“Jorge Franco es uno de los autores colombianos a quienes me gustaría pasarle mi antorcha”. Esta frase de Gabriel García Márquez ha sido repetida incontables veces por la crítica para presentar al escritor colombiano Jorge Franco, ganador del Premio Alfaguara 2014 con su novela El mundo de afuera. Lo cierto es que la obra de Franco se sostiene por sí sola, aunque la bendición del padre del boom pueda atraer a lectores proclives al canon.
El autor de Rosario tijeras -novela que fue adaptada al cine y la televisión, además de haber sido traducida a 15 idiomas y haber obtenido el premio Dashiell Ha- mmett 2000- recibió a la diaria en la puerta del hotel donde se hospedaba. Había venido por primera vez a Uruguay hacía ocho años, y esta vez decidió comenzar aquí su gira latinoamericana para presentar su nueva obra.
“Fue casual”, dice Franco cuando reflexiona sobre la convivencia entre la violencia y marginalidad de cierto sector social y un universo de hadas que sobrevuela el castillo, donde vive don Diego -secuestrado desde el comienzo de El mundo de afuera- junto a su mujer y su hija. “La novela está inspirada en hechos reales: de niño fui vecino de un hombre que vivía en un castillo. Su hija era vista como una pequeña princesa, precisamente por ser marginada de todo el mundo exterior. Cuando llegué a vivir allí, ella ya había muerto, y a su alrededor se había creado una suerte de leyenda. Éstas fueron las dos anécdotas que inspiraron la historia.”
Inicialmente le interesaba contar el secuestro de don Diego, pero cuando revivía ese mundo del castillo -ahora devenido museo de arte-, e imaginaba la vida de una niña a la que’ no se le tenía permitido el universo exterior, debió recurrir a la creación de un mundo propio. “Ahí encontré una puerta para adoptar esa línea narrativa que acompasa un tono mucho más fantástico, casi que de cuento de hadas, que me permite alternarlo con un relato un poco más crudo, sobre lo que es el secuestro y la situación de Medellín”.
Todos los mundos
El Mono, Caranga, el Cejón y Maleza son algunos de los personajes que viven en el bajo Medellín, donde tratan de sobrevivir a su modo. “Yo no quería presentar esos personajes -enfrentados en la situación del secuestro- como opuestos, sino a partir de cómo ellos se iban acoplando uno al otro: hablan de sus miedos, de sus debilidades. El Mono fue un personaje que al principio me costó mucho trabajo. Por ejemplo, cuando él sale de la cabaña donde tiene a Diego secuestrado, en su casa existe una mujer fuerte, como es su madre, que lo trata como un niño pequeño -‘lávate las manos’, ‘suelta el sanitario’, ‘tienes que comer’. ‘Tómate el jugo’-. De pronto se teje una red amplia para considerar al Mono un ser que tiene una armadura hacia el exterior, pero que se desvanece de forma absoluta en la intimidad. Uno se enfrenta al reto como escritor de ir conociendo a los personajes: tienes una idea vaga de ese ser que estás comenzando a crear, pero sólo lo vas conociendo en la medida en que vas avanzando. Como esas enseñanzas de [Juan Carlos] Onetti de casi ir acorralándolo. Es algo que nos sucede a los seres humanos: cuando estamos acorralados en una situación extrema, dejamos el disfraz y la pose, surge el ser humano en su esencia, con sus miserias, sus miedos, sus debilidades sexuales. Eso es un poco a lo que juego con esos personajes.”
Al igual que aquellos seres que habitan el mundo onettiano, estos personajes carecen de un proyecto futuro por el cual seguir adelante, y mientras los rodea la miseria y el desencanto, buscan excusas momentáneas que los salven por un rato. Así es como el Mono pasaba largas horas de su vida observando a Isolda, la niña que jugaba dentro del castillo sólo cuando su institutriz lo permitía. Ahora, de grande, secuestró a su padre, y este hecho es el que le otorga sentido a su existencia.
Pero este bandido, que intenta imponer una imagen ruda ante un mundo hostil, esconde su homosexualidad, recita poesía e idolatra a su madre. “Ésa es una cuestión cultural propia de Medellín. La llamamos la cultura ‘paisa’, y básicamente se ubica en una zona muy montañosa, que en su época fue muy aislada. Esa misma geografía los llevó a ser más recursivos, pujantes, y a desarrollar la primera línea de ferrocarril, pues había que viajar de alguna manera que no fuera con animales. Pero, y esto lo trabajo un poco más en Rosario tijeras, el hecho de idolatrar a la madre es algo que pertenece mucho a la cultura del sicario y el bandido. En nuestra sociedad la figura del padre está muy ausente. Hay ausencias reales: no hay una conciencia de la paternidad. En cambio, la figura de la madre se vuelve un todo para esos muchachos. Recuerdo cuando investigaba el sicariato: esos jóvenes sabían que su paso por la vida sería muy breve, y por eso lo vivían a todo dar, sin límites, sabiendo que eran un producto desechable. Lo poco que podían dejar era para sus madres; era la única manera en la que ellos expresaban amor. Es curioso, porque esto se sigue proyectando a lo religioso, ya que la figura que supuestamente intercede por ellos es la Virgen. No hablan directamente con Dios, siempre está esa figura de la mujer -como la madre- de intermediaria. Creo que ese respeto de la figura materna es algo muy cultural, y la ofensa contra ella es algo que no se perdona.”
Por su parte, Diego representa a la cultura europea, y si bien rechaza tajantemente todo lo vinculado a Colombia, quiere a Medellín, y es ahí donde decide vivir con su mujer alemana. “Poco a poco se fueron convirtiendo en personajes muy inspirados en la tragedia clásica. Cada uno comienza a entender que debe cumplir un papel en su destino. Así, casi al final, terminan invirtiéndose, y la víctima no hace nada por revertir su situación. Yo sentía que el Mono no quería, no estaba de acuerdo con eso que hacía, pero había entrado en esa dinámica de llevarlo adelante y tenía que cumplir con ese rol. Y al final, cuando están juntos en medio de esa bruma del amanecer, terminan necesitando uno del otro, y de ese modo cada uno se complementa”.
El mundo de afuera está ambientada en la Medellín de los años 60-70, y si bien puede percibirse como un homenaje, la ciudad es retratada desde su propia vulnerabilidad. “Es el punto de quiebre de una ciudad que después no volvió a ser la misma. Si bien todas las ciudades viven esos cambios y evoluciones, creo que en Medellín se dio de una forma muy abrupta, muy trágica, y generó un caos del que todavía no se repone completamente. En su momento la creíamos paradisíaca, tranquila; casi que la única queja generalizada era que no sucedía nada. De pronto, ocurre ese secuestro que expone la fragilidad. Allí estaba gestándose una fuerza paralela a ese Medellín tranquilo, que rompió con mucha fuerza y desmoronó esa burbuja, que idílicamente está representada por el castillo y su vida apacible. Viendo los hechos reales, este secuestro fue en 1971, y a mediados de la década del 70 el narcotráfico ya irrumpe con mucha fuerza. Aquí ni siquiera lo sospechábamos, porque en esa época estaba más concentrado en la costa Caribe-colombiana. Pero luego se comenzó a hablar de otros cárteles. Se veían entierros con mariachis, algo que nunca sucedía... éramos una sociedad muy pacata y conservadora, y ver esas cosas nuevas, absurdas, llamaba mucho la atención. Recuerdo que no había grandes señales de alarma porque aún no se dimensionaba”.
Franco explica que el delito se convirtió en la mayor vergüenza -y “dolor de cabeza”- de Colombia, ya que comenzó a ser practicado por todos los grupos que funcionaban al margen de la ley. Aclara que antes el secuestro era inconcebible; no era imaginable que alguien pudiera permanecer ocho o diez años raptado. Y si bien en la actualidad se ha reducido muchísimo, aún continúa siendo común.
Cuenta que Colombia es un país curioso, que se mueve entre opuestos. “Desde hace décadas está marcado por la violencia. Pasa de una violencia a otra en períodos muy cortos, y las calmas sólo gestan otra etapa de violencia: es una cultura que siempre se enfrenta al trastorno de la muerte violenta. Pero, al mismo tiempo, creo que ese acorralamiento la hace aferrarse a cuestiones muy vitales, como la música, la literatura, el arte y, curiosamente, el humor. Es extraño -no sé ni cómo lo medirán- cuando hacen esas listas internacionales de la felicidad, Colombia siempre está puntero. Es un país que siempre está como contra la pared, pero si le preguntan en la calle, la gente responde que es feliz. Esto me llama mucho la atención, porque es un país que siempre se encuentra enlutado por algo, ya sea una masacre, una bomba o un acto terrorista, cuando no por la propia naturaleza... Al otro día siempre se está sobreponiendo una tragedia para seguir adelante. En el caso particular de Medellín, es una ciudad que tocó fondo, se vino abajo, rodó por el abismo en la época fuerte del narcotráfico -en los 80-90, con Pablo Escobar-. Yo siento que con la muerte de Escobar la historia se partió en dos, y se realizó un examen generalizado para ver qué había sucedido, y comenzar a reconstruirlo todo. Creo que lo importante de este hecho era que el enemigo fue derrotable, algo que considerábamos imposible. Y cuando lo ves tendido allí, muerto sobre ese tejado [se refiere a Escobar], es una perplejidad, porque no puedes creer cómo se logró vencer. Ahí existió una oportunidad histórica para mejorar, y la ciudad lo ha hecho muchísimo”.
El heredero
“‘¿Te gustaría acompañarme a dar un taller en la escuela de San Antonio de los Baños?’, me dijo. Obviamente le respondí que sí, porque era una oportunidad única”. El colombiano se refiere a una invitación que le hizo García Márquez para que dictaran su taller cubano en conjunto. “Lo primero que recuerdo es que me encontraba en México promocionando Paradiso Travel. Ahí un productor me dijo: ‘Gabo te está leyendo’. Ya con que Gabo te lea tocas el cielo. Pero además agregó: ‘Me dijo que le va gustando y está muy contento con la lectura’. Un par de días después, me llamaron y me dijeron que quería conocerme: ‘Te invita a su casa este domingo’. Imagínate, creo que pasé la noche en blanco. Esa tarde fue muy linda, inolvidable. Tenía una ruana colombiana puesta, y recuerdo que cuando le estiré la mano para saludarlo, me jaló hacia él y me abrazó muy fuerte, rompiendo el hielo y ese miedo que llevaba.”
El taller lo dictaron unos meses después, y fue entonces, en medio de un almuerzo, cuando Gabo le dijo que le gustaría pasarle su antorcha: “Así me presentó a los demás. La verdad es que no entendí que se estuviera refiriendo a mí. Me quedé rojo, y a él le dio gracia verme en ese estado. La experiencia era curiosa porque yo sentía que debía estar al frente, como alumno, y no junto a él, tratando de indicar a los jóvenes cómo se cuenta una historia. El taller se llamaba ‘¿Cómo se cuenta un cuento?’, ya que si bien era un taller de cine, García Márquez decía que lo importante era la concepción de la historia, sus quiebres, sus giros, y la otra era una parte formal que se podía llevar hacia el guion o hacia el cuento literario. Eso era lo que hacíamos: los jóvenes llevaban historias y nosotros les hacíamos una disección muy completa.”
Considera que a los contemporáneos de García Márquez tal vez les costó romper con la sombra del boom, y que su generación lo pudo hacer de forma natural. Esto lo detecta en diversos cambios, como puede ser el eje político: “Sobre todo a partir del sur, y no en Colombia, donde no se padecieron esas dictaduras. Los escritores de mi generación eran hijos de la democracia, al menos cuando se convirtieron en escritores. Los del boom fueron hijos y víctimas de las dictaduras. Aunque, en verdad, la violencia también es una forma de abordar la política desde otro punto de vista, porque ya no es el poder supremo en manos de una sola persona, sino en manos de quienes ejercen esa violencia. Lo segundo es un cambio espacial, ya que fueron mucho más urbanos. Se ambientaron en ciudades que comenzaban a consolidarse como grandes centros cosmopolitas, mientras que aquella literatura del boom -o la mayoría- contaba con un toque rural, como fueron los casos de García Márquez, Vargas Llosa, quienes cuentan con una impronta provinciana, y ni que hablar de los anteriores, como Rulfo y Onetti. Nosotros venimos con ciudades mucho más globalizadas, compartimos las mismas problemáticas que existen en Berlín, Madrid, Nueva York, Buenos Aires o Bogotá. Tal vez la sombra del boom afectó a los más recientes, que estaban tratando de desarrollar una propuesta diferente, con una nueva forma de narrar, que es interesante observar. Creo que existieron unos coletazos que llegaron a tocarnos en lo que tiene que ver con García Márquez, y es que muchos lectores, sobre todo europeos o norteamericanos, seguían buscando el exotismo en nuestra literatura. Pero nosotros no éramos eso, estábamos contando realidades mucho más urbanas y universales”.
Al ser consultado sobre McOndo -corriente literaria de la década de los 90 que surgió como reacción contra la escuela literaria del realismo mágico-, cree que en verdad “no generó nada, sino que fue más bien como un grito. Tal vez vinculado a eso de ‘no somos exóticos’ queremos que nos oigan a partir de una nueva voz. Pero creo que se quedó en eso, en el anuncio. En México se formó otro subgrupo, los del crack, pero tampoco veo muy claro en qué consistía ese quiebre. Lo que se ve en las nuevas generaciones, más bien, es una gran diversidad de temas, estilos y propuestas literarias”.
Siempre hasta el fin
Durante mucho tiempo, Franco citó a Onetti como su escritor de referencia, y cree que su lectura coincidió con el momento en el que comenzó a escribir. “Se ha dicho que es un escritor de escritores, y creo que en algún aspecto tienen razón, porque de él se aprende mucho. En mi caso, me pareció maravilloso su manejo de personajes, la contundencia del control y la manipulación que ejerce sobre ellos. Los mantiene en un borde, como en un lindero en el abismo, y si los tiene que empujar, no duda. Cuando dictaba talleres de literatura daba algunos de sus ejemplos, más que nada desde la descripción física de sus personajes”.
Hedda es una alemana que se instaló en el castillo como institutriz, y que de algún modo recuerda a Kirsten, la protagonista del cuento onettiano “Esbjerg en la costa”, quien acude al muelle para observar la partida de los barcos hacia Europa y recordar, de este modo, el país lejano donde ella había nacido, donde había bailado con un hombre por primera vez, donde había visto morir a alguien que quería. Aunque Hedda decide ahogar la distancia y el desamor -la llegada de una carta de un supuesto amor la desmorona- lejos de los barcos: toma la iniciativa en rápidas visitas nocturnas al jardinero.
“Mi literatura pertenece mucho al mundo femenino; aunque esta novela sea de las que menos lo muestran, en las otras la figura de la mujer es más presencial, llevan las riendas de la historia. Sin embargo, en algún sentido también en El mundo de afuera los hombres están a merced de ellas; ya sea de la niña en un primer momento, o de Twiggy luego. Los demás siempre están rondando esas fuerzas femeninas”.
Pensando en el conjunto de su obra, cree que primero vino la víspera al narcotráfico, en Rosario tijeras, después la fiesta que termina en tragedia, como es El mundo de afuera, y se pregunta si luego vendrá la “resaca”. “Han pasado décadas de la muerte de Escobar y estaría bueno ver qué ha sucedido allí. Creo que no se ha aprendido la lección”, sentencia.
“Creo que el aporte de la literatura para crear esa memoria colectiva de cosas que han sucedido en nuestra cultura proviene particularmente del lenguaje. En este oficio te das cuenta de lo poco que importa el tema, porque éstos vienen repitiéndose, invariables; sólo hay intentos nuevos de formas.”
“Estoy harta del tiempo” dice la mujer de don Diego, cuando su hija ha muerto y su marido está secuestrado. “Lo que trae se lo lleva sin misericordia [...] Se lleva la memoria, los recuerdos, se va con tus fuerzas. También trae el dolor y, si se aguanta, queda una herida con la que toca vivir hasta que el maldito tiempo decida llevárselo a uno”. Al final de la novela, Diego y el Mono mantienen sus roles asignados en medio de la desesperanza, mientras uno piensa que el tiempo es el infierno y el otro que el tiempo somos nosotros.