamente no han cambiado desde que fueron definidos hace más de 30 años. Pero cuadro que gana no cambia, y además, ¿quién en su sano juicio querría ver una versión hipster del sapo Kermit (la rana René para los hispanohablantes) o a la ruidosa banda Electric Mayhem convertida en un coro de muchachos bailarines? Sólo pensarlo produce efectos extraños y poco deseables en el estómago.

No, si algo hay que respetarle a la Disney -y, para ser específico, a Nicholas Stoller y James Bobin, guionista y director de las últimas dos entregas de los Muppets-, es el respeto casi fundamentalista al formato original de la serie, lo cual no implica una retromanía fetichista, ya que es el entorno lo que se actualiza alrededor de estos personajes porfiados en su inmutabilidad. De hecho, el gran tema de la primera película de los Muppets de Bobin era la inseguridad de los propios Muppets acerca de su vigencia y el reconocimiento de los cambios de gusto temporales. Algo a lo que la película dio una magnífica respuesta con una comedia musical que era a la vez contemporánea y atemporal, convirtiéndose en uno de los productos más finos y divertidos de la casa Disney en las últimas décadas. Los Muppets habían vuelto para quedarse, optando por el camino opuesto al que tomaron las recientes (y repelentes) adaptaciones de Los Pitufos, es decir, la confianza en que el carisma de los personajes permanecía intacto y en que no había que cambiarle siquiera el sombrero al Oso Figaredo para que la magia se repitiera, lo que las cifras de taquilla parecieron confirmar.

Ahora, ante una nueva secuela, la pregunta era si ese purismo se mantendría o si se derraparía por las pendientes del consumismo a cara de sapo y la ironía fácil.

Todo el mundo puede cantar

En Muppets 2 el tono es más liviano que en la película anterior, que contenía varias subtramas serias y a un Kermit más melancólico que nunca, y el objetivo parece ser exclusivamente el de entretener a toda costa (un objetivo nada despreciable), pero de cualquier forma hay algunas ráfagas enternecedoras y una reflexión para nada superficial acerca de los peligros de conseguir todo lo que se quiere. Más allá de eso, la trama no es más que una excusa básica para hilvanar una serie de canciones y sketches de una calidad extraordinaria. La banda de sonido -una vez más, responsabilidad de Bret McKenzie, parte del dúo humorístico Flight of the Conchords- es brillante, y aunque tal vez no haya un tema del calibre de “Man or Muppet”, por la que McKenzie ganó el Oscar 2011 a Mejor Canción, las composiciones pasan por todo tipo de género, aprovechando además la trama -una gira mundial de los Muppets- para incursionar en varios géneros musicales, muppetizados para la ocasión. Ni siquiera la presencia (afortunadamente breve) de la insoportable Céline Dion llega a arruinar la sucesión de notables piezas musicales que, además de las composiciones originales, incluye también algunos clásicos citados con buen gusto y un humor que tal vez se les escape a los más pequeños, pero que hará dar vueltas de la risa en la butaca a sus padres (el gran chiste de tener a Ray Liotta y a Danny Trejo participando en un número musical basado en A Chorus Line posiblemente sea inaprehensible para alguien nacido en este siglo, pero no deja por eso de ser un acierto).

Es justamente el humor lo que hace funcionar a la película, además de las canciones; un humor sin el menor doble sentido y que reivindica la tontería en su estado más puro. Ya desde el principio vemos al villanesco Ricky Gervais ofreciéndose como mánager y generando la desconfianza de los Muppets por su nombre, Dominic Badguy (“tipo malo” en inglés), pero recapturándola cuando les explica que “Badguy” es en realidad un apellido francés que quiere decir “buen tipo”. En España, Gonzo decide que quiere llenar el escenario del show de toros salvajes, a lo que Kermit -en realidad, otro sapo malvado que lo está suplantando- accede. Cuando el previsible caos se desata, se escucha a Gonzo reflexionar: “¡Toros salvajes en el escenario! ¿qué podía salir mal?”.

Una de las ventajas de los Muppets es que, desde sus orígenes, lo autorreferencial, la conciencia de ser un espectáculo y una representación, es parte de su naturaleza, por lo que no hay ironías retroevidentes o guiñadas baratas en la trama. Cuando citan específicamente una película -como un delicioso fragmento en el que Kermit y su doble maligno repiten la dinámica del espejo roto que hiciera Groucho Marx en Sopa de gansos (1933)- es alguna perteneciente a su propia tradición de vodevil, y no una obviedad de moda (una tendencia lamentable introducida por DreamWorks y su saga de Shrek); son referencias cinéfilas, pero la eficacia de los gags y de las canciones no dependen de su reconocimiento cómplice. Son simplemente la demostración de que, como los Muppets, hay referencias que siguen funcionando a pesar del tiempo.

En carne y tela

Aunque no repite ninguno de los protagonistas de carne y hueso de la película anterior, el casting vuelve a ser una sucesión de aciertos y actores visiblemente encantados de compartir pantalla con los muñecos. En el lugar de Jason Segel y Amy Adams están dos comediantes superiores: Ricky Gervais y Tina Fey. El primero está a sus anchas en el rol de un mánager cínico y manipulador, pero la segunda en ocasiones colisiona con el entorno, ya que la siempre inteligente Fey no parece tan cómoda dentro de la encantadora tontería de los Muppets. Pero el que es un auténtico hallazgo es Ty Burrell -conocido más que nada por su rol en la sitcom Modern Family-, realmente desopilante como el colega francés del águila Sam en una investigación.

No hay personajes realmente malvados en esta película feliz y carente de odio; no son necesarios. Tal vez a algunos nacionalistas susceptibles les rechinen los retratos de brocha gorda que la película hace de los rusos, los alemanes y los españoles, pero, siendo justos, es el tratamiento que los Muppets hacen de todos los personajes, y son muñecos crecidos en los años 70.

Los únicos aspectos criticables de esta fiesta que es Muppets 2: los más buscados (además de la fugaz aparición de la Dion) son la tontería de que no se haya traído a Uruguay al menos una copia subtitulada que permita escuchar las canciones en su versión original, y el hecho de que la película sea un poco avara con las presencias de Fozzie/Figaredo y del baterista Animal, que aunque tienen su espacio de lucimiento, se hace un poco corto para dos de los personajes más graciosos de la historia de la televisión. Más allá de esto, todo está bien. Cuando uno de los personajes -Constantine, el sapo más peligroso del mundo, quien ha sustituido al pobre Kermit- canta una fabulosa canción disco en la que alardea de ser capaz de dar todo lo que se le pida, uno no puede dejar de pensar que la película está haciendo exactamente lo mismo.