Será un tic, una manía por lo exclusivo –por lo directamente excluyente–, eso que lleva a atender sólo a amantes, seguidores o artífices. En mi caso, cada vez que enfrento la página en blanco, pienso en ese imponente grupo de artistas involucrados en el quehacer teatral y en el igualmente imponente público que los sigue. No pasa por mi mente, jamás, seducir al indiferente o ganar al descreído. Durante el año, cada reseña agrega algo a lo que entiendo como una conversación non stop con esa comunidad amplia. Y resaltar, según la ocasión, los puntos salientes o dolientes, discutir primicias o lugares comunes, patalear ante los estrenos fallidos y festejar, embelesada, los logrados tiene siempre algo de puertas adentro. Este año no.
El balance de 2014, que lidia, es cierto, con la condición efímera de su objeto (y la imposibilidad de verificar lo que digo), pero confía en los poderes de la ékfrasis para condensar esas características que lo hacen simplemente hechicero, también está dedicado a quienes no pisan el teatro. Sin apelar aquí a grandes modelos teatrológicos, sino más bien a la vulgarización de las especificidades que hacen del teatro teatro y no otra cosa, agrupo lo producido sobre la base de procedimientos y mecanismos utilizados.
La geografía, el tránsito
El riesgo escondido en el uso de los espacios no convencionales, de ese salir del teatro que prometía (aunque no cumpliera) que salir de la sala era proyectarse a una solución estética “alternativa”, aparecía en “El espacio no convencional en el teatro uruguayo”, un artículo de María Esther Burgueño, en el insospechado 1996. La investigadora, tras analizar teóricamente el fenómeno y dar cuenta de ejemplos ilustres (la lista, ominosamente, incluye la mayoría de los nombres todavía hoy “de punta”, algo que habla bien de ellos y mal del poco recambio generacional), advertía con una larga cita de Ingmar Bergman sobre los peligros del manierismo. A propósito de la situación alemana de los 80, Bergman escribe en su Linterna mágica: “La mayor parte de lo que cae sobre mí desde los escenarios alemanes no es la libertad total sino la neurosis total. ¿Qué tienen que hacer si no esos pobres diablos para sorprender al público y, sobre todo, a la crítica? […] Si uno quiere distinguirse hay que ser audaz. Eso no es libertad. En medio de ese caos florecen grandiosas experiencias, interpretaciones geniales y decisivos aciertos sensacionales. La gente va al teatro, se lamenta. O se alegra. O se lamenta y se alegra. La prensa lo sigue todo; incesantemente estallan las crisis de teatros locales […] Montones de crisis, pero no una crisis de verdad”. Por todo comentario, Burgueño auguraba: “Que así no sea”. Y aunque no es el lugar para preguntarnos al respecto, algo de eso parece haber pasado.
Lo que seguramente pasó desde 1996 fue la previsible transformación de lo no convencional en convencional. Sin poder hablar de ruptura tout court, pero tampoco de mero turismo interno, 2014 hizo transitar al público teatral por lugares (en varios sentidos) dignos de nota. Ana Peri Hada, con su Y nunca nos separarán, de Jon Fosse, carreteó al espectador hasta el histórico Paseo del Hotel, en Paso Molino. Levantó, entre paredes del siglo XIX, el esqueleto de una casa burguesa a la moda y colocó allí a tres actores que, como en las piezas de este noruego, luchaban con mutismos y duplicaciones mientras Maia Castro se infiltraba con su voz, desde una esquina, en el flujo textual inhóspito. Sergio Luján, para su proyecto Cuadrilátero Kartún, diversificó zonas: la Asociación de Funcionarios del Hospital Italiano para La Madonnita, el club Layva para Chau, Misterix, el Centro Cultural Bartolomé Hidalgo para El partener y el mesón El Gallo Rojo para La suerte de la fea. Recorrido doble (por Kartún y por Montevideo) que, desde el mismo programa de mano, se volvía central: en un mapa sepia, cubierto de fetiches, marcó en rojo el itinerario, y cartelitos multicolores precisaron dirección y ómnibus. A la coquetísima Casa de Cultura del Prado (tras el estreno en la sala Zavala Muniz), Fabricio Galbarini y Sandra Massera invitaron para peregrinar por el Hotel blanco, viaje rarificado por la vida de Ryunosuke Akutagawa, filtrado por la ineludible Rashomon (1950), de Akira Kurosawa.
En El tiempo todo entero, reescritura de El zoo de cristal (Tennessee Williams, 1945) por Romina Paula, la operación fue minimalista. Andrés Papaleo subió el público al escenario de la sala Verdi y lo colocó frente a una protagonista agorafóbica. El gesto multiplicó el sentido del apartamiento: delante, un living como universo; detrás, la platea vacía, el abandono de toda distancia visual y emotiva, de la separación que los arquitectos italianos pergeñaron tan bien. En el otro extremo, maximalista, se ubicó Proyecto Felisberto, dirigida por Mariana Percovich y escrita por Gabriel Calderón, Alejandro Gayvoronsky, Luciana Lagisquet y Santiago Sanguinetti, puesta en Periscopio (Jackson 1083), una casa antigua, de estructura caprichosamente felisbertiana y pensada como recorrido laberíntico (cada espectador podía elegir el suyo, siguiendo a su gusto a diferentes actores).
El tête-à-tête
Si la coexistencia física en el escenario o en la habitación fueron cruces felices, hubo otros más arriesgados: en Love, love, love, del joven británico Michael Bartlett, dirigida por Alberto Zimberg, el periplo por la vida de los protagonistas (suerte de reformulación concentrada de la desgarradora serie británica Seven Up! [1964] o de la ficcional y laxa Boyhood [2014]) se entretejió con el humo de las decenas (al menos dos) de cigarrillos fumados y los decibeles de las discusiones. Una ruptura sistemática de los límites que ensayó, con el uso del agua (y de escupitajos), Fabio Zidán para sus perros protagonistas de La paz perpetua, de Juan Mayorga. Pero el contacto no es siempre violento ni tan impetuoso. Primaron, en 2014, los espacios de sugestiva cercanía: Música de fiambrería, de Lucía Trentini y Diego Arbelo, Día de furia, de Alejandro Gayvoronsky, Qué me has hecho vida mía, de Diego Lerma y La última sesión de Freud, de Mark St. Germain, por Álvaro Ahunchain. Cabe señalar, como parte de línea, Algo de Ricardo, con texto de Gabriel Calderón y dirección de Mariana Percovich, en la que el soliloquio, a pesar de la proximidad física, enfatizó la ruptura del contacto, la lejanía: pieza que se mira a sí misma, que insiste sobre la artificiosidad del texto, sobre la condición de actor, sobre la biografía misma de su intérprete Gustavo Saffores. La contigüidad, entonces, como alejamiento y el relato como antihistoria. Esto nos lleva a ese “contar historias” que hace el teatro continuamente, al igual que el cine o la televisión, se podría decir, pero con el vértigo de estar ahí y saber que quienes pisan el escenario fingen (ser otros, ser familia, contar o vivir la historia por primera vez) y que el público finge (no saber nada de ellos, aunque se trate de la enésima versión de La gringa o La zapatera prodigiosa, que sus historias acaban cuando se apagan las luces). Esa mentira compartida, en vivo, es buena parte del conjuro.
Las mentiras
El exceso dio sus mejores frutos en 2014: el cuerpo desbordado de Demonios, de Lars Norén, versionado por Marianella Morena; la desmesura de Delmira Agustini devuelta al público como multiplicación en No daré hijos, daré versos, también de Morena; la mixtura de humor y texto como metralleta en Breve apología del caos por exceso de testosterona en las calles de Manhattan y Sobre la teoría del eterno retorno aplicada a la revolución en el Caribe, ambas escritas y dirigidas por Santiago Sanguinetti. Entre los excesos clásicos (tematizados), aunque más o menos tibios en su concreción, se destacaron Los muertos, de Florencio Sánchez, por Sergio Pereira, Los invertidos, de José González Castillo, por María Varela, y Víctor o los niños al poder, de Roger Vitrac, por Margarita Musto. Pobretona y mediocre, sin tantos matices, fue la participación extranjera: mirando el menú suculento del inminente Festival Internacional Santiago a Mil chileno, la sensación es desoladora. Se vio poquísima producción latinoamericana y lo que espero que sea la retaguardia europea.
Como todos los años, el teatro perdió parte de su comunidad. Recuerdo aquí a China Zorrilla y Walter Reyno, y en ellos amontono mis lágrimas por todos los otros que se fueron.