La generación que luchó en los ejércitos aliados contra las tropas de Hitler en Europa y de Hirohito en el Pacífico es conocida como “la mejor generación”; fue la que derrotó al nazismo en la que muchos consideran la única guerra justa del siglo XX y -como señalaba el historiador inglés Eric Hobsbawm- fue una generación cuya experiencia bélica, pasado el trauma, vivió en la posguerra un extraño optimismo social -alimentado tanto por el haber derrotado al fascismo como por el deseo de que eso no se repitiera- cuyo resultado fueron, entre otras cosas, el nacimiento de las socialdemocracias y los estados de bienestar.

Esto viene a cuento de que al reconstruir las acciones bélicas de la Segunda Guerra Mundial el cine occidental rara vez ha producido visiones críticas en las que los soldados de esa generación fuesen cuestionados o aparecieran cometiendo crímenes de guerra (estamos hablando del frente occidental, no de la guerra ruso-alemana del este, en la que el grado de monstruosidades realizadas por ambos bandos no tiene parangón en la historia moderna). Mientras que el cine ha retratado con dureza a los soldados estadounidenses de guerras como la de Vietnam o Irak, es casi imposible encontrar películas o series que presenten una imagen cuestionable de éstos en la Segunda Guerra Mundial, lo cual -más allá de su comportamiento generalmente aceptable (para lo que es una guerra)- es, por supuesto, una ilusión provocada en parte por la simple comparación con la barbarie nazi. Pero las fuerzas estadounidenses ejecutaron a decenas e incluso cientos de prisioneros durante el Día D, bombardearon en tapiz ciudades alemanas llenas de civiles y sin objetivos militares, violaron a centenares de mujeres alemanas, dejaron morir de inanición o indiferencia a miles de cautivos al final de la guerra, por no mencionar siquiera Hiroshima y Nagasaki.

Una ligera excepción a la versión inmaculada de la historia de este conflicto presentada por Hollywood fueron la hiperrealista Rescatando al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998) y sus continuaciones estéticas televisivas de Band of Brothers (2001) y The Pacific (2010). En la brutal representación de las batallas, hecha con la mayor fidelidad histórica posible, Spielberg y su coproductor Tom Hanks no pudieron evitar incluir escenas en las que integrantes del bando de “los buenos” se comportaban en forma despiadada o directamente criminal. Corazones de hierro continúa esta tendencia hiperrealista y la profundiza. No se trata de un film históricamente crítico de las fuerzas aliadas, sino simplemente uno que muestra a un grupo de antihéroes bastante alejado de los clichés y que intenta presentar la guerra como algo cruel y sin auténticas reglas. Es también una aproximación a la experiencia claustrofóbica de la guerra de tanques, vehículos de los que pocas tripulaciones sobrevivían. Dicha experiencia había sido retratada ya en películas como The Beast (Kevin Reynolds, 1988) -sobre la tripulación de un tanque ruso en la Guerra de Afganistán- y Líbano (Samuel Maoz, 2009) -ambientada en un tanque israelí en la invasión a Líbano de 1982-, que se concentrban en el aspecto paradójico de estar en el interior de algo que es simultáneamente un refugio y una cárcel, mientras que Corazones de hierro privilegia los espacios abiertos.

De cualquier forma, los war buffs (como apodan los angloparlantes a los obsesos por la parafernalia militar, las reconstrucciones en escala de eventos o instrumentos militares y la fidelidad visual de armas, insignias y uniformes) tienen en la película un auténtico banquete, ya que no sólo no hay ningún error anacrónico en relación con el armamento y la indumentaria de los ejércitos involucrados (los alemanes llevan los uniformes prácticos que utilizaban a fines de la guerra -tiempo en el que está ambientado el film- y no los más coquetos que llevaban en 1941, un error que suele repetirse) e incluso están perfectamente diferenciados, entre los soldados de artillería, los de la Volkssturm y los de la Waffen SS. Como si fuera poco, se utilizaron tanques reales: una docena de Sherman auténticos, la mayoría de ellos con el cañón largo habitual de 1945, y además consiguieron el único Tiger I en funcionamiento. (Pequeña crítica de war buff no asumido y quisquilloso: es un gusto ver en manos de la mayoría de los alemanes -y del personaje de Brad Pitt, que utiliza un arma capturada- el bello fusil de asalto Stg 44 -el modelo estético del conocido AK-47 ruso- en lugar de la ya aburridora maschinenpistol MP40, pero en la realidad era un arma muy escasa y propia de las unidades de elite).

Pero además del escenario y la utilería, hay una película, y vale la pena hablar de ella.

Los últimos días salvajes

Corazones de hierro cuenta la historia -ubicada durante la invasión a Alemania en 1945, pocas semanas antes del fin de la guerra en Europa- de la endurecida y veterana tripulación de un tanque Sherman dirigido por un sargento apodado Wardaddy (Brad Pitt), que tras perder a uno de sus ametralladores recibe a un joven recluta sin experiencia (Logan Lerman) como reemplazo. Entre ellos y el recién llegado se establece una relación de desconfianza y choca el pragmatismo sanguinario de los veteranos con el humanismo del recluta. Wardaddy y los suyos deciden sumergir a su joven compañero en los aspectos más horripilantes del combate, obligándolo a asesinar prisioneros desarmados y a convertirse de apuro en un homicida profesional. Pero a medida que la película avanza, todos los personajes van demostrando matices y borroneando la frontera entre buenos y malos, evidenciando a la propia guerra como el auténtico monstruo. Como dijimos antes, la tripulación del tanque es particularmente despiadada (incluso están cerca de violar a unas mujeres alemanas), pero más que el sadismo parece impulsarlos un deseo de supervivencia amoral y algo paranoico.

Brad Pitt compone a la perfección a su inclemente y contradictorio personaje, embrutecido y lejos de cualquier rol de galán en el que se lo pudiera imaginar, pero es acompañado a la perfección por el resto del elenco. Se destaca Shia LaBoef, quien parece haber dado un volantazo radical a su carrera y casi no parece el mismo insoportable protagonista de la horrible saga de Transformers. LaBoef parece haber crecido veinte años en apenas cuatro y donde había una molesta estrella juvenil, ahora hay un actor adulto y con variados recursos.

Pero aunque los aspectos dramáticos están bien llevados, inevitablemente quedan un poco aplastados por las escenas bélicas, que son numerosísimas y que no tienen nada que envidiarles a las de Spielberg y compañía. El director David Ayer ya se había probado como un buen director de acción en películas como Día de entrenamiento (2001) y Sabotaje (2014), pero aquí tiene rienda libre para jugar con elementos más espectaculares y brilla especialmente en un duelo entre varios tanques Sherman y un Tiger (la reliquia de la que hablábamos anteriormente), que filma desde múltiples puntos de vista pero sin recurrir a una edición muy fragmentaria, lo que permite ver y entender los desplazamientos de los vehículos (algo para lo que se ayuda con algunas tomas aéreas).

Tanto despliegue material sofoca un poco, como decíamos, a la trama humana que no termina ni de dibujar bien a los personajes (salvo tal vez el de Pitt y el del recluta) ni de afirmar el discurso antibélico latente, que llega a parecer apenas un elemento culposo para justificar tanta violencia. Esto no impide que el film sea un espectáculo vertiginoso y por momentos avasallador, sumamente recomendado para quienes gozaron como beduinos viendo Enemigo a las puertas (Jean-Jacques Annaud, 2001), Stalingrado (Fyodor Bondarchuk, 2013) o la ya mencionada Rescatando al soldado Ryan.

Una de las principales escenas bélicas (que no narraremos pero los war buffs reconocerán) peca de improbabilidad -aunque no de imposiblidad- y va un poco a contramano del terco realismo del film, pero bueno, es la magia del cine.