Extraterrestres, piratas, cazadores de diamantes, científicos poco escrupulosos, astronautas, bandidos. Han protagonizado centenas de cuentos, novelas y películas de aventura y todos están en este libro. Aventurero es el tercero de los Cuadernos de Ficción, colección que la editorial Estuario comenzó en 2012 con Sobrenatural, bajo la idea y dirección de Rodolfo Santullo y que tiene como premisa presentar una selección de narraciones en torno a un mismo eje temático (el segundo número de la colección fue Fóbal, de 2013). En este caso, como en los anteriores, se suman a los 11 cuentos de 11 autores diferentes, 11 ilustraciones de 11 artistas. La lista es variopinta: va desde el propio Santullo (nacido en México) a la española Carmen Moreno, de ilustradores uruguayos como el multifacético Sebastián Santana, la increíble Maco o el talentoso Matías Soto López al historietista argentino Max Aguirre, de los cuentistas uruguayos Sebastián Pedrozo y Pablo Leguísamo al ilustrador argentino Jorge Vildoza. Aunque las ilustraciones son siempre adecuadas y a veces de gran belleza, los temas narrados variados y los resultados en general aceptables, como obra de conjunto el libro es desparejo. Hay cuentos que se acercan a la perfección junto a otros con fallas elementales de estilo y descuidos inadmisibles en el argumento (en un caso extremo un personaje que muere reaparece después en la historia sin explicación).

Al contrario que sus predecesores, con prólogos de Daniel Mella y Gonzalo Delgado, éste comienza directamente en la ficción. Aunque no es un gran cuento el que abre la antología, de escueto título, “Uno de aventura”, de Max Aguirre, tiene como mérito poner en el centro la cuestión del género y por esto funcionar, de algún modo, como prólogo. Claramente metaliterario (los personajes irrumpen en busca del autor) y humorístico (sentido en el que sólo lo acompañará 1138, de Pablo Leguísamo), se pregunta, al final, cuál es la frontera que separa un cuento de aventura, por ejemplo, de uno de ciencia ficción. Este tema es fundamental para un libro que toma como centro un género tan complicado como el de aventura, que de alguna forma se sobrepone a los modos y los abarca, haciendo que podamos encontrar así un cuento de aventuras fantástico, otro realista, otro policial, etcétera.

¿Qué define a un cuento de aventuras, entonces? Como primera tentativa se puede decir que a un cuento de aventura (en su formulación clásica, al menos) le podemos exigir algunas cosas tales como un héroe (que ve su vida alterada de alguna manera), un viaje (que puede tomar la forma de camino, de búsqueda, de persecución o de huida y que, en los mejores casos, tiene un eco en el interior del protagonista), un peligro (y la consecuente dosis de acción), una recompensa (que puede quedar en anhelo o concretarse al final). Si tomamos en cuenta esta breve e improvisada definición podemos pensar como de aventuras obras tan disímiles y formidables como el Quijote; El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad; El mago de Oz y La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson; La guerra de los mundos, de HG Wells y La tierra purpúrea, de WH Hudson.

Curiosamente, los mejores cuentos de la colección (“La muerte de Solís”, de Martín Bentancor, “Casi sábado a la noche”, del argentino Leonardo Oyola) difícilmente pueden catalogarse como “cuentos de aventura” en un sentido estricto. Sí hay un recorrido, sí algún peligro, sí un cambio en los personajes, pero no llegan a ser cabalmente aventuras: en todo caso, y por el rótulo, son malos cuentos “de aventura”, aun siendo notables cuentos a secas. De hecho, si tomamos en consideración el conjunto y lo miramos en su totalidad, se verá que sólo el prolijo “Samarcanda Blues”, de Mercedes Rosende, y “Asalto al vagón del oro”, de Ramiro Sanchiz, se constituyen cuentos de aventura y, a la vez, se mantienen alejados del cliché, ya sea desde lo formal (el de Rosende alterna en su narración el uso de la primera y la segunda persona con éxito, por ejemplo) como desde lo argumental (el de Sanchiz es auténtico, un alarde de imaginación: aun considerando las cuantiosas y ocultas citas, se juega a inventar un idioma, o a expandir el ya esbozado por Borges en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”). Los otros, entre los que se encuentran el interesante “Iluminaciones”, de Alejandro Farías, y los de Ana Solari, Santullo y Moreno, por ejemplo, constituyen un entramado de lugares comunes, de frases hechas, con sabor a cosa ya escrita y escrita mejor o a traducción de algún cuento perdido (y menor) de los autores que remedan. Porque ésa es una de las tentaciones con un género tan formalizado: aplicar el molde, imitar a los maestros; lo que lleva generalmente a cuentos bien hechos (desde un punto de vista formal) pero predecibles y, como se sabe, “predecible” y “aventurero” son antónimos. Más allá de estas consideraciones, es un libro entretenido, con inesperados tesoros y varios malos tragos, como toda aventura.