-¿Es verdad que escribiste la novela Tengo miedo torero [2001] con una beca Guggenheim destinada a hacer una historia de la homosexualidad en Chile?

-No, en realidad el proyecto tenía que ver con la recuperación de una memoria histórica homosexual en Chile que no estaba escrita en términos más formales. Los antecedentes estaban en expedientes judiciales, en cartas de la colonia. Con eso iba a escribir Nefando: crónicas de un pecado, pero después no lo hice. Les mandé el índice a los gringos. Algún día lo voy a escribir. Le rehúyo un poco a la investigación histórica, periodística y bibliotecaria. No tengo esas pulsiones tan delicadas, tan puristas; las contamino con otros deseos y otras lujurias que se me atraviesan en el día a día.

-Yendo un poco a tu propia historia, en los 80 formaste, con Francisco Casas, el dúo de performance Las Yeguas del Apocalipsis.

-“Yegua” es un insulto muy fuerte en Chile, muy ofensivo para la mujer. Hay cosas que no gustan de esas expresiones de ahora, como “mi perra”, que tienen una carga misógina. “Yegua” fue para dar vuelta, para invertir esa palabra. “Las Yeguas del Apocalipsis” era como una película de la Metro Goldwin Meyer, ¿no? Toda la gente tenía terror ante el nombre: pensaban que éramos quinientos maricones mongoles furiosos y éramos dos flacuchas, locas, pobres y feas.

-Eso fue todavía en dictadura.

-Al final de la tiranía había un poco más de relajo, se produjeron algunas manifestaciones culturales y muy políticas. Ya había lugares donde se bailaba, donde se podía hablar.

*-Lo decís porque existe el estereotipo del conservadurismo chileno... *

-¿Y el uruguayo? ¿Cómo andamos por casa?

-Es más disimulado, sin dudas. Sigo: si es el lugar donde surge un escritor como vos, una revista como The Clinic o un programa como 31 minutos, uno se pregunta qué tan conservador es ese medio. O si son las restricciones las que estimulan ciertas corrientes expresivas.

-Es una vieja pregunta. Creo que los años terribles de la dictadura chilena, en los que se usó como herramienta la escritura o la performance para acelerar un proceso democrático, fueron hermosos, fue un tiempo pasional, pero yo no soy de los melancólicos ochenteros que añoran ese tiempo. Uno estaría echando de menos la dictadura, sería un masoquismo terrible. Yo no soy así.

-Aunque tu último libro, Serenata cafiola [2008], es un poco nostálgico.

-Toda mi vida voy a ser nostálgico y todas mis letras van a ser nostálgicas, pero no solamente nostálgicas. Reinventar en el día a día otro color para esa nostalgia, sin color. Pero Serenata cafiola es mi peor libro. Es un cancionero, tiene ese formato conceptual, histórico y melancólico.

-Allí decís que “a veces las minorías elaboran otra forma de desacato usando como arma la aparente superficialidad”. ¿Defendés esa estrategia?

-En ese tiempo éramos tan poéticamente deleuzianos... Creo que ahora lo reafirmo y agrego que siempre hay una manera de corroer o de fracturar esta intensidad global de imposición del poder a través de pequeñas distracciones oblicuales. Por eso es que vengo a Montevideo un poco tangencialmente, a través del afecto, de la respuesta a cartas. Las chicas que han hecho posible mi venida [del taller de Literatura Latinoamericana del Centro Comunal 5 que dirige Martha Callaba] también son parte de la narrativa de mi visita. Eso habla de que no me agrada siempre entrar por la puerta principal.

-Lo que es llamativo es que por un lado manejás ese registro de micropolítica, pero por otro mantenés con fuerza el concepto de clase; te has autodefinido como “pobre y maricón”.

-Yo lo puedo decir. Puedo decírmelo y jugar con un grupo cómplice. Con un grupo de maricas podemos decirnos “maricona” y “niña”, pero si tú me lo dices, no me va a gustar mucho.

-Tu reivindicación de clase me interesa por la conexión con la izquierda clásica. Me da la impresión de que le tenés un amor no correspondido.

-Estás equivocado. El año pasado me invitaron a Casa de las Américas y me hicieron un homenaje. He sido invitado a la Bienal de Arte de La Habana. Me han tratado muy bien allí. Con Cuba yo tengo una relación de afecto, con Fidel o sin Fidel. Uy, me voy a arrepentir de esto. Y tengo a mi gran querida amiga, que desgraciadamente tuvo que morir, Gladys Marín [ex secretaria del Partido Comunista de Chile]. Voy a publicar unas crónicas sobre algunas cosas que pasé con ella.

-Leí una columna que escribiste en The Clinic sobre su funeral.

-Fue multitudinario, lo tenía muy merecido, al contrario del funeral del tirano, que lo tuvieron que llevar por helicóptero, no pudo cruzar Santiago. No lo habríamos dejado. Por lo menos el tirano chileno no tuvo ese paso glorioso de los cortejos por La Alameda. Lo otro fue el escupitajo del nieto del general Pratt, hay que tener cojones para hacerlo.

-La crónica es tu formato desde hace tiempo; lo explicitás, por ejemplo, en Loco afán: crónicas de sidario [1996]. ¿Seguís cómodo con él?

-Lo que pasa es que la escritura no es un lugar común, es una incomodidad con algo: tenerlo todo y que te falte algo. En ese mismo sentido, comencé a escribir crónicas sin saberlo. También yo escribía cuentos, cuentos de taller, pero me aburrí de eso. Entonces escribí ese manifiesto [el poema “Manifiesto: hablo por mi diferencia”, de 1986, incluido en Loco afán], que fue como mi salida del closet, aunque lo de la salida del closet nunca lo digo porque era tan pobre que no tenía ni ropero. Yo escribo desde siempre. Creo que mi primera escritura fue mi mirada sobre ese lugar donde nací, San Juan de la Aguada, uno de los lugares más míseros del Santiago de mediados del 50. Mi sentimentalidad hacia eso fue mi primer guiño hacia una escritura “crónica” que diera cuenta de esos asuntos sociales.

-“Serenata cafiola” condensa, como título, una de tus marcas de estilo, la utilización de adjetivos “desbocados” (“mi voz coliflauta”, “pelvis tiritona”, “utopías despelucadas”).

-Es lemebilística. “Lemebeliano” no me gusta, por lo de “ano”. Me salen como si cantara, como si payara. Por eso este libro dice en la introducción que si no hubiera escrito hubiera cantado. Y no canté porque escribí, que bonito también es. Y “cafiola” es una feminización de “cafiolo”, lunfardo. También porque alguna vez hablando con alguna loca me contó que un taxi-boy le había dicho que él a los viejos maricas les ponía música nomás, solamente les charlaba. Una también minoritaria forma de evasión. “Serenata cafiola” es una parla, como le dicen en Argentina. Pasa por toda esa música que está ahí, desde Joselito hasta Charly García y Los Prisioneros.

-Has hablado del “tic barroco” y mencionás a Néstor Perlongher, Lezama Lima, Roberto Echavarren. ¿Ésa es tu familia literaria?

-No tengo familia yo. Soy guacha. Con ellos tengo una relación amorosa. Yo no tengo amigos, loco, yo tengo amores. No uso la palabra “amigo” como “compadre”, “amigote”, “pata”, “cumpa”. Yo tengo amores, mis amigos son amores. Sería una humillación para ellos tratarlos como mis interlocutores culturales. ¿Por qué a toda agrupación sedentaria le tienen que llamar familia?

-No he visto referencias tuyas a un escritor chileno muy importante para la historia gay, Mauricio Wacquez.

-Gran escritor. Frente a un hombre armado, gran libro. No lo conocí personalmente, pero leí toda su obra. Él escribe “desde allá”, pero bueno, es el lugar que le tocó explorar a él... esos enigmas literarios. Es desconocido en Chile, como todos. A mí afuera me miman, pero allá...

-Pero Tengo miedo torero fue un bestseller en Chile.

-Eso lo dices tú. Una vez que las editoriales arman el negocio del libro más vendido, el boom de los libros... pero como bestseller en cifras, no fue tan así. Los bestsellers son Isabel Allende, Marcela Serrano, vienen de afuera, ya plastificados, directo al mall. Escritor de mall.

-Es curioso que lo digas, porque te negás a usar mucho el inglés, o más bien a escribir “clarito, sin tanto recoveco, sin tanto remolino inútil”, “para la homologación simétrica de las lenguas arrodilladas al inglés”.

-Bueno, yo juego con eso. Pero en Chile les están enseñando hasta a los perros de los jardines a ladrar en inglés. Como política nacional todos los niños del futuro tienen que saber decir “tengo hambre” en inglés.