A pesar de la aparente escasez de ideas que reina en Hollywood, por cada película que llega a las pantallas otras diez mueren en alguna etapa del proceso de producción. La mayoría, por motivos obvios de inviabilidad o falta de atractivo, pero hay proyectos que se han hecho legendarios como interrogantes de “qué hubiera pasado si” hubieran llegado a plasmarse. Entre ellos se cuenta un ambicioso y épico Napoleón que soñó Stanley Kubrick, que se tuvo que conformar con un mucho más modesto Barry Lyndon (1975); está la siniestra y necrofílica Kaleidoscope, que habría sido la más violenta de las películas de Hitchcock, pero que terminó asustando a sus productores; están las adaptaciones de El corazón de las tinieblas y Don Quijote que llegó a preproducir el genial Orson Welles antes de que su propia inquietud y los problemas presupuestales lo llevaran a otros proyectos; está la obra épica sobre el sitio de Leningrado que estaba a punto de filmar Sergio Leone cuando un ataque al corazón terminó con su vida; está la visión de Tim Burton sobre Superman, que no estamos realmente seguros de haber querido ver... De todos estos films que no superaron su etapa de posibilidad real, latente pero nunca concretada, tal vez ninguno ha alcanzado un prestigio mayor que aquella versión de Dune que Jodorowsky y un notable puñado de artistas intentaron llevar a cabo a principios de los 70. Si bien la historia del proyecto ya era bastante conocida, el estreno el año pasado de un documental sobre la hazaña -Jodorowsky’s Dune, de Frank Pavich- revitalizó la leyenda y popularizó la aventura que implicó esta producción.

El loco

El documental gira alrededor de una serie de entrevistas a Alejandro Jodorowsky en las que -mitad en un inglés caricaturesco, mitad en un castellano entusiasta- el artista chileno cuenta, con una permanente (y bastante poco natural) sonrisa, los avatares de su aventura de intentar adaptar el libro de Frank Herbert. Parte artista multidisciplinario, parte chamán y parte charlatán y vendedor de humo, Alejandro Jodorowsky es un personaje sobre el que difícilmente haya dos opiniones acordes, pero al que resulta muy difícil ignorar o soslayar. Nacido en Tocopilla en 1929, hijo de judíos ucranianos e introductor del teatro de vanguardia en Chile y buena parte de América Latina, Jodorowsky tuvo la oportunidad no sólo de ser el vocero de la modernidad en la periferia, sino también de formar parte de su punta de lanza, al crear el Movimiento Pánico -una escisión del surrealismo- junto a Roland Topor y Fernando Arrabal. Siguiendo el periplo de Jodorowsky y sus viajes entre Europa y México mediante sus numerosas autobiografías y entrevistas, la primera sensación que se tiene es que se está frente a un mitómano importante o un delirante absoluto que inventa todo tipo de anécdotas imposibles. Sólo que luego se verifica por terceros que -más allá de las interpretaciones o del color que les pueda aportar Jodorowsky- esas historias inverosímiles son verdaderas, y que el chileno realmente atravesó como un rayo el mundo del cine, el teatro, la música, el cómic, la literatura, la filosofía esotérica y, ¿por qué no?, la magia de los años 60 y 70, en un ciclo vital cuya descripción somera superaría ampliamente los objetivos y dimensiones de esta nota.

Resumiendo brutalmente, digamos que sin tener el menor conocimiento técnico de cine y salteándonos, como si no existieran, las estrictas regulaciones que regían la producción cinematográfica mexicana en los 60, a Jodorowsky se le ocurrió filmar una película surrealista basada en una obra de Fernando Arrabal -Fando y Lis (1967)-, que al ser exhibida en el Festival de Acapulco produjo tal escándalo que el director tuvo que fugarse de un grupo de asistentes que, indignados ante lo que habían visto, pretendían lincharlo o al menos balearlo bastante. Sin embargo, entre el público también estaba Roman Polanski, quien defendió la película y ayudó a que se conociera en el exterior. Gracias a esto Jodorowsky pudo rodar su segundo film, El topo (1970), una película indefinible que suele ser descrita como un western surrealista y esotérico. Éste se convirtió en una de las primeras películas de culto y que le ganó nuevos fans, entre ellos los beatles John Lennon y George Harrison, quienes ayudaron a financiar su siguiente obra, la aun más extravagante y hermética La montaña sagrada (1973), basada en los trabajos del maestro místico Georges Gurdjieff. A pesar de su excentricidad incorruptible, al tiempo (sigue siendo una de las películas más raras que se hayan hecho) este film tuvo un gran éxito en Europa, lo que convirtió a Jodorowsky en algo impensado: un director respetado y requerido por los productores europeos.

Fue en ese momento que, según narra Jodorowsky en el documental, Michel Seydoux y otros productores franceses le ofrecieron la oportunidad de filmar una nueva película, esta vez adaptando algún libro a su elección. Sin pensarlo mucho, Jodorowsky dijo “Dune”. No había leído la novela, pero había tenido una visión de que ése era el texto que había que filmar.

El mapa

Aunque hoy en día su prestigio ha languidecido un tanto a causa del exceso de secuelas, las adaptaciones polémicas y la simple aparición de obras de igual o mayor calidad, durante muchos años Dune, de Frank Herbert, fue considerada en forma prácticamente unánime la mejor novela de ciencia-ficción jamás editada, y el principal caballito de batalla para demostrar la calidad literaria de un género subestimado; aún hasta hoy se la considera la principal obra de la edad de oro de la ciencia-ficción, es decir, del período previo a que los autores de la llamada new wave realmente la convirtieran en un género adulto.

En realidad se trata de una obra fronteriza, ya que si bien fue publicada originalmente en entregas en la revista Analog durante 1957, fue conocida en forma de novela recién en 1965, por lo que fue una pieza fundamental para al menos dos generaciones de escritores. Dune es un trabajo visionario, ambicioso y épico, situado en un futuro distante en el que varias casas nobles de un imperio interestelar están en pugna por el control de Arrakis, un planeta desértico, única fuente de una sustancia conocida como “especie”, esencial para los viajes espaciales, y en el que surge una revuelta liderada por un líder místico. Mucho más que una simple space opera –como se conoce a las aventuras más o menos bélicas espaciales-, Dune maneja toda una serie de variantes económicas, políticas y religiosas de una complejidad que no se conocía hasta el momento, y que se adelantaba tanto a la crisis energética de los años 70 como a la latente crisis del agua, al mismo tiempo que se aproxima a las experiencias con drogas alucinógenas o enteogénicas. A la vez, es una reflexión nada barata sobre la emergencia de un mesías religioso en una sociedad tecnológicamente avanzada, y, como si fuera poco, está magníficamente escrita, nos sumerge directamente en ese mundo extraño sin hacer las introducciones didácticas y pedagógicas que la ciencia-ficción acostumbraba hacer hasta el momento, revelándolo de a poco a través de los ojos del principal personaje, Paul Atreides, y de su propio aprendizaje de ese mundo.

Dune era un libro redondo que no admitía realmente secuelas, pero su éxito llevó a Herbert a escribir cinco (y su hijo Brian haría muchísimas más en colaboración con Kevin J Anderson), que restaron más de lo que le sumaron a su libro original. De cualquier forma, mantuvo (y mantiene) su popularidad, y su universo arábigo y místico se ha expandido no sólo en libros y productos audiovisuales, sino también en juegos de PC, de rol, etcétera.

¿Qué fue lo que atrajo a Jodorowsky para que lo llevara al cine? En un principio, según su propia confesión, tan sólo su prestigio y su popularidad, ya que no lo había leído; pero una vez que lo hizo, al descubrir el potencial místico y alucinatorio que tenía, le pareció el texto ideal (en el universo de Jodorowsky, las casualidades no existen) para conseguir una meta humilde: según cuenta en el documental, su intención era que los espectadores de la película alcanzaran en el cine una experiencia similar a la de ingerir LSD sin la necesidad de ninguna ayuda química. Para Jodorowsky, Dune era el vehículo ideal para encauzar sus teorías revolucionarias sobre la psiquis y la existencia humana, en un formato novedoso, entretenido e ilimitado. Y con ese objetivo en mente, comenzó a reunir el equipo necesario para una empresa que le insumiría cinco años.

Los guerreros

Los derechos del libro fueron conseguidos en un pasamanos hollywoodense (el director Arthur P Jacobs había planeado filmarlo, pero murió antes de hacerlo) por una cifra bastante modesta, lo cual dejaba a Jodorowsky y a sus productores con una cifra importante con la que emprender la producción del film. Esta vez, el director era consciente de sus limitaciones técnicas para emprender la tarea, por lo que decidió rodearse del mejor equipo que pudiera conseguir. Para Jodorowsky lo importante no era sólo conseguir los mejores profesionales de cada rubro, sino que éstos se involucraran como “guerreros espirituales” en la empresa; que fueran conscientes de estar embarcados en un proyecto que intentaba no sólo convertirse en un éxito, sino cambiar la historia del cine y del arte en general.

Antes que nada, Jodorowsky quería contactarse con un dibujante de cómics (en México había guionado algunas historietas y era un gran defensor del género) que le ayudara a visualizar la historia con el storyboard. Decidió que el indicado sería Jean Giraud, un dibujante francés virtuoso que hasta el momento se había dedicado más que nada a los cómics de westerns. Giraud había incursionado años antes en la ciencia-ficción bajo el pseudónimo Moebius y pretendía volver a hacerlo, cosa que Jodorowsky ignoraba; tras encontrarse con él fortuitamente, lo convenció rápidamente de sumarse al proyecto. Giraud, ya devenido en Moebius, demostraría una imaginación ilimitada y una capacidad de trabajo sobrehumana que terminaría plasmada en un storyboard de 3.000 páginas, tal vez el más extenso que se haya realizado jamás.

Con Moebius a bordo, Jodorowsky contrató para hacer los diseños de las naves al ilustrador británico Chris Foss, quien ya era reconocido por sus portadas de libros de ciencia-ficción y sus vehículos estelares del tamaño de ciudades. Foss también se sumó sin objeciones. Más tarde y por consejo de Salvador Dalí, Jodorowsky se conectaría con un oscuro y sombrío pintor suizo, por entonces desconocido, llamado HR Giger, quién aportaría su original y perturbador concepto “biomecánica” a la estética de la película.

La idea de Jodorowsky era que, más allá de lo que pudieran hacer cooperativamente los integrantes del equipo, cada una de las facciones o casas en pugna en el universo de Dune llevara la marca estética de un artista en particular. Así, Chris Foss fue el encargado de diseñar los lujosos palacios imperiales -geométricos, gigantescos y extrañamente orgánicos-, mientras que HR Giger crearía el mundo de los perversos barones Harkonnen, llenos de aristas sadomasoquistas, voluptuosos y sexuales.

Para los efectos visuales, Jodorowsky se contactó con quien era la estrella absoluta del medio en aquel momento: Douglas Trumbull -responsable de los efectos de 2001: Odisea del espacio-, pero luego de hablar unos minutos con el estadounidense, odió su idiosincrasia poco idealista y su considerable ego, y decidió que no quería trabajar con él. A la salida del encuentro, fue al cine a ver una película de ciencia-ficción de bajo presupuesto -Dark Star (John Carpenter, 1974)- y quedó impactado con sus efectos. El responsable era ideal: un joven melenudo y medio hippie que además escribía bien, llamado Dan O’Bannon. Otro guerrero espiritual en la nómina.

A la hora de elegir el elenco, Jodorowsky, que generalmente había protagonizado sus películas anteriores, prefirió pensar en presencias antes que en habilidades histriónicas, escogiendo personajes por su aura o utilizando el tarot. Fue así que se le metió en la cabeza que el emperador galáctico debía ser interpretado por Salvador Dalí, lo que lo llevó a una negociación delirante, ya que Dalí pretendía ser el actor mejor pago de la historia del cine. Al final llegaron a un acuerdo por el cual se le pagaría 100.000 dólares por cada minuto que apareciera en pantalla, pero sólo aparecería durante tres minutos. Para el papel del obeso y sádico barón Harkonnen, el chileno decidió que el rol tenía que ser cubierto por Orson Welles, a quien convenció de actuar a cambio de un lujoso catering. Entre otras figuras que aceptaron sumarse al proyecto se encontraban la celebrity Amanda Lear, el actor warholiano Udo Kier, la legendaria Gloria Swanson y -lógicamente, en cierta forma- Mick Jagger, con quien el director se topó casualmente en una fiesta y lo convenció de participar.

Pero el principal papel protagónico lo reservó para su hijo mayor, Brontis, quien al comienzo del proyecto tenía apenas 11 años y a quien su padre hizo entrenar no en la actuación, sino en diversas artes marciales, intentando, más que convertirlo en alguien capaz de interpretar al personaje, en alguien similar al personaje.

Si el elenco era un delirio lujoso, no lo era menos la banda de sonido, que, al igual que el diseño artístico, sería encargada a un músico o banda distinta según en qué ámbito se estuvieran desarrollando las acciones. El grueso de la banda sonora estaría a cargo de Pink Floyd, banda que se sumó al proyecto pero que no llegó a componer nada específico. Las demás colaboraciones musicales estarían a cargo del grupo de rock progresivo francés Magma (que musicalizaría el mundo marcial de la casa Harkonnen), la formación experimental inglesa Henry Cow y el compositor alemán Karl Heinz Stockhausen.

Con esta troupe de personajes volátiles, ideas inéditas y su storyboard de dimensiones gargantuescas, Jodorowsky y los productores franceses volaron a Hollywood en busca de una compañía que financiara la producción de la película. Durante los años que llevaban trabajando en el proyecto ya se habían esfumado dos millones y medio de dólares (una cantidad estremecedora en aquel entonces) y todavía no se había rodado una escena. Aunque iban llenos de optimismo, comenzaron a encontrarse con obstáculos que para gente más sensata hubieran sido previsibles, pero que a ellos les resultaron insalvables: tal y como habían planeado la película (que además se desviaba notoriamente del texto de Herbert), ésta podía llegar a durar cerca de diez horas; muchos de los recursos técnicos ideados por Jodorowsky se consideraban, a priori, imposibles (poco tiempo después, se vería que no lo eran); y, sobre todo, nadie quería invertir un dólar sin poder decidir sobre el producto final, algo a lo que el chileno se negaba rotundamente, especialmente luego de ver el tipo de modificaciones que le sugerían. En 1976, ante la imposibilidad de conseguir financiamiento, decidieron tirar la toalla y abandonar el proyecto. Los guerreros estaban quebrados psíquica y económicamente y parecía que nadie intentaría nada similar en la historia del cine. Menos de un año después se estrenaría La guerra de las galaxias, una película que cambiaría radicalmente la industria cinematográfica y su relación con los espectadores. Una película muy distinta a la revolución visionaria que soñaba Jodorowsky, pero con impactantes parecidos formales (las luchas anacrónicas con espadas, el entrenamiento marcial-espiritual, la mezcla de tecnología y misticismo, todo el planeta Tatooine y su clima desértico) que cuesta creer que hayan sido mera casualidad, aunque tal vez lo fueran. La casualidad, positiva o negativa, siempre había sido el signo regente de la Dune de Jodorowsky.

Después de la batalla

No muchos de los guerreros espirituales de Jodorowsky siguen vivos; Dan O’Bannon murió en 2009, Moebius, en 2012. HR Giger participó en el documental pero falleció poco tiempo después de su estreno, a causa de un tonto accidente doméstico. Orson Welles y Dalí hace tiempo que abandonaron este mundo. La experiencia del lustro perdido en el proyecto de Dune fue traumática para casi todos los involucrados -particularmente para Brontis Jodorowsky, que prácticamente fue criado para un papel que jamás existió-, pero, sobrepasada la depresión inicial, todos ellos consiguieron reinsertarse y triunfar en sus respectivas áreas. El equipo de creación visual, en particular -Giger, Moebius y Foss- fue contratado para hacer el colosal diseño de producción de las naves, escenarios y criaturas de Alien (Ridley Scott, 1979), que no por casualidad fue guionada por Dan O’Bannon.

Jodorowsky se quedó enamorado de la ciencia-ficción, y, junto a Moebius, conformarían uno de los dúos más exitosos de la historia del cómic, dando origen a la monumental saga del Incal (entre otros varios proyectos), en la que desarrollaría prácticamente todas las ideas místicas que pretendía introducir en Dune. Se dedicó al estudio del tarot y a algunas disciplinas esotéricas de cuño propio (la psicomagia y la psicogenealogía), escribió varias obras de ficción próximas al realismo mágico y varias autobiografías. También siguió filmando esporádicamente, con algún acierto, como la violentísima Santa sangre (1989). Durante la filmación de Jodorowsky’s Dune volvió a tomar contacto con el productor Michel Seydoux y, parla va, parla viene, lo convenció de producirle una nueva película, la autobiográfica La danza de la realidad, que ha sido bien recibida por la crítica. Actualmente se encuentra trabajando con sus hijos Axel, Adan, y Brontis en una secuela de El Topo, llamada Abel Caín.

Moebius, por su parte, reconectado con su amor por la ciencia-ficción y ya distanciado de su yo Jean Giraud, formó con el grupo de artista Humanoides Asociados la revista de comics Metal Hurlant, con la que revolucionó el cómic del siglo XX, otorgándole por fin el estatus artístico que se le había negado porfiadamente. En el momento de su muerte era reconocido como el mayor dibujante de cómics de la historia de Francia y tal vez del siglo XX, y ese reconocimiento era esencialmente hacia el Moebius que despertó Dune, no hacia Jean Giraud.

A pesar de haberle soltado la mano a Jodorowsky y sus aventureros, Hollywood no abandonó la idea de realizar una película basada en Dune (sobre todo luego del éxito de La guerra de las galaxias), y, extrañamente fue a buscar al director mas idiosincrático, personal y próximo al surrealismo que se podía imaginar sin ser Jodorowsky: David Lynch. El entonces director de Eraserhead (1977) y El hombre elefante (1980) intentó darle algunas inflexiones personales a la historia, pero, limitado en su autonomía por la producción (que le redujo una duración original próxima a las cuatro horas a sólo dos), terminó haciendo una película -Dune (1984)- más bien incomprensible y fallida, de la que su director reniega completamente (y que decepcionó también a Jodorowsky, quien había visto con buenos ojos que Lynch retomara el proyecto).

En el año 2000 el canal Syfy produjo una miniserie en tres capítulos que adaptaba fielmente, escena por escena, el libro de Herbert, pero con tan poca gracia y vuelo que pocos de los televidentes deben de haberse imaginado que estaban frente a una adaptación de la que muchos consideran la mayor novela de ciencia-ficción de todos los tiempos. A fines de la década, volvió a hablarse de un proyecto para realizar una nueva versión cinematográfica, dirigida por Peter Berg, pero la idea se descartó, lo cual parece bastante lógico teniendo en cuenta la explícita ideología antimusulmana de Berg, y la clara similitud del principal personaje de la novela, Paul Atreides, y Mahoma.

En todo caso, es evidente que ninguna versión podrá ser comparable a aquella jamás consumada, platónica, imposible, que soñó uno de los conjuntos de artistas más formidables que se hayan reunido en el siglo XX, y cuya voluntad de ser llevada a cabo fue tan poderosa que, de alguna forma, consiguieron que la Dune de Alejandro Jodorowsky sea tal vez la única película que, sin haber sido filmada, existe.