Hoy todos los hombres serán hermanos, a partir de las 20.00 en el Auditorio Nacional Adela Reta, cuando la Orquesta Juvenil del SODRE (dirigida por el francés Martin Lebel y Ariel Britos) y el Coro Nacional Juvenil (coordinado por Víctor Mederos) interpreten la Novena sinfonía de Ludwig van Beethoven. El evento se denomina “Concierto por la paz” -al cumplirse 100 años del inicio de la Primera Guerra Mundial-, contará con 300 jóvenes de todo el país integrando el Coro. Los solistas invitados serán la soprano Mariana Ortiz (Venezuela), la mezzosoprano Florencia Machado (Argentina), el tenor Leonardo Ferrando (Uruguay-Alemania) y el bajo Fernando Radó (Argentina-España).

Además, el concierto sirve de marco para la iniciativa “La música contra el trabajo infantil”, impulsada por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que convoca a “coros y músicos de todo el mundo y de todos los géneros musicales a dedicar uno de sus conciertos, entre octubre de 2013 y diciembre de 2014, a la lucha contra el trabajo infantil”, explica la página web de la OIT. Por lo tanto, habrá estudiantes mostrando sus proyectos para sensibilizar sobre el tema.

El evento es una oportunidad -de las que no abundan- para escuchar en vivo una de las mayores obras de la música universal, que no en vano, a 190 años de su estreno, sigue siendo la sinfonía más popular del repertorio clásico. Es una cita obligada para el melómano promedio. El oyente pasará por las más diversas sensaciones durante la hora y poco que dura la sinfonía: desde el dramatismo y la oscuridad del primer movimiento, la urgencia y la vivacidad del segundo, la inquietante serenidad del tercero, hasta el estallido de alegría del cuarto.

Semejante acontecimiento también implica un gran desafío para los intérpretes, dado el carácter por demás complejo de la obra; sobre todo el de su último movimiento -el coral-, que es una orgía de ritmo, matices y texturas en el que los músicos recorren un laberinto de tiempos que 
no dan respiro.

Historia de una obra maestra

La Novena sinfonía tuvo un lugar central en la vida de Beethoven. Significó la concreción de cuatro ideas distintas barajadas esporádicamente a lo largo de 30 años. La primera se remonta a principios de 1793, cuando el alemán, en ese entonces de 22 años, se había afincado recientemente en la capital de la música, Viena -ciudad de la que no se iría jamás-, para tomar clases con Joseph Haydn. Fue en esa época que se le planteó la idea de ponerle música al poema “An die Freude” (Oda a la Alegría), del alemán Friedrich Schiller (1759-1805): “¡Alegría, hermoso destello de los dioses, / hija del Elíseo, / en tu santuario, criatura celestial, / penetramos ebrios de fuego! / Tus encantos reconcilian / lo que la moda severamente ha dividido; / todos los hombres serán hermanos / allí donde se mece tu ala suave”.

Éste es el fragmento que se hizo más famoso luego de que Beethoven tomó partes de la oda para su sinfonía, pero la primera versión que esbozó Schiller era más radical y decía: “Los mendigos se hermanan con los reyes [...] y nunca más existirá el infierno”. Estas partes fueron quitadas por el poeta tiempo después, cuando publicó la versión definitiva, y quedó como la conocemos hoy.

Algunos biógrafos (Jean y Brigitte Massin, por ejemplo) van más allá y señalan -algo que acelera sin frenos por el siempre atractivo y peligroso terreno de la leyenda- que en realidad Schiller había escrito freiheit (libertad) en vez de freude (alegría), pero por miedo a la censura lo cambió. Tampoco falta el mito que cuenta que la oda fue escrita para ser cantada en las logias masónicas.

Pero mientras Beethoven era un veinteañero, la idea de ponerle música a la oda quedó en eso y no se materializó. Pasaron muchos años y bosquejos intermitentes. Fue a partir de 1822, cuando tenía 52 años, que empezó a componer de lleno su Novena sinfonía en base a un “rejunte” de ideas y con el último movimiento dedicado a la oda. Ya hacía rato que el maestro no podía escuchar más que a su alma y se comunicaba con los demás mediante -los hoy famosos- cuadernos de conversación. Además de su sordera, Beethoven sufría del hígado y otras dolencias, y atravesaba penurias económicas. Si bien era tratado como el más grande compositor vivo, su música ya no llamaba tanto la atención y casi no se interpretaba; en esa época estaba en el cenit de su carrera el joven Gioachino Rossini, que había conquistado Europa con su ópera bufa.

Beethoven tenía la ilusión de poder trasladarse a Londres para desplegar allí su arte, pero por su delicada salud nunca lo pudo lograr. Fue para la Sociedad Filarmónica de esa ciudad que compuso la Novena sinfonía. Una carta fechada en 1822 y enviada a su amigo Ferdinand Ries pinta de lleno la situación: “Acepto con placer la proposición de escribir una nueva sinfonía para la Sociedad Filarmónica, aunque los honorarios de los ingleses no pueden compararse con los de otras naciones; escribiría gratuitamente para los primeros artistas de Europa si no fuera todavía el pobre Beethoven. ¡Si estuviera en Londres, cómo me gustaría escribir para la Sociedad Filarmónica! Porque Beethoven puede escribir, gracias a Dios.

Si no, ¿quién en el mundo podría hacerlo?”.

De esta época es que la mayoría de las biografías -o bio-mitologías, al decir de Roland Barthes- nos muestran a un Beethoven andrajoso vagando por las calles de Viena -al punto de que en una ocasión la Policía lo confunde con un mendigo-, completamente metido en su mundo, obsesionado con las melodías; olvidadizo, no sabe ni dónde dejó su sombrero, pero tiene claro para dónde va la música.

Luego de varios ensayos en los que los cantantes solistas se quejaban de la dificultad de los textos -por supuesto, Beethoven se negó a modificarlos-, la Novena sinfonía se estrenó por fin el 7 de mayo de 1824 en el Teatro de la Corte Imperial y Real de Viena. El concierto tuvo éxito: el público aplaudió fervientemente en más de una ocasión, incluso una vez debió detenerse la ejecución porque el estallido ensordecedor del público no dejaba escuchar a la orquesta. Beethoven estaba sentado de espaldas al público, junto al director, hojeando la partitura -no podía hacer otra cosa, dado que no escuchaba nada-, y al finalizar la interpretación, una de las solistas lo hizo darse vuelta para que viera los aplausos.

Pero los críticos contemporáneos a Beethoven no fueron tan entusiastas con su obra magna. “Notable error del maestro, enajenado por su completa sordera”, dijo un periodista del prestigioso Allgemeine Musikalische Zeitung de Leipzig, en 1826. “Los amigos de Beethoven que le han aconsejado publicar esta absurda pieza se pueden contar entre los más crueles enemigos de su gloria”, espetó otro periodista. Éstas son sólo dos muestras del rosario de barbaridades que dijo la prensa especializada.

Pa’ todo el mundo

Más allá de los críticos, durante el siglo XIX la mayoría de los músicos románticos le rindieron culto a la Novena sinfonía y la marcaron como punto de referencia. Richard Wagner fue uno de los máximos impulsores de la obra, la dirigió en muchas ocasiones y con gran éxito, e incluso aportó modificaciones a la orquestación e hizo una adaptación para piano, al igual que Franz Liszt, que transcribió las nueve sinfonías de Beethoven. Pero en esos tiempos a la Novena sinfonía sólo la escuchaban los pocos afortunados que podían asistir a un concierto en un teatro -además, estaba muy lejos de interpretarse asiduamente-. En algunas ciudades tuvieron que pasar muchas años para que la gente disfrutara de su audición; un ejemplo cercano: la primera vez que se interpretó en Buenos Aires fue en 1902.

Fue durante el siglo XX que gracias a las distintas tecnologías relacionadas al audio -la radio, el magnetófono, el disco, etcétera- la Novena sinfonía se masificó hasta convertirse en himno de la música universal, en un ícono de la cultura popular y en una de las piezas más grabadas de la historia del arte sonoro. A tal punto que, según el sitio web de la empresa Philips, cuando ésta empezó a idear la fabricación masiva del CD de audio junto con Sony -en 1979-, en los debates sobre cuál debía ser la duración estándar del nuevo formato acordaron extenderla de 60 a 75 minutos para que entrara completa la Novena sinfonía.

Sin dudas, el movimiento que más fama adquirió a nivel masivo es el último, sobre todo la parte del estallido del coro que entonta la obsesiva melodía del motivo principal (¿alguien en el mundo no la puede tararear hasta de forma inconsciente?). La popularidad de ese tramo en particular se dio en parte gracias a su uso en una vasta variedad de cosas, que van desde las más serias hasta las más livianas: es el himno oficial de la Unión Europea -el uso político de la obra merece una nota aparte-, ha sonado en los Juegos Olímpicos y en la actual transmisión televisiva de la Copa Libertadores, se puede escuchar en algún casamiento cuando entra la novia y un canal de televisión local la usaba para promocionar aquella noche en la que la gente se juntaba en la rambla para ver cómo tiraban cohetes -transformándola en la Oda a la cañita voladora-.

También se han hecho adaptaciones para todos los gustos en la música popular; desde las más pop, como la famosa versión del español Miguel Ríos (“Himno a la alegría), hasta las más pesaditas y puramente instrumentales, como la de Rainbow (“Difficult to Cure”). El cine también ha explotado bastante la Novena sinfonía; quizá su uso más loable sea el que le dio Stanley Kubrick en esa genialidad llamada La naranja mecánica (1971), en la que suenan las adaptaciones con aires futuristas hechas con sintetizador por Walter -hoy Wendy- Carlos, y la brillante interpretación dirigida por el húngaro Ferenc Fricsay a cargo de la Filarmónica de Berlín (1958, Deutsche 
Grammophon).

De cualquier manera, los que asistan hoy al Auditorio del SODRE podrán disfrutar de la magnificencia de la obra original, que, a fin de cuentas, es la que vale. Nada de pedazos ni adaptaciones: enterita. Setenta y algo de minutos que entran en un CD y en el alma.