Posiblemente algo se destrabó en la cabezota de Amir Hamed tras la publicación de Cielo 1 ½ en 2013. Ese libro, más álbum que novela, más novela que ensayo sobre los mitos, de alguna manera restituye a su autor al circuito de la literatura uruguaya reciente, no tanto por la mera aparición de un tomo de tal cantidad de páginas en una escena dominada por nouvelles o cuentos largos marketineados como novelas, sino porque, en esencia, no hay otro protagonista en el libro que su autor, en un gesto que licua la autobiografía y la autoficción. Hamed, así, se convierte en un personaje de la literatura uruguaya, y era de esperarse que ese personaje se pusiera a trabajar de inmediato.
Cosa que sucedió. En 2014 H Editores publicó Encantado, un delicioso tomito en el que una vez más el ensayo y la ficción se entrelazan en una suerte de relato o trama de metáforas articuladas en torno a ciertas figuras de la tradición literaria, en concreto las hadas y los vampiros. El libro puede leerse como un ejercicio virtuoso de erudición, pero también hay algo más importante: una fascinación por el tema y una importante dosis de imaginación. Quizá Encantado no sea, en el fondo, un aporte decisivo a las bibliografías sobre el Conde y su ancestría, pero sí es uno de los libros más inteligentes que han sido publicados últimamente en Uruguay.
También en 2014, más cerca de fin de año, H Editores lanzó ella sí, que, según se revela en la contraportada, integra una trilogía con Encantado y M, este último todavía inédito. La fórmula de ella sí, entonces, es más o menos la misma que la de su predecesor. Hamed toma un tema central del canon y la tradición literaria occidental y lo relee y reelabora, como un músico que improvisa nuevas melodías sobre una base de acordes gastada y consabida. El resultado, si bien interesante, es, sin embargo, un poco diferente del efecto deslumbrante de Encantado. Donde este último se leía como una continuidad perfecta y sin fisuras, ella sí por momentos parece detenerse, mirar hacia atrás, elegir un nuevo camino y proseguirlo. Ese nuevo camino es de paisaje deslumbrante, sí, pero se borronea un poco la noción de un viaje único.
A la vez, no se trata de que el proceso redunde en intervenciones arbitrarias de temas inconexos, ya que una lectura apenas atenta deja adivinar el vínculo profundo entre todo lo que Hamed trae a colación. Sin embargo, la lectura es un poco más accidentada o esforzada, en tanto ese vínculo no está tan notoriamente en primer plano como lo estaba en Encantado, cuyo tema (cabe leerlo de esta manera) era también la ilación perfecta entre todo lo convocado (en ella sí el tema es otro u otros, y la ilación es apenas el vehículo de su exposición). Esto no implica un juicio de valor: ambos libros dan en el blanco en lo que se proponen, sin lugar a dudas, pero esa diferencia de efecto de lectura es atendible y, en realidad, llama la atención. Quizá sea parte del diseño más amplio de la trilogía, pero eso sólo lo sabremos cuando aparezca la entrega final, M.
Decir que sí
En cierto sentido ella sí se articula en torno a la ausencia de una palabra específica para decir “sí” en latín. Hay un buen número de formas de articular algo parecido, dispersas a lo largo de la historia de esa lengua (sic, ita, certe, quidem…), pero no hay un término puntual, concreto. Asumiendo la Vulgata como el libro central de la tradición literaria occidental, es evidente que en ese libro el “sí” puede ser un asunto complicado, y Hamed rastrea el tema hacia el Paraíso, hacia la pregunta de quién o quiénes hablaron allí por primera vez y qué cosa dijeron.
Esto, por supuesto, ha sido debatido a lo largo de los siglos (un buen resumen puede encontrarse en La búsqueda de la lengua perfecta, de Umberto Eco) y en ella sí aparecen fuentes como De vulgari eloquentia (el libro da la traducción “Elogio de la lengua vulgar”), que lleva a Hamed a decir que Dante afirma allí que lo primero que dice Adán en el paraíso es explicarle a la divinidad “qué habían hecho con la mujer, como si el otro no supiera” (p. 34). También existe, por supuesto, la tradición que señala que lo primero que hizo Adán fue ponerles nombre a los animales, y ahí hay otro debate bizantino en relación a si los llamó según un nombre preexistente o si inventó sus nombres él mismo. La pregunta subyacente, por supuesto, es en qué lengua se habló, en qué lengua interpeló Dios a Adán, en qué lengua respondió éste, y, especialmente, en qué lengua habló Eva con la Serpiente, tema que se convierte en el corazón de ella sí.
Pero a Amir Hamed le interesa más la traducción, en tanto su objetivo es hablar de una tradición de lectura (desmontarla, rearmarla, limpiarla y presentarla de un modo nuevo y fascinante), por lo que el problema pasa a ser el latín. En la Vulgata, entonces, no hay manera de reproducir el “sí” de Eva a la Serpiente; tenemos varios “no” (los de Dios, por ejemplo: no coman de esto, no coman de aquello), pero no un “sí”. Y los hombres dicen “no” mientras que Eva dice “sí”. Esto podrá ser una suerte de resumen brutal de un libro sutil e inteligente, pero algo de eso hay, como si ella sí se esforzara por articular un discurso para el que nunca hubo palabras en la lengua de la cultura, un discurso cercano a lo que podrían haber dicho las mujeres –o efectivamente dijeron y jamás fue preservado-. En ese sentido, Encantado, con su idea de que Drácula y el Rey de las Hadas son la misma figura, que viene “a llevarse a tu mujer”, sería el libro “masculino” de la trilogía, mientras que ella sí pasaría por el libro “femenino”. En M, entonces, cabe esperar a Ziggy Stardust.
Hay mucho más en ella sí, por supuesto. Su sustancia, presentada de una manera digamos “académica”, incluso meramente “ensayística”, demandaría cientos de páginas. A Hamed le bastan 60 para convocar un desfile impresionante de temas y hacerlos parecer un sueño. Un sueño de la cultura, si se quiere, de la literatura, del lenguaje: un sueño con varios soñadores que, borgesianamente, se sueñan entre sí.
Uno de los mejores momentos del libro, y también el que más claramente despierta esa sensación de discontinuidad ausente de Encantado, es el capítulo dedicado a la exposición de la cosmogonía gnóstica, o, mejor dicho, de una de las tantas cosmogonías gnósticas. Este tema ya había aparecido en Mal y neomal, quizá el ensayo más importante en la obra de Amir Hamed, y acá es ofrecido con una densidad realmente vertiginosa. Yaltabaoth, la entidad ciega engendrada por Sofía (la sabiduría), última figura del Pleroma –serie de arcontes o “emanaciones” del dios incognoscible y trascendente–, cree haber creado el Edén, “factura de eones previos” según Hamed, eones que también habían dispuesto que allí habitara la Serpiente. El diálogo de ésta con Eva, entonces, acaso operó en una lengua distinta a la de Yaltabaoth –y por tanto la de Adán–. El gran acierto de Hamed (y lo que evidentemente vincula este capítulo con el resto del libro) es traer a colación la traducción: “la Creación, afirman los gnósticos, no es sino emanaciones, derrames del pleroma original y de los eones unos en otros, una luz que se escancia hasta nosotros, como en la traducción […] el mundo es derrames de sentido, una simiente que rebalsa cualquier copa” (p. 54).