Ayer, domingo, el día amaneció con la fea noticia de que se había muerto Manuel Martínez Carril, nombre clave -junto al de Walter Dassori- en la creación, el desarrollo y el crecimiento de Cinemateca Uruguaya. Su muerte se sumó a la de los críticos Oribe Irigoyen y Jaime Costa, cuando apenas pasó un año de la muerte de Ronald Melzer, en un período realmente siniestro para la cinefilia local. Su velatorio se realizará hoy, de 14.00 a 22.00, en Previsión (Barrios Amorín esquina Durazno).

Cualquiera que haya viajado y que en sus viajes haya hablado de cine, y en particular sobre la experiencia de Cinemateca Uruguaya, tiene una idea del privilegio casi absurdo del que hemos gozado durante estas décadas, que posiblemente sólo valoremos el día -que esperemos que esté muy lejano- en que nos falte, porque como al agua potable, los uruguayos nos hemos malacostumbrado a tener acceso al cine de calidad fácilmente y por una cifra económica risible. No habríamos gozado de esa mala costumbre si no fuera por Manuel Martínez Carril, un personaje de legendaria terquedad e infatigable energía que convirtió a Cinemateca en una institución única, que educó a generaciones de espectadores en el descubrimiento del cine que no se impone desde el poder publicitario y que constituye su espina dorsal artística.

En estos días prepararemos una nota más amplia sobre su trabajo como difusor cultural, algo que excede totalmente las dimensiones de este espacio: sería más fácil enumerar las cosas que no hizo Martínez Carril en Cinemateca que las que sí; desde que la creó obró de directivo fundador, redactor de boletines, locutor, cadete, boletero, archivista, empresario, crítico, presentador y traductor. Sólo le faltó filmar las películas que exhibía, aunque en cierta forma el trabajo de docencia cinematográfica cumplido por la institución puede considerarse un movimiento en esa dirección. Pero si mucho de ese enorme trabajo entre bambalinas podía pasar inad-vertido para los propios socios de Cinemateca, era imposible ignorar su voz grave, ligeramente rasposa y extrañamente cálida informando desde los parlantes de las salas acerca de las próximas actividades de la institución. Una voz que se hace difícil pensar que ya no nos va a recibir en la apertura de funciones y festivales.

La pérdida de Martínez Carril no es sólo la pérdida de un gran crítico y un cinéfilo de voluntad inagotable a la hora de hacer accesible el cine lejano y de escaso interés comercial; es también, en cierta forma, la pérdida de una relación con el cine y entre sus espectadores, la de alguien que era el símbolo mismo del cine no como un espectáculo pasivo sino como un punto de encuentro, de intercambio de sensaciones, de comunión de soledades. Algo que fue un refugio de trascendencia artística en la larga noche de la fealdad militar. Algo invalorable que supera en mucho al simple concepto de cultura o espectáculo y que hubiera sido inimaginable sin esa enorme fuerza vital.