Que una banda como Yo La Tengo haya visitado Montevideo por tercera vez es algo, como mínimo, sorprendente, aun si el ingreso de nuestra capital en los circuitos del rock internacional ya nos ha acostumbrado a esta clase de visitas. Antes que nada, hay que contextualizar un poco lo que realmente es esta banda de Hoboken: siguen siendo un grupo más bien de culto y dueños de un eterno bajo perfil, y ni siquiera han tenido las glorias menores de otras bandas de su generación -la del brillante rock independiente estadounidense de fines de los 80 y principios de los 90- como Sonic Youth o Pavement. No obstante, YLT ya es una institución musical y sus shows son considerados los mejores que una banda de rock activa puede ofrecer en la actualidad. Algo de lo que los montevideanos pueden dar fe, ya que los tres conciertos que se pudieron ver de la banda en Montevideo -en 2001, 2010 y el pasado jueves- fueron no solamente soberbios sino realmente educativos.

En 2001, YLT venía de sacar sus dos discos más populares (si el término puede aplicarse a la banda, que incluso lo ha tomado para la chacota en el nombre de su disco de 2009, Popular Songs), los exquisitos y extensos I Can Feel the Heart Beating as One (1997) y And Then Nothing Turned Itself Inside-Out (2000), y aunque la banda había llegado de Brasil visiblemente extenuada y de mal humor, nada de eso se notó en el escenario, donde ofrecieron un largo set compuesto por lo más conocido de su repertorio, algunos covers inesperados (“Dreams” de Fleetwood Mac), y como final los pedidos del público, dando una lección de generosidad musical que dejó sorprendido a más de un melómano, acostumbrado a los caprichos de ánimo de bandas mucho menores. En 2010, ya más confiados en la familiaridad del público con su repertorio, dedicaron su concierto a canciones menos conocidas y recientes, en el que fue el más variado de sus shows montevideanos y en el que se hicieron de tiempo para interpretar, por primera vez en esa gira, “Summer of the Shark”, una de las canciones de verano más bellas que se hayan compuesto.

Su show del jueves tal vez fue el más radical en términos musicales y un auténtico desafío a las expectativas de los oyentes. Si bien el repertorio giró bastante alrededor de Fade, su más bien tranquilo disco de 2013, la elección pareció oscilar entre los dos extremos de su propuesta musical. Por una parte, la banda se enfrascó en una serie de temas casi atonales, de crescendos elaborados a partir un solo acorde que explotaban ocasionalmente en estallidos eléctricos, casi siempre a cargo de la guitarra de Kaplan. El otro lado del show, en cambio, estuvo compuesto por una serie de baladas acústicas tocadas casi en secreto, al límite de lo audible, dedicándole poco espacio a las intensidades intermedias. Sus temas clásicos brillaron por su ausencia; apenas concedieron un “Autumn Sweater” casi deconstruido, una sentida versión de “Tears are in your Eyes” y una versión ralentizada a velocidad de caracol de su cover de The Beach Boys “Little Honda”, al que le agregaron un larguísimo puente de free jazz salvaje (o puro ruido) que dejó despeinado a más de un espectador y en trance a casi toda La Trastienda.

Aunque Ira Kaplan es un guitarrista exquisito y James McNew un bajista de recursos inagotables, YLT dista mucho de ser una banda de virtuosos; varios de los solos de Kaplan se limitaron a construir una bola de feedback y a aporrear la guitarra, mientras que Georgia Hubley se mandó dos o tres de esos pifies en la batería difíciles de disimular. Sin embargo, y a pesar de ser un trío, la banda nunca suena pequeña o minimalista, sino que mediante la rotación de sus integrantes en diversos instrumentos -lo que les lleva a arreglar las canciones en forma muy poco convencional- multiplica timbres y variaciones para que rara vez una canción suene como la anterior. Además suelen desdoblarse en más de un instrumento a la vez, utilizando recursos que ya son clásicos de YLT, como dejar teclados sonando fijos en acordes mediante el simple recurso de mantener teclas apretadas con cinta adhesiva, o recurrir a la sencilla tecnología de samplear frases y oscilaciones de feedback en los pedales de delay de la guitarra, logrando que Kaplan toque sobre una base ejecutada por él mismo unos segundos antes.

La intransigencia del repertorio podría haber asustado a la parte de la audiencia atraída por la posibilidad de escuchar “Upside Down”, “Tom Courtenay” o cualquier otro tema del lado más pop de la formación, pero ni siquiera el extenso mantra de “Ohm” o la ya mencionada explosión de “Little Honda” pudo ahuyentar a un público fascinado que pidió todos los bises que la banda pudo conceder y que salió, nuevamente, convencido de haber asistido a un recital de rock de una intensidad distinta, irrepetible. De los que dan las bandas que respetan tanto a su público como para desafiar siempre su horizonte de expectativas. De los que dan las bandas que tienen un presente y, ojalá, un futuro, no sólo un patrimonio en proceso de envejecimiento.

Hablando de respeto, un pequeño párrafo aparte merecen los cinco o seis imbéciles que, enamorados tal vez del sonido de sus propias voces, se la pasaron hablando a los gritos mientras la banda casi susurraba “The Point of It” o “Yellow Sarong”. Pequeños estúpidos capaces de pagar una entrada más bien cara y luego hacer todo lo posible para estropear el show, que en realidad no merecen más que estos párrafos de desprecio y una contundente trompada en la boca si alguna vez vuelven a decidir unilateralmente que sus voces son más interesantes que las que suenan sobre el escenario.