En lo formal, este documental entra en una categoría que cada vez es más común: el cineasta hurga en aspectos de la historia de su familia, que son también, por supuesto, aspectos de su propia vida. La narrativa es francamente subjetiva, y así el cineasta, al ganar presencia como narrador explícito y personaje, se convierte en uno de los principales objetos de la empatía que van a potenciar la carga emotiva de la obra. Es una manera muy práctica de emprender una opera prima, sobre todo si el joven cineasta curte desde hace tiempo el hábito de filmar y logró coleccionar una cantidad importante de metraje doméstico, que le da a la película un mayor espesor temporal.

Esa opción formal tiene mucha importancia en esta película, en la forma en que ella funciona y cómo llega al espectador. Pero termina siendo un detalle en comparación con el “asunto”, que es Ain al-Hilweh, un campo de refugiados palestinos en el sur de Líbano. La familia de Mahdi Fleifel proviene de allí. Impelidos u obligados a dejar su tierra natal hacia 1948, con la creación de Israel, cientos de miles de palestinos eran una carga migratoria imposible de absorber por cualquier país, y fueron ubicados por la ONU en campos como el que vemos en la película. En Ain al-Hilweh viven 70.000 personas en un kilómetro cuadrado (la película muestra hechos hasta poco después de 2010, pero si se hubiera extendido hasta hoy, ese mismo espacio ahora tendría una densidad de 120.000, por los palestinos desplazados por la guerra civil siria). Se les permite trabajar en el pueblo libanés más cercano, pero sólo en algunas posiciones subalternas (comprensiblemente, los lugareños libaneses necesitan preservar sus puestos de trabajo y sus sueldos de lo que sería, si se liberalizara, un incremento descomunal en la oferta de mano de obra). Las entradas y salidas del campo son vigiladas por un pesado aparato militar libanés. Los palestinos no tienen acceso más que a la educación básica. Junto a esas decenas de miles de personas, los familiares de Mahdi pasan sus días en ese espacio confinado, un laberinto de callejuelas, sin horizontes (literales o metafóricos), en que algunas viejas construcciones de calidad venidas a menos están amontonadas con otras de carácter precario. Por todos lados en las paredes se ven agujeros de balas, reminiscencias de algunos de los conflictos más agudos; casi todos con el Ejército israelí, pero también algunos internos.

Fleifel no nació allí, sino en Dubái, en 1979, lugar al que sus padres pudieron migrar. Su papá compró una cámara de video (que le dio origen a la parte más vieja del metraje) con la que solía filmar a su núcleo familiar y aspectos de Dubái para enviar a sus parientes en el campo de refugiados. Éstos, a su vez, le devolvían imágenes de, por ejemplo, dónde había caído el último misil y qué casa se había destruido. Asegurada la residencia en Dubái, la familia de Mahdi pudo regresar a vivir en Ain al-Hilweh por unos años, durante los cuales Mahdi desarrolló su vínculo afectivo con el lugar, antes de instalarse definitivamente en Dinamarca. Su inglés es perfecto, y en ese idioma hace la subnarración vocal.

Los momentos en los que interviene su voz son curiosos: aparte de la ajenidad del idioma, la música que elige es casi siempre jazz viejo. Y su narración tiene muchos dejos irónicos, que juegan hábilmente con las pequeñas escenas que acumula en un montaje sumamente ágil. Mostrado el entorno de esa manera, hay un espíritu de comedia, acentuado por la gesticulación amplia y el aire muy emocional característico de las culturas mediterráneas. Siempre es gracioso ver a alguien que, en forma muy expansiva, se enoja por alguna broma o irreverencia, como cuando un oficial, en una foto colectiva, interpreta la V de la victoria que hace uno que está detrás de él como si le estuviera poniendo cuernos. O las puteadas del abuelo de Mahdi contra los niños que juegan al fútbol (deporte sumamente ruidoso si se juega en un lugar cercado de paredes contra los que la pelota se pasa golpeando). Al carecer de equipos futbolísticos profesionales propios, y de un Estado propio, los palestinos adhieren fanáticamente a las selecciones nacionales con las que, por algún motivo, son llevados a simpatizar. Por eso el campo está lleno de banderas italianas, alemanas, brasileñas. Luego hinchan fervorosamente por esos “equipos” durante los campeonatos internacionales, lo que resulta en fiestas pero también en trifulcas violentas, como con Peñarol y Nacional. En breves descripciones, ilustradas con imágenes, la película nos introduce a unos cuantos personajes pintorescos, dejando que se cuele entre esa alegre informalidad las notas de una realidad terrible, una en la que la violencia es un elemento cotidiano y casual (los jóvenes andan por ahí con sus pistolas o fusiles, disparan hacia arriba para celebrar o apuntan a la cabeza de alguno para hacer algún tipo de chiste). Y la voz de Mahdi se regodea insistiendo en que pasar las vacaciones allí para él siempre fue más divertido que ir a Disneylandia.

Todo ese prólogo, con esa música, ese tono y la voz en inglés, es una imitación demasiado evidente de Buenos muchachos, de Scorsese. Será más divertido para quienes tengan menos en cuenta ese referente importante. Si se lo tiene en cuenta, suena un poquito afectado, más allá de que es interesante todo lo que se muestra y todo lo que se aprende.

Pero esto es, por suerte, sólo una pequeña parte de la película. Mahdi tiene demasiadas cosas para mostrar y comentar, y luego de ceder a la tentación de emular el prólogo de aquella obra maestra, sigue su propio rumbo. Y lo que muestra es removedor.

La herida que no cura

El odio a Israel y, en una extrapolación indebida pero entendible, a los judíos, es omnipresente en los personajes. El abuelo de Mahdi es octogenario y hace 64 años que sueña con regresar a lo que sigue sintiendo como su patria. Cuando tuvo la posibilidad de migrar hacia un lugar mejor, se rehusó a hacerlo porque sería como abdicar del derecho de volver a su tierra. Un oficial retirado de una facción armada de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) sigue ostentando su convencimiento de la factibilidad de un ataque decisivo con el que serán destruidos simultáneamente cuatro puntos estratégicos del Estado de Israel, lo que permitirá a los palestinos recuperar su territorio. Un joven se indigna con otro que tiene una remera con un mensaje en japonés estilizado, confundiéndolo por hebreo. Y el propio Mahdi, que con su pasaporte europeo tiene la posibilidad -que la mayoría de los suyos no tiene- de entrar a Israel, confiesa que allí, aun en el Museo del Holocausto, no logró sentir la debida empatía, porque no puede sacarse de la cabeza las imágenes de los soldados israelíes rompiendo a pedradas los brazos y piernas de los manifestantes de la primera Intifada (se ven imágenes periodísticas), o las palabras (falsamente) atribuidas a Ben Gurion sobre la solución palestina (“algún día los viejos se morirán y los jóvenes se olvidarán”). Además, tiene un fuerte recuerdo mitificado de un tío suyo que a los 13 años fue uno de los más destacados guerreros en las peleas contra el Ejército israelí, pero se murió a los 23 luego de ser herido en combate.

Por supuesto, la “transferencia” de 750.000 palestinos de sus tierras en 1948 está en la base de todas esas cuestiones, pero después hay otras. La película tiene un “personaje principal”, un amigo de infancia de Mahdi, Abu Iyad. Este hombre es como el espejo de Mahdi, lo que hubiera sido de su vida si hubiera continuado residiendo en Ain al-Hilweh. Tiene escaso trabajo, precaria formación, locomoción muy limitada, ninguna perspectiva. Abu Iyad de joven fue militante de la facción Fatah de la OLP. Cuando Yasser Arafat firmó su acuerdo de paz con el gobierno israelí (un acuerdo que hacía caso omiso de la situación de la mayoría de los refugiados), Abu Iyad llegó a ser capturado por radicales indignados, que lo torturaron con choques eléctricos (tenía 14 años). Con el paso del tiempo, Abu Iyad se fue desencantando con la militancia revolucionaria, y finalmente rompió con Fatah y, por lo tanto, con lo último que parecía darle un rumbo a su vida.

El “mundo ajeno” del título, es, por un lado, el campo de refugiados con respecto a la mayoría de los espectadores del documental. Es también el mundo entero con respecto a los refugiados palestinos (incluyendo a la masa de descendientes nacida y crecida en la condición de “refugiados” sin nacionalidad) que no encajan realmente en ningún lado. Son como parias. Son el resto molesto de una situación totalmente impuesta y probablemente irreversible, un resto al que no queda sino sacrificar, intentando mirar hacia otro lado, ya que sería demasiado costoso encontrarles una solución mínimamente satisfactoria, y nadie se siente tan responsable como para asumir ese costo.

Y es ante esa sensación de derrota que se tiñen de patetismo las costumbres heredadas de retórica triunfalista (hay una secuencia de montaje callejera de personas que, al verse filmadas, hacen la V de la victoria hacia la cámara). En ese contexto, la música afectivamente disonante (swing estadounidense), evocadora de la evasión de una sociedad opulenta, termina reforzando ese aire de enajenamiento, de no encajar en ningún lado. Es uno de muchos aspectos poéticos de esa película que en forma jocosa termina siendo muy triste, máxime cuando se estrena en un momento en el que la conflictividad entre israelíes y palestinos está en uno de sus puntos álgidos. Además, no todo es jocoso: hay momentos con una música etérea en los que, debidamente ubicadas en la narración, algunas imágenes ganan una fuerza poética formidable, como las palomas criadas por el tío de Mahdi que revolotean alrededor de su casa (una imagen de libertad, de potencial comunicación, de perspectiva amplia, pero también de circularidad viciosa, de proyección de un “vuelo” que no está permitido para esos seres humanos). Está la imagen del agua que corre abundante por las calles luego de una tormenta. O las callejuelas del campo recorridas desde la parte de atrás de una moto. O la expresión impregnada de emociones de Abu Iyad.