El gobierno laborista de James Callaghan (1976-1979) terminó con la agudización de la profunda crisis económica y social que afectaba a Reino Unido desde comienzos de la década de 1970. Las huelgas del invierno 1978-1979, por ejemplo, paralizaron virtualmente al país y terminaron de destruir la imagen pública del partido laborista, facilitando el ascenso al poder de los conservadores, algo así como un abordaje pirata con Margaret Thatcher a la cabeza. En 1979 la cifra de desempleados llegaba a 1,2 millones; la campaña del partido conservador, “Labour isn’t working” (se puede traducir como “el laborismo no está dando resultados” y también como “la fuerza trabajadora no está ocupada”), se aprovechó de esa situación y puso a Thatcher al frente del gobierno; tres años después, los desempleados eran 3,6 millones. Gracias por participar.
Casi al mismo tiempo surgió el rumor de que la heroína que “inundaba” las calles de Edimburgo a bajo precio era la sintetizada en esa misma ciudad, y que la seguridad de esa planta era tan endeble que los empleados podían volver a sus casas con los bolsillos llenos del opiáceo. La contemporánea “guerra contra las drogas”, además, llevó a que se prohibiera la venta de jeringas y a que los usuarios de drogas intravenosas compartieran agujas, lo que terminó por convertir a Edimburgo en la “capital del sida” europea. Cuando se reforzaron las medidas de seguridad en la planta sintetizadora, la heroína “pura” fue reemplazada por un producto de inferior calidad proveniente de Afganistán y Pakistán. El suministro de esa sustancia fue intermitente y los adictos debieron enfrentar sequías y los subsiguientes y terribles períodos de abstinencia.
“El Estado de bienestar, el pleno empleo, la ley de Educación de Butler: todos habían desaparecido o se habían vuelto precarios hasta el punto de perder todo significado. Ahora era el sálvese quien pueda. Ya no estábamos todos en el mismo barco. Pero no todo era malo […] al menos ahora podemos elegir entre una gama mayor de drogas”. Así piensa Mark Renton, uno de los protagonistas de Skagboys, el último libro de Irvine Welsh y precuela de la ya clásica Trainspotting.
En la vena
A Renton es fácil recordarlo en la interpretación de Ewan McGregor para la película de 1996, dirigida por Danny Boyle. A lo largo de las más de 600 páginas de esta novela lo encontramos unos años más joven, con un corte de pelo distinto y acompañado por varios de los personajes de Trainspotting: Begbie, Spud, Tommy, Segundo Premio y Sick Boy.
Si le creemos a uno de los blurbs o comentarios de la contraportada, Skagboys cuenta cómo los personajes de Trainspotting “se engancharon a la heroína”. Eso pasa, más o menos, en las primeras 100 páginas, de modo que, en rigor, hay mucho más. Es cierto que nos enteramos de cómo pasó el primer “chute” de Sick Boy y Renton, pero la novela dedica más espacio al reformateo de sus vidas desde que la adicción se les vuelve real que al proceso de engancharse, que es expuesto con relativa celeridad. Con el telón de fondo de la horrenda situación de Escocia bajo Margaret Thatcher –la novela, de hecho, comienza narrando la violenta represión policial a un piquete de mineros–, encontramos el fracaso de Renton en la universidad, la violencia terrible de Begbie, el comienzo de la relación de Tommy con Lizzie, las artes manipuladoras de Sick Boy para con las mujeres, una hilarante oportunidad laboral de Sick Boy y Renton a bordo de un barco y muchos más episodios, que fluctúan entre el mejor humor que este reseñista ha encontrado últimamente en un libro y episodios claramente pensados como shockers (algo así como la escena del wáter en la película).
Greatest hits
El libro, narrado ante todo por Sick Boy y Renton (pero también con capítulos en tercera persona que se intercalan y otros con Begbie, Tommy y Spud haciendo las veces de narradores), es un tesoro narrativo. La profusión de pequeños relatos y anécdotas lo convierte en una lectura de gran riqueza narrativa, y además esa hiperabundancia está ensamblada cuidadosamente, siempre bajo las líneas maestras de los grandes relatos o arcos narrativos del libro, que pueden reconstruirse en tanto lecturas posibles. Una de éstas podría ser la exposición de la progresiva ruptura de la empatía y las relaciones interpersonales en una comunidad de adictos a la heroína, bajo un gobierno que apostaba por el egoísmo, el sálvese-quien-pueda y la subsiguiente pérdida de empatía (“La sociedad no existe” es uno de los acápites del libro, dicho por Margaret Thatcher: “There’s no such thing as society”, declaró la primera ministra en una entrevista de 1987). A la vez, Irvine Welsh se encarga de que todos los personajes, pese a lo dicho anteriormente, tengan su momento de revelación de un yo “más profundo” o “humano”, en el sentido de vinculación con los valores del altruismo, el respeto por el otro y la empatía. Incluso el psicópata Begbie, de hecho, exhibe un lado luminoso en un episodio, pasada la mitad de la novela, del mismo modo que al aparentemente acorazado Sick Boy también llegan a conmoverlo ciertos acontecimientos. En el caso de Renton su actitud hacia el egoísmo y el cinismo es presentada en este libro como muy vinculada a una tragedia familiar (la muerte de su hermano menor severamente discapacitado) y a su intento de negar toda demostración de emotividad al respecto, lo que lo aparta casi definitivamente de sus padres.
Es tentador, entonces, leer la novela desde una perspectiva centrada en los personajes, pero se vuelve especialmente interesante también prestar atención a los artificios de corte más formal o verbal trabajados por Welsh (o a pensar en el rol de la música y los inventarios de canciones y bandas, que arman una extensísima playlist). Está claro que éstos también sirven a la compleja caracterización de los personajes, pero vale la pena detenerse en cómo y por qué reconocemos a cualquiera de los narradores con leer apenas tres o cuatro oraciones del capítulo en cuestión, por ejemplo, o en la cuidada pauta marcada por los capítulos en tercera persona y las secciones más ensayísticas (“notas sobre una epidemia”), que, en un tono completamente distinto a lo narrado por los personajes, aportan una visión menos estrictamente subjetiva y ayudan a construir el escenario más vasto de la novela.
Desde esa perspectiva de lectura hay que destacar la sección “Diarios de rehabilitación”, hacia el final del libro, que funciona como una verdadera novela dentro de la novela. Se trata de una colección de textos escritos por Renton, algunos de ellos presentados como segmentos de un diario riguroso de los 46 días de rehabilitación y detox, otros como notas autobiográficas, reflexiones o incluso intentos ensayísticos o ficcionales de perfil más literario, que construyen la crónica de una pequeña comunidad-dentro-de-la-comunidad-de-personajes-del-libro en torno a los adictos internados durante esos días en la clínica.
Así como la novela establece desde su comienzo la relación de poder, influencias, respeto y aprecio entre los personajes, este extenso capítulo hace lo propio con este nuevo reparto, y logra de alguna manera profundizar el efecto de un nuevo nivel dentro de la ficción, en tanto muchas cosas que sabemos de lo que sucede durante esos días están filtradas no sólo por la subjetividad de Renton, sino también por su interés, nunca del todo admitido, pero evidente, de convertirse en un escritor.
Parece ineludible dedicar unas líneas a la traducción. Existe la tendencia a desdeñar o incluso detestar las traducciones de Anagrama, en particular las de escritores tan idiosincráticos desde el punto de vista idiomático como Irvine Welsh. ¿Pibes escoceses hablando como personajes de una picaresca madrileña? Pero quienes formulan esa objeción deberían dejar claro si prefieren una traducción a un español “neutro”, cosa que violenta notoriamente la decisión estética de Welsh y cambia por completo el perfil del libro. ¿Traducirlo al español del Río de la Plata, al español de Buenos Aires? Complicado, para empezar porque la heroína no tiene por estas latitudes el mismo lugar que tuvo en Europa (especialmente en Escocia, claro), y por lo tanto no se dispondría de la misma variedad lingüística para referirse a la sustancia en sí, al acto de inyectarse, al microcosmos de “personajes” vinculados al tráfico y a la adicción, etcétera. Del mismo modo, sería un poco tonto pretender que la novela tenga su traducción particular a cada comunidad lingüística.
Por otro lado, cabe señalar que si asumimos que lo que hace Welsh con el inglés es efectivamente un retrato fiel del habla de la calle de la Edimburgo de mediados de la década de 1980, una traducción como la de Skagboys parece ante todo desencaminada por lo artificial. Términos como “capullos”, “chorromoco” o “angloide”, sumados a la omnipresencia de “a tope”, “mola” y “te cagas” pueden terminar, además, por convertir a la traducción –a cargo de Federico Corriente– en un libro bastante más gracioso que su original en inglés, sobre todo por dar la sensación de estar ante el equivalente ibérico de algo así como lo que significa Pomelo o Paolo el rockero para el habla rioplatense. Pero, claro, podría pensarse que el inglés escocés de Welsh es también tan pintoresco y artificial como el español de Federico Corriente (o el de la poesía gauchesca, también inventado por intelectuales que daban cuenta de una otredad que en realidad desconocían cuando no simplemente inventaban), quien merece, como mínimo, respeto por su desempeño en una tarea para nada fácil, a la que aporta siempre una encomiable pretensión didáctica con sus a veces innecesarias (a veces no tanto, cuando arroja luz sobre el argot rimado, por ejemplo) aclaraciones a modo de notas a pie de página.
En síntesis: uno de los grandes libros de 2014, recomendable a tope, que te cagas, tío, mola mogollón.