-Viendo no sólo Kirikú sino también Azur y Asmar, entre otras de tus películas, se nota que las sombras chinescas fueron una influencia muy notoria, algo que permanece.

-Las siluetas no fueron una opción por influencia sino porque no tenía plata: es la técnica más barata para hacer animación. Usaba un método de hacer sombras con la luz de abajo. Es muy barato y me gusta mucho cómo queda. Pero incluso ahora, que soy célebre y rico, voy a volver a esa primera técnica. Durante años hice técnica de máscara en computadoras, pero ahora estoy volviendo a lo más simple. Me divierto mucho cortando y pegando papel y mucho menos con la computadora. Cuando éramos siete colaboradores en lugar de 30, teníamos un equipamiento muy pequeño, pero esos animadores producían dos veces más que cada persona del equipo moderno.

-Entre tus trabajos, desde el comienzo se puede percibir cierta influencia de los cuadros de Henri Rousseau. ¿La reconocés como una inspiración?

-Por supuesto. El problema que yo tenía cuando hice Kirikú es que no hay pinturas de África. Hay vestidos, arquitectura, escultura, joyas, pero no hay pintura. Cuando uno comienza necesita una base, y encontré que Henri Rousseau era perfecto, un poco naïf, muy bien dibujado…

-En el último film hay robots, algo que contrasta completamente con la estética elegida. ¿A qué se debió esta incorporación?

-Había un problema de plata. La hechicera es una bellísima mujer, llena de joyas, pero es muy difícil de animar. Decidí que todo lo que tenía que hacer lo hacían sus esclavos, que son pequeñas estatuas de arte africano. Era una muy buena idea porque los pequeños monstruos son muy fáciles de animar. Un niño puede animar un monstruo, pero no a Karabá. Con Karabá necesitábamos 24 dibujos para un segundo, mientras que con los robots usábamos seis dibujos por segundo. Queda bien porque al lado de ellos, que parecen máquinas, Karabá queda mucho más animada. Tienen algo interesante en el movimiento; te asustan un poquito.

-Viviste un tiempo en Guinea. ¿Cómo fueron esos años y cómo te influyeron al hacer Kirikú?

-Tuve mucha suerte al pasar parte de mi infancia ahí. Fueron solamente cinco años, pero fue durante la escuela primaria, que es algo así como la infancia intensa, la que siempre se recuerda. Fue un período ideal. No había crímenes ni violencia, sólo gente benevolente. La belleza de las mujeres, los vestidos de fiesta... realmente aprendí lo que era el color ahí. Era normal que quedara fascinado por ese modo de vida en África, fue algo que me marcó para siempre.

-¿Fue algo que se quedó contigo de chico, o se reactivó cuando empezaste a crear?

-Cuando nos fuimos de África lo olvidé todo. Fue después, de adulto, que sentí el deseo de decir algo de África, de mostrar África al mundo. Entonces busqué una historia, leí un montón de cuentos; todos me interesaron, pero la de Kirikú me electrizó. La primera vez que leí este cuento escribí inmediatamente lo que me gustaba y lo que no me gustaba. El nacimiento de Kirikú es maravilloso; el pequeño bebé que va a ayudar a un tío a luchar contra una hechicera es bellísimo. En la historia original, el bebé crecía para matar a la hechicera, pero yo decidí cambiarlo para que la terminara amando.

-En esta última película que exhibiste en la sala Hugo Balzo noté varios elementos autobiográficos. Por ejemplo, justamente, esto que decís y el hecho de que Kirikú, en una de las viñetas, quiera cambiar el final de la historia que narra la cuentacuentos.

-Es verdad. Es exactamente lo que hago. Me gusta mucho esta historia. Algo que no me gustó mucho de la versión doblada que se exhibió acá es que se trata de traducir todo, de dejar todo explicado, cuando en la versión original francesa había algunos términos que se dejaban exactamente como se decían. En la versión original aquella mujer no era una cuentacuentos, era una griot; es una palabra de África que refiere a poetas, historiadores y cuentacuentos. En Francia no conocían esa palabra, pero ahora la conocen. ¿Por qué censurar una palabra que la gente no conoce pero que existe? La gente puede ser feliz al aprender una palabra nueva, no hay que explicarle todo. A mí me interesa ofrecerles nuevas palabras al público. Los niños no necesitan entender todo, están habituados a no entender todo. En una película, cuando no entienden algo les parece normal, pero están craneando para el futuro.

-En tus obras parecería que siempre te interesa equilibrar el bien y el mal.

-Yo pienso que todo va más allá del blanco y negro. Todo el tiempo hay acusaciones falsas. En el ejemplo de Kirikú me parecía importante contemplar el personaje de la mujer, porque en África continúa habiendo mujeres acusadas de hechicería. En África es muy corriente, es algo muy grave.

-¿Cómo fue el impacto de Kirikú?

-Fue un éxito histórico, sobre todo en Francia, que superó los dos millones de espectadores, pero se vendió en todo el mundo. Ahora en Montevideo me contaron que un niño de los que vinieron a saludar después de la función está todo el tiempo viendo Kirikú en la computadora, así que uno se puede imaginar que fue importante. Kirikú es un personaje que me sobrepasó, es radiactivo. Tengo suerte de que haya pasado algo así.

-¿Cómo podés explicar esa suerte? Se aleja bastante de cualquier film típico o con chances de trascender a nivel mundial.

-Es una pregunta que siempre me he hecho. En primer lugar, intento ser honesto y no me vendo al cliente. Me resistí a todos los consejos de los productores y compañeros de producción en la película. Me decían que el título, La historia de Kirikú y la hechicera, era demasiado simple. Otros me decían, por ejemplo, que en todo buen guion estadounidense, incluso dentro del terreno de la animación, hay un subplot, pero yo quería contar justamente esa historia. Por este tema, muchos productores franceses creyeron que yo era muy mal guionista. También me decían que África no vendía bien, y había críticas muy concretas con respecto a los personajes del pequeño y el abuelo. Era imposible, por ejemplo, que hubiera una escena en la que un niño hablara con un anciano y no pasara nada. No cambié nada, y creo que funciona muy bien esa escena. Había muchas similares en la película y durante mucho tiempo me sugirieron que las cortara. Sin embargo, cuando empecé a editarla me di cuenta de que era imposible, de que todas las líneas eran necesarias. Y después estaba el hecho de los pechos desnudos: me dijeron que tenía que ponerles sutienes a las mujeres, o calzoncillos a los niños. Fue una lucha muy grave y pasé malos momentos, pero finalmente pude no ceder. Pero los productores se enojaron mucho con la película. Esa libertad de mostrar los cuerpos desnudos era algo que yo quería transmitir, y creo que todo el mundo lo entendió. Todos, excepto los anglófonos. La BBC nos dijo que ni siquiera a las once de la noche podían mostrarla. Ningún distribuidor estadounidense quiso mostrarla, sólo se logró pasar por una pequeña sociedad francogabonesa a la que le había interesado. Tomamos el riesgo de no pasarla a la comisión de calificación. Salió sin calificación, pero nosotros no la presentamos para evitar el riesgo de que no dejaran que la vieran los niños.

-¿Creés que es un tema de la idiosincrasia de los países anglófonos?

-Son todos unos hipócritas, hijos de la reina Victoria. La época de la reina Victoria fueron tiempos de hipocresía total. El proceso de Oscar Wilde fue un ejemplo de ello. De hecho, estaba lleno de homosexuales por todos lados, incluso en la corte. No es casualidad que esos países sean los que tienen la industria pornográfica más fuerte del mundo.