El 23 de julio se llevó a cabo la apertura de una nueva edición de DocMontevideo, evento que no sólo representa una importante puerta de entrada para directores y productores en proceso de formación o con proyectos en marcha, sino también una buena ventana para ver las últimas tendencias en el terreno documental. En este escenario, más allá de los workshops, foros y masterclasses, lo que capta el interés de esta nota es la nueva edición de “La semana del documental”, una selección de cinco films relacionados con los espacios formativos de DocMontevideo. El nivel sigue siendo igual de alto que en ediciones anteriores de la que posiblemente sea la muestra cinematográfica más sólida de Uruguay (se supone que la selección de los cinco largometrajes a exhibirse implica un largo proceso). Tratar de escribir una nota que contemple todos los documentales desde un nexo temático o estético excede la imaginación de este cronista, ya que aparecen personajes disímiles que van desde gauchos judíos ucranianos a travestis existencialistas, pasando por estudiantes revolucionarios, genocidas indonesios, bailarines ciegos y sordos.
Más allá de esto, lo que realmente se notó en casi todos los documentales (aunque con variaciones propias de una muestra a otra) es la creciente permeabilidad entre documental y ficción, un campo de polinización mutua en el que las libertades estéticas se van fundiendo más en el contenido, o viceversa.
Ficción y realidad
En lo concerniente a este punto, quizás la película más representativa de la muestra sea Castanha, un film que pone foco -metafórica y literalmente hablando- en João, una célebre figura del under LGTB de Porto Alegre, que ya lejos de sus gloriosos 80 (a los que vuelve repetidamente durante el film) se enfrenta a una doble vida, marcada en la esquicia entre los días monótonos, parcos y áridos -cuidando a su madre, de 75 años- y las noches explosivas, fascinantes pero también letales. João, desde su misma marca y presencia en los escenarios, es un readymade, un personaje construido por él mismo, algo que va más allá de los ya clásicos textos de la queer theory sobre la construcción de la sexualidad. El film tiene un ritmo algodonoso, en el que a veces uno puede caer presa del sueño -no tedio, sueño en sí mismo, con todo lo plácido, onírico y soporífero que ello implica-, arrebatándonos de golpe con imágenes poderosas y quiebres súbitos con la realidad. En sí mismo, es un film que pareciera filmar la realidad como ficción y la ficción como realidad, y por momentos no sabemos si nos encontramos ante una película de terror, como en la impactante escena inicial, con Castanha caminando ensangrentado por una carretera vacía, o ante un documental del estilo más seco y directo posible (como en las charlas entre el protagonista y su madre).
Uno escucha a Castanha y no sabe si creerle todas las historias que cuenta, pero hay que recabar, justamente en esas narraciones que él parecería contarse a sí mismo, algo más real que su propia realidad. No llega a acercársele al tan colorido como doloroso canto de cisne de la transexual Tonia en la ficción Morir como un hombre, pero no deja de ser una interesante amalgama de géneros.
Continuando la línea de estas historias que uno se cuenta a sí mismo, aparece The Act of Killing, posiblemente la película que más hemos reseñado o mencionado en la diaria en los últimos años, un documental fundamental (dirigido por Joshua Oppenheimer, quien lamentablemente no podrá visitarnos, aunque sí, contaremos con la visita de Neils Andersen, montajista del film), que desmonta la aterrorizadora transparencia de un régimen genocida que hasta el día de hoy celebra de manera casi ingenua los millones de víctimas que se cobró décadas atrás. En él, el director brinda a dos ex integrantes de escuadrones de la muerte (actualmente convertidos en una suerte de celebridades nacionales) los medios para volver a escenificar sus crímenes, dándoles plenas garantías creativas. Lo que sucede no es una versión meticulosa, seca y aséptica del proceso de aniquilamiento de un extenso grupo social, sino un rocambolesco y colorido teatro de los horrores, casi siempre inspirado en lo más mainstream del cine hollywoodense. Permitiendo la escenificación de los recuerdos y fantasías, The Act of Killing muestra en esa fusión de lo ficticio y lo real cómo el cine, de la misma manera que permite echar luz sobre la memoria y la injusticia, también puede ser colchón de fantasías de los crímenes más atroces. Un film sobre el que, casi en justa medida de las múltiples referencias que han aparecido en este medio, presenta un infinito y riquísimo espectro de lecturas.
Ver sin ojos, escuchar sin oídos
En el lado opuesto del espectro de esta temática/estética/ética de la representación se encuentra Ver y escuchar, de José Luis Torres Leiva, una obra pequeña y a la vez profundísima sobre el particular mundo de los ciegos y los sordos (incluso aquel aún más complejo, el de los que combinan ceguera con sordera). El film no es más que cinco escenas alternadas, en nítido blanco y negro y con cámara fija (con algunos zooms y primeros planos), en donde sencillamente vemos a personajes con distintas afecciones del sistema sensorial tratando de explicar entre ellos cómo es que perciben, cómo fue que adquirieron su condición y de qué forma repercute en su vida cotidiana. Sin duda, el punto más rico del film es la fascinada descripción de las sensaciones: cómo un ciego puede dar palabra a un sordo de lo que es el chapoteo de una piedra arrojada al agua, cómo uno baila y sabe reconocer un tango de acuerdo a las vibraciones en el suelo a partir de un parlante colocado boca abajo, o los cambios de brisa que indican la aproximación a una esquina al transitar por la vereda. Uno se va dejando adentrar en el universo propio de los narradores y de a poco concuerda con esa noción de la ceguera o sordera ya no como un defecto, sino como otra forma de percibir, ajena a quienes poseemos todos los sentidos.
La herencia y el porvenir
Esta línea de cómo uno intenta dar consistencia a su realidad por medio de la narración también atraviesa los dos últimos films a mencionar: Carta a un padre, de Edgardo Cozarinski, y El vals de los inútiles, de Edison Cájas. El primero no necesita introducción: famoso escritor, dramaturgo y director argentino, viene incurriendo en el cine de arte y ensayo desde los tempranos 70, cuando rápidamente tuvo que exiliarse a París a consecuencia del cada vez más próximo golpe de Estado. En su último film, el imposible diálogo con una esquiva figura paterna -más que nada presente en forma de fotografías, cartas, objetos y diversos documentos- termina extendiéndose a la historia de la migración judía en la provincia de Entre Ríos. Cozarinski tiene un don intuitivo de filmar objetos sencillos con una profundidad notable, convirtiendo herramientas cotidianas en auténticas llaves a otra dimensión del pasado y el secreto familiar. Específicamente, el diálogo entre las fotografías y postales japonesas a veces nos recuerda lo mejor del último Isaki Lacuesta, incluso trayendo reminiscencias a elementos más propios del surrealismo, como la quema en reversa, que hace recordar a Orfeo, de Jean Cocteau. Más allá del documento autobiográfico, la pregunta de Cozarinski va al mismo vórtex traumático, el de la historia reciente: qué hubiese pasado si su padre, que llegó a ser oficial de la marina, hubiese llegado a vivir para ser protagonista del Proceso de Reorganización Nacional. Una pregunta que entre las binas judíos/nazismo (con imágenes de unos gigantescos actos nazis en el Luna Park) y militantes/dictadura, traza un puente paralelo entre la historia de los Cozarinski y Argentina.
Finalmente, El vals de los inútiles es una película que parece retomar un cuasi género documental que actualmente está en boga (con películas como Vers Madrid, de Sylvain George, y The Square, de Jehane Noujaim y Karim Amer). El de las grandes agitaciones públicas, esta vez pivoteando alrededor de la militancia estudiantil chilena de 2011 y el pasado oscuro de los tiempos de Augusto Pinochet, utilizando como salvoconductos a un protagonista joven de la primera y un superviviente de la segunda. Si bien es documental, a diferencia del estilo más realista y directo de los otros ejemplos de películas de manifestaciones, El vals de los inútiles tiene un enfoque más poético y cinematográfico, a veces bordeando la ficción, con una interesante forma de contar a partir de imágenes, más que de entrevistas o alegatos, el sentir de un pueblo en determinado momento histórico. Al pensar las autonarraciones de El vals de los inútiles, se termina notando una historia que se continúa desde el pinochetismo hasta la actualidad (sobre todo el esquema que perduró desde entonces), a la vez que una alternancia entre la revolución violenta (la referencia constante a la Revolución Francesa) y los instrumentos políticos del happening y la performance, más conocidos por el Mayo del 68. El festival cierra con El baile de los que sobran, generando una poderosa resonancia con ese sistema educativo que deja afuera o endeudados a los que menos tienen y los resultados infructuosos de la revuelta. Aun así, la canción tiñe al film de una suerte de esperanza, un sentimiento reivindicativo loser de fines de los 80-principios de los 90, que en algún sentido parecería decirnos que hay incluso derrotas que es necesario vivir para poder generar algo, una especie de épica o narración generacional. Entre estas obras quedó afuera la uruguaya Avant, pero una nota más detallada aguarda para la fecha bastante cercana en que se estrene en circuitos comerciales.